Esa alegre Guerra Fría
Hace poco, ante el estreno de la última entrega de “Misión: Imposible”, reflexionábamos sobre el regreso por todo lo alto del cine de espías, en el difuso contexto del mundo multipolar en el que nos movemos (sería largo ingresar acá en el debate entre los que sostienen la concepción de “imperio global” con Estados Unidos como gendarme, postulada por Toni Negri, y quienes sostienen que la nueva geopolítica, con el alzamiento de una Rusia renacida, desafían esa visión).
En ese contexto, vemos cómo en varias de las franquicias (James Bond, la citada “Misión: Imposible”) aparecen corporaciones o grupos privados con agendas autónomas como rivales para los espías que siguen al servicio de los viejos Estados nacionales (ésa es otra particularidad de nuestro tiempo: después de siglos de ser el “Cuco”, el Estado nacional pasó a ser el amigo que abaraja la vajilla que va tirando el gran elefante en el bazar: el capitalismo posfordista).
Pero de igual manera que ningún conflicto bélico posterior ofreció las posibilidades narrativas que ofreció la II Guerra Mundial (desde los más diversos puntos de vista), el espionaje actual no tiene el glamour que tenía en los tiempos de la Guerra Fría: caballeros aventureros que a veces se olvidaban que estaban representando a las formas de vida y de organización social más contrapuestas del mundo, y que supieron mantener canales de contacto y agentes múltiples. Tal vez por eso, Guy Ritchie eligió, a diferencia de la actualizada saga con la música de Lalo Schiffrin, retomar a los personajes originales de la franquicia televisiva original de “El agente de Cipol” (“The Man from Uncle” en el original, que tiene más gracia porque significa “tío”), en el apogeo de la Cortina de Hierro, pero sumando terceros actores en discordia, viejos y nuevos.
Unir fuerzas
Como en otras cintas del ramo, el ex marido de Madonna (el mismo que relanzó a Sherlock Holmes como un vivo bárbaro en la piel de Robert Downey Jr., al tiempo que lo recuperó como opiómano) nos sopapea de entrada con una escena de extracción, en una lograda reconstrucción de la Berlín dividida de principios de los '60. El estadounidense Napoleón Solo debe extraer hacia Berlín occidental a Gabriella Teller, la hija de un ex científico del Reich que vivía en el “mundo libre” y ha desaparecido. El escape desde el rojo imperio de la Stasi viene bien hasta que se mete un ruso loco y físicamente imbatible, Illya Kuryakin (su nombre recortado fue usado como estandarte por dos juveniles raperos argentinos a principio de los '90, hoy músicos afianzados).
Terminada la persecución, Solo está contento hasta que su jefe lo reúne con Kuryakin, que viene de la mano del suyo: CIA y KGB han decidido unir fuerzas para detener a los Vinciguerra, ricos empresarios navieros herederos de un viejo fascista, vinculados con los viejos nazis en las sombras. O sea: una corporación que va por su cuenta (fuera del libreto del occidente capitalista) de la mano del único enemigo que unió a soviéticos y americanos.
Solo es repentista, mujeriego, bon vivant y encantador, y le debe años de servicio a la CIA por algunas picardías que se mandó en el mercado de obras de arte; Kuryakin es metódico, irascible e infatigable, y está pagando la caída en desgracia de su padre por corrupción. Gabriella termina siendo un poco el lubricante de sus personalidades, aunque esconde sus propios secretos. Y otro tanto el flemático comandante Alexander Waverly de la Inteligencia Naval británica, que viene a traerles algunas sorpresas.
Ritchie elige un tono de aventura dinámica, con toques de comedia, con los que hizo andar a Sherlock Holmes. Pero agrega con maestría los registros de época: desde la Berlín partida a la Italia de los playboys y las carreras, el uso de la música original de la serie (compuesta por Jerry Goldsmith, parte de la misma generación de las obras cumbres de Schiffrin) y de canciones de artistas como Rita Pavone: la escena de Solo en el camión, viendo las desventuras de Kuryakin con el único sonido de la canción, es de antología (varias veces se juega con el tema de la interrupción sonora).
Otro tanto se puede decir en cuanto al montaje visual, que recurre a la pantalla dividida, dándole un toque clásico a un recurso que explotó con la serie “24”.
Hay equipo
En lo que respecta a los actores, Henry Cavill (el último Superman) la tiene fácil como el fachero y siempre pícaro Solo, o al menos parece que se debe haber divertido un montón. Armie Hammer (el más reciente Llanero Solitario) logra escaparle a la macchietta con su Kuryakin, siempre al borde de la explosión. Y la Gabriella de la ascendente sueca Alicia Vikander (un cuarto finesa, parte de su rara etnicidad) seduce a personajes y espectadores con su menuda y exótica belleza, además de tener momentos logrados (cuando baila borracha, mientras Ritchie juega con el fuera de foco, y después de eso).
Por lo demás, los que suman son un Hugh Grant muy clásico de sí mismo, para componer a Waverly (que promete más participación); Elizabeth Debicki como Victoria Vinciguerra, una italiana elegante, altísima y exagerada un poco a lo Donatella Versace; y Sylvester Groth como el tío Rudi, un modesto y discreto torturador nazi.
El final es de ésos en los que el team up se convierte en team a secas, prometiendo más aventuras. Larga vida para la Comisión Internacional Para la Observancia de la Ley.