Hay muchas maneras de evaluar o juzgar una película, desde las más espontáneas hasta las más reflexivas, pero al final yo creo que la única que no falla es la del tamiz del tiempo: ¿qué películas o qué escenas permanecen en nuestra memoria? Después podemos, fríamente, analizar por qué, inventar una explicación, pero algo tienen. Y El acto en cuestión pertenece sin dudas a esas películas que no se te borran más.
La película de Alejandro Agresti se estrena hoy pero se filmó en 1993 y se vio por primera vez en Buenos Aires en una retrospectiva en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín en el año 1996. Ahí la ví yo. Tenía 18 años, acababa de terminar el secundario y el cine argentino estaba muerto. Y en el medio de biopics baratas de Eva Perón, comedias románticas con Aleandro y Alterio y un Subiela cada vez más gagá, las películas de Agresti fueron un cachetazo de cine: originales, divertidas, con sentido del humor, bien actuadas, técnicamente virtuosas, juguetonas, excesivas. El acto en cuestión era la más extrema de todas ellas.
Nunca la había vuelto a ver, pero el recuerdo de aquella tarde de invierno de 1996 permanece hasta ahora: esa pensión/maqueta y Mirtha Busnelli colgando de una grúa vestida de novia, en un blanco y negro súper expresionista, y aquel Carlos Roffe desconocido y con una presencia y una forma de decir el texto con tanto aplomo y naturalidad me deslumbraron.
Un año y medio después se estrenó Pizza, birra, faso y el cine argentino empezó a resurgir pero nada de lo que vino luego tuvo -ni siquiera hoy- la creatividad desaforada de El acto en cuestión. Quizás sólo Historias extraordinarias se haya aventurado con esas historias bigger than life inexistentes en nuestra cinematografía, pero El acto en cuestión no sólo narra esas historias -también hay un narrador con personalidad e histrionismo: Lorenzo Quinteros en este caso- sino que también las emparda con unos planos y movimientos de cámara maximalistas.
Bueno, pero ¿qué es El acto en cuestión? Se trata de una película con tema, director y protagonistas argentinos, filmada en Europa y con produción y equipo técnico casi completamente holandeses. Cuenta la historia de Miguel Quiroga, un buscavidas que vive con su novia Azucena en una pensión y se la pasa leyendo los libros que roba. Uno de esos libros se llama El acto en cuestión y enseña un truco para hacer desaparecer objetos. Quiroga lleva el truco a un circo, consigue un representante y se hace millonario. Deja a su novia y da la vuelta al mundo haciendo desaparecer primero objetos y después personas, pero con una creciente paranoia: ¿y si alguien descubre que sacó el truco de un libro?
La historia tiene los condimentos clásicos de las fábulas -y una alegoría bastante directa a los desaparecidos aunque la película está ambientada en los años cuarenta- y está contada como tal: un narrador que duda -y ahí está Borges a pesar de robalibros arltiano-, un intento de moraleja y una banda sonora que transmite cierta épica, enrarecida por temas como “Miss Lilly Higgins Sings Shimmy in Mississippi’s Spring”, de Les Luthiers, y una versión de “La montaña”, de Luis Alberto Spinetta, a la manera de chanson francesa, pero cantada en castellano por la francoparlante Nathalie Alonso Casale.
Volví a ver El acto en cuestión este martes en el Gaumont, casi veinte años después, y comprobé que las escenas que recordaba eran tal cual como las recordaba -inmejorables por la memoria- pero que también había muchos otros momentos que estaban ahí, en algún lado, semiolvidados pero no del todo idos: inflexiones de la voz portentosa de Roffe, las cadenas y el acento de Alonso Casale, la afirmación “Perón te hace ministro”.
Se pueden escribir mil notas sobre El acto en cuestión, hay mil formas de elogiarla, pero al final lo mejor que puedo decir de ella es que la ví una vez sola hace veinte años y no me la olvidé nunca más.