El amarillo, debe juzgarse como un ejercicio a propósito de la siesta entrerriana, una carta de presentación algo fallida de un cineasta que, no obstante demuestra, por un lado, una interesante elaboración estética en función de un eje dramático, pero por el otro lado tiene una resolución no demasiado feliz.
Se trata de una muy pequeña historia de pasiones entre Amanda (una destacable Gabriela Moyano), una mujer que canta con profunda melancolía en un burdel y un no menos enigmático forastero que intentará conocerla. Lo que ocurre es que el relato se extiende sin necesidad (quizá se hubiera ajustado mejor al formato de corto), deviene reiterativo y termina siendo víctima de ese exceso sumido en lo oscuro del entorno. Quizás el peor defecto sea entender como necesarias situaciones cuyo principal atractivo tiene que ver con una atmósfera que, hay que reconocerlo, es hipnótica. A pesar de esta suma de debilidades, la ópera prima de Mazza tuvo un largo recorrido festivalero (la semana de la crítica en Venecia, el festival de Locarno; el del Bafici, donde recibió una mención especial del jurado a la actuación y un merecido premio a la música, y Mar del Plata), que facilitó a su autor la realización casi de inmediato de un segundo largometraje.