El goce de la creación irresponsable
Fausto y el tango, Arlt y el expresionismo alemán, farsa y tragedia del macho argentino, audacia creativa y puesta en abismo son algunos de los muchos elementos que se confabulan en este film tan crucial como maldito del cine nacional.
Como ese chico rumano (o búlgaro, según la escena en la que se lo aluda) al que el héroe de El acto en cuestión hace desaparecer por un tiempo antes de poder devolverlo a esta dimensión, la película más mítica de Alejandro Agresti se estrena en Argentina veintidós años después de terminada, tras haber atravesado una serie de enredos legales, de derechos y hasta de laboratorio, que la tuvieron todo este tiempo desaparecida de hecho. Escrita y dirigida por Agresti en radiante blanco y negro, desde ya que El acto en cuestión no deja de aludir a otras formas de desaparición, más concretas y siniestras, que la historia argentina conoció. Pero parece hacerlo un poco porque hay que hacerlo, para cumplir con el tema y pasar a otra cosa: no es esa la metáfora central de la fábula que narra. La película que el realizador de Buenos Aires Viceversa rodó por Europa, antes de regresar al país y volver a irse luego, reescribe uno de los mitos centrales de la porteñidad: el del pobre diablo que “la pega” con un invento y “se salva”, vendiendo en el camino su alma al diablo. Fausto y el tango, Arlt y el expresionismo alemán, farsa y tragedia del macho argentino, audacia creativa y puesta en abismo.“Hay tres clases de minas”, se dice a sí mismo Miguel Quiroga (el malogrado Carlos Roffé, en el papel de su vida), en el pico de su delirio misógino. “La que te cagó, la que te va a cagar y la que está con vos porque no te pudo cagar.” Suerte de biopic imaginaria que transcurre en un espacio y tiempos dotados de cierta cualidad sincrética, El acto en cuestión narra el pasaje del héroe, de la condición de vagoneta (auto)ilustrado a la de alta celebridad internacional. La parábola que describe El acto en cuestión se parece a tantas del tango, pero con el género invertido. No es la milonguita sino el varón el que traiciona sus orígenes. Bibliófilo capaz de reconocer el año de edición de un libro por el olor, ladrón de libros que todos los días se afana uno distinto (pero sólo de librerías de viejo; el hombre tiene su ética), un día, como si el destino o el azar hubieran puesto un ojo en él, el ya bastante veterano Miguel da con un libro de magia que le cambia la vida, gracias a una disparatada técnica de desaparición que da resultado.De allí en más, el hombre dejará a la naifa (Mirtha Busnelli) y el ispa y se consagrará en Europa, volviendo millonario y loco a la Buenos Aires querida. El tipo nunca deja de ser un chanta. Ni cuando vive de arriba mientras la mujer trabaja (de vendedora de Gath & Chaves, como las chicas de Mujeres que trabajan, de Manuel Romero) ni cuando hace pasar por propio el secreto del desconocido librito. El que cambia es el punto de vista. Durante buena parte del metraje (más de la mitad), el film parece tan ilusionado como él con la invención, que Agresti aplica a las formas visuales y la puesta en escena, dejándose llevar por el goce de la creación irresponsable. En el último tercio, y sobre todo a partir del momento en que Miguel conoce en París a la francesita de rigor, la película pasa a adoptar el punto de vista de este personaje. Así lo hace manifiesto la escena en que ella resulta ser la única en advertir que la presunta desaparición de la Torre Eiffel, consagración definitiva de Quiroga.“París, la ciudad donde todo argentino quiere triunfar y yo lo logré”, anuncia Miguel, dando inicio a su fase megalómana. De allí hasta el final, la farsa se pone cada vez más oscura, con el chanta otrora simpático deviniendo monstruo paranoico y misógino. El monstruo argentino. La de Agresti, sobre todo en los dos primeros tercios de película, es una creatividad insolente, que sorprende por su falta de límites y a veces deslumbra más de lo que aporta. Con una notable fotografía de Néstor Sanz (el mismo de El amor es una mujer gorda) y música orquestal del nipón To-shio Nakagawa, el opus 8 de Agresti cuenta con un narrador que, poniendo en abismo la figura del director cinematográfico, vive entre muñecas y maquetas (Lorenzo Quinteros).Esa voluntad metalingüística da por resultado el recurso de puesta en escena más famoso y virtuosístico de la película: la exhibición del decorado que representa una pensión de varios pisos donde viven el protagonista y su jermu, a la manera de lo que antes habían hecho Buster Keaton en El cameraman y Jerry Lewis en El terror de las chicas. ¿Reflexión sobre la figura del creador y la criatura? No está muy claro: en el cine Agresti, la efusión inventiva siempre va de la mano con la disciplina creativa. Vista hoy, El acto en cuestión resulta la última película argentina en la que se habla “en porteño”. En un porteño histórico, lunfa, tal vez arcaico pero todavía sabroso y expresivo.Es que, a diferencia del cine posterior (recuérdese que El acto en cuestión es pre-Nuevo Cine Argentino), Agresti, nacido en un barrio-barrio en 1961, no le temía al costumbrismo. En él no se hundía sino que lo recreaba, haciéndolo chocar contra una modernidad cinematográfica que la autorreferencialidad evidencia. Es un objeto complejo El acto en cuestión, que de a ratos da la sensación de ser menos de lo que parece y sin embargo, tal como confirma su revisión dos décadas más tarde, siempre da la sensación de tener alguna carta nueva para jugar.