Grupo de familia con ecos viscontianos
Hay ecos deliberadamente viscontianos en El amante, un film dirigido por el siciliano Luca Guadagnino a partir de un proyecto desarrollado por la actriz británica Tilda Swinton. Esos ecos pueden sonar hoy –cuando el cine italiano no podría estar más lejos del legado del autor de El gatopardo– como un gesto anacrónico, pero quizá deban ser entendidos como un desafío, como el intento de regresar a un tipo de cine capaz de expresar una densidad dramática que se creía perdida, donde una saga familiar pueda dar cuenta no sólo de sus conflictos internos, sino también de sus articulaciones sociales y políticas.
Ambientada en la alta burguesía de Milán, El amante se inicia con una prolongada cena en familia, donde el viejo patriarca, Edoardo Recchi (Gabriele Ferzetti, el recordado Sandro de La aventura, de Antonioni), sabiendo que le queda poco de vida, reúne a todos sus herederos no sólo para festejar su cumpleaños, sino también para nombrar a aquellos que serán sus sucesores al frente de la empresa familiar, un imperio textil nacido en tiempos del Duce. La elegantísima casona de los Recchi, típica del racionalismo de los años ’30, expresa por sí sola el momento de despegue económico de esa familia, que según confiesa uno de sus miembros no dudó en aprovechar la mano de obra esclava en tiempos del fascismo. Las nutridas bibliotecas y las pesadas cortinas, sin embargo, parecen apagar el ruido de esas palabras.
Sumergida en ese mundo oscuro y silencioso, está Emma (Swinton), la esposa de Tancredi, el primogénito del pater familias y heredero natural del imperio Recchi. Pero Tancredi –su nombre evoca el del personaje de Alain Delon en Il Gattopardo– se entera en esa cena de que deberá compartir la conducción de la empresa con su propio hijo Edoardo, el preferido de Emma. Allí se percibe ya una fractura, que no será la única de esa poderosísima familia, donde alguna crítica italiana creyó ver la sombra de los famosos Agnelli, una histórica familia del capitalismo italiano, fundadora de la Fiat.
Las grietas aparecen también cuando Emma, una exiliada rusa que todavía lleva a su Madre Patria en el alma, descubre en sí misma una pasión que creía dormida, como su homónima de Madame Bovary. En un momento crítico de su vida, se enamora de un joven chef amigo de su hijo, que le permite redescubrir no sólo su sexualidad, sino también placeres tan simples como olvidados: el olor de las lavandas silvestres en la ladera de una montaña o el calor del sol sobre su piel desnuda, que contrasta con la ominosa, gélida penumbra que predomina en la casona de su marido.
Como en una ópera, la fuerza del destino, sin embargo, no tardará en golpear a la puerta de los Recchi. La tragedia se desata en la familia y precipita una nueva Caída de los dioses. Si en el film de Luchino Visconti los aristocráticos Essenbeck perdían el control de su empresa familiar cuando se dejaban enredar en la telaraña nazi, aquí los Recchi comienzan su declive en el momento en el que sucumben a la tentación de multiplicar su riqueza, fusionándose con el gran capital internacional, que sólo aspira a quedarse con el prestigio de su marca.
A la manera de un régisseur de ópera, el director Guadagnino va disponiendo de sus personajes en composiciones muy cuidadas, como si dispusiera de figuras sobre un gran escenario. Prefiere los planos generales a los primeros planos y eso no sólo aparta al film de la estética televisiva al uso, sino también le da un efecto de grandeza que su tema necesita. Pero así como consigue momentos de rara intensidad, en otros su formalismo puede llegar a resultar irritante o excesivo. La enfática música de John Adams también se ocupa de cargar demasiado las tintas. Por el contrario, la majestuosidad de Tilda Swinton, con su rostro de alabastro, es capaz de dotar al film de una fuerza y una dimensión que de otra manera no alcanzaría.