Esta comedia liviana de espías, basada en la vieja serie de mediados de la década del ‘60, con dos o tres secuencias elegantes, interpretaciones eficientes y personajes simpáticos, en el mejor de los casos puede llegar a incitar algún interés sobre la Guerra Fría para la audiencia a la que está dirigida y evitará probablemente el bostezo generalizado, incluso cuando el característico ritmo frenético del montaje de los films de Guy Ritchie no siempre se sostenga. Henry Cavill como Napoleón Solo parece sentirse más a gusto que en su famoso papel de extraterrestre devenido en superhéroe equívocamente nietzscheano; Armie Hammer, como el agente ruso Ilya Kurikyn, también parece sentirse aliviado de tener que usar antifaz y estar siempre acompañado de un comanche, como en su último film, inspirado en una serie de televisión pretérita (el placer con el que compone al obsesivo y trastornado agente de la KGB es ostensible y el mejor gag corre por su cuenta). La inclinación cínica y a veces sádica de Ritchie está aquí ausente, de lo que se predica una inesperada amabilidad en el trato para con todos los personajes, incluso si uno de estos es un médico nazi, que si bien recibirá su merecido experimentando su propia medicina, la forma elegida para hacerlo coincide con uno de los grandes pasajes humorísticos del film. El argumento es tan esquemático como la geopolítica que sirve de contexto: un agente de la CIA con dotes de ladrón y otro agente de la KGB que luce como un fisicoculturista deben dejar de lado (no del todo) el enfrentamiento permanente entre los dos bloques que dividen el mundo y luchar contra una organización terrorista vinculada con viejos nazis que pueden contar con armamento nuclear. Es 1963. Poco importan los resultados y las resoluciones, pues aquí –un poco como sucede con la reciente y extraordinaria Misión imposible– a Ritchie le interesan las coreografías de las escenas de acción, la comicidad y la camaradería. Es por eso que la mejor escena del film tiene lugar en medio de una ridícula persecución de lanchas en la que esos tres elementos están perfectamente combinados, acaso un pasaje en el que todo está bien: el tiempo de la escena, la música elegida para hacer sentir su duración y el secreto sentido emocional con el que culmina.