A partir de la historia de un escritor y periodista napolitano, inmerso en el seno de la frivolidad y la corrupción, el cineasta Paolo Sorrentino propone en “La grande bellezza”, una mirada cínica y poética a la vez de la sociedad italiana. La película empieza con cantos gregorianos y un cañonazo, en pleno amanecer romano, donde se ve a un ciruja durmiendo en una plaza, a un hombre que lava su rostro en una fuente y a una mujer tatuada que se prepara a bailar una versión remixada de “Far l`amore”, de Bob Sinclair y Rafaella Carra. Sorrentino y el coguionista Umberto Contarello inventan un alter ego llamado Jep, de larga experiencia, que llegó a los veintipico a Roma, que pasó los 60 y tiene la cualidad de poder meterse en cualquier lugar y ver más allá de lo aparente. Sin embargo, para Jep Gambardella, esa particular manera de ver el mundo le da tanta satisfacción como dolor: por un lado el placer de poder observarlo todo como un gran cuadro, una especie de puesta en escena a lo Brueghel en la que se tejen negocios, romances, y se mueven los hilos del poder, manejados por gente desesperada. Ricos de la noche a la mañana, políticos, mujeres de la alta sociedad, criminales, ladrones de guante blanco, periodistas, personajes de la farándula, vedettongas, prelados, intelectuales, de los verdaderos y los falsos, el vasto universo de una sociedad que se autoproclama moderna. Desesperanzado, Sorrentino muestra a Roma desde los ojos de un napolitano que la viene observando embelesado hace rato, finalmente convertida en un “un bonito cadáver”, una vieja y hermosa ciudad de perdedores que se creen ganadores, porque al fin y al cabo, como anticipa Discépolo en “Cambalache”, todos finalmente “allá e el horno nos vamo a encontrar”.
Una de fantasmas y de cámaras digitales sin ninguna sorpresa La película japonesa insiste en el sobrevaluado esquema de hacer una película de bajo costo, con solamente dos actores dentro de una casa de dos pisos, y aprovechando que todo lo que se ve es registrado con una o dos cámaras digitales, con ínfima luminosidad. Aquí, la joven Haruka llega a Tokio desde los Estados Unidos con ambas piernas enyesadas tras un accidente automovilístico. La reciben su padre y su joven hermano Koichi, que acaba de comprar una cámara. Apenas el padre se va de viaje de negocios comienzan los problemas. Una noche en su dormitorio su silla de ruedas cambia de lugar. Como Koichi sospecha de alguna intervención "fantasmal", pone la cámara en el lugar y registra los movimientos nocturnos. Durante hora y media vemos gritar a Haruka y correr a Koichi, mientras estallan vasos y se dan algunos forcejeos con un demonio invisible. Fin. Esa es toda la trama, un desenlace previsible que no sería correcto develar en este comentario. Es curioso el uso del "0" para el título local de este film, que en realidad lleva el "2", y en verdad no es una cosa ni la otra sino una copia del original de Oren Peli (un cartel inicial reconoce la inspiración), del que en pocos días se estrenará aquí el tercer episodio. Lo que ocurre es que ni aquellos dos productos de manufactura norteamericana ni éste con sello japonés se sostienen porque sus cimientos son muy débiles y a esta altura su estética, muy trillada. Hay mejores cosas para hacer en hora y media.
Una acertada mirada al paisaje urbano y a sus entrañables personajes solitarios Gustavo Taretto sabe de arquitectura, y se nota. No es arquitecto, pero diseña sus obras para que funcionen al servicio no sólo de las historias sino también de los personajes que las construyen, y el resultado es sorprendente. Lo viene haciendo desde hace rato, con cortos como Las insoladas , Cie n pesos, Hoy no estoy, el excepcional Una vez más (del grupo 25 Miradas/200 Años, dedicado al Bicentenario) y Medianeras , el más premiado de todos ellos, que sirvió de primera versión de su ópera prima. Los personajes creados por Taretto son jóvenes de clase media, aburguesados a pesar de sus limitaciones (como él dice, de los que no necesitan levantarse a las cinco de la madrugada para ir a trabajar); son porteños y se mueven en un paisaje reconocible, a pesar de que el cineasta los encuadra sin caer en lugares comunes. Generan empatía más allá de su localismo y así, seguramente porque "pinta su aldea" desde una mirada que no es la habitual, y sin ser traicionada, esta misma historia podría tener como escenario cualquier otra ciudad como Buenos Aires. Martín y Mariana son tal para cual, pero no se conocen. Taretto transmite al espectador el deseo de que aparezca ese lugar que pueda reunirlos. Hay otras mujeres y otros hombres, pero no los conforman. Son, como Wally -el personaje delgado, con pulóver blanco con rayas rojas, anteojos y gorro de lana que hay que encontrar en los libros infantiles de Martin Handford-, difíciles de recortar en la gran multitud. Taretto explora las simetrías existentes entre Martín y Mariana, con la ciudad como una protagonista más. Ellos son interpretados a fondo por el debutante en cine Javier Drolas y la ya muy experimentada en su país -España- Pilar López de Ayala. De alguna forma también hace un proceso similar con las criaturas de Inés Efrón, Carla Peterson, Adrián Navarro y Rafael Ferro, todos alejados de sus composiciones habituales, y a través de los que genera subhistorias en las que ellos son protagonistas sin convertir el relato en un rutinario (entrelazado y previsible) retrato "coral". Incluso con los personajes que apenas asoman sus narices hacen lo suficiente para dejar su marca. Más acá de su exitosa trayectoria en cortos, Taretto se suma ahora al que parece ser un nuevo y sorpresivo capítulo de la historia del cine argentino de los últimos tiempos, una brisa necesaria, fresca y esperanzadora que, seguramente, será descubierta y agradecida por el público. Lo merece.
Un interesante film de Benjamin Heisenberg basado en la conocida fórmula del ladrón de bancos Viena sirve de escenografía real para una historia real (así anticipan los títulos), la de un corredor de maratones y ladrón, o un ladrón corredor de maratones, en ambos casos, un personaje al que las descargas naturales de adrenalina en cualquiera de sus dos actividades colocan muy arriba. Pero surge una pregunta inevitable: ¿hasta cuándo podrá seguir haciéndolo? Léase: ¿podrá tropezarse más de una vez con la misma piedra y salir indemne? El director austríaco Benjamin Heisenberg sabe cómo sacar partido de una historia verdadera para llevar adelante un ejercicio cinematográfico que sostiene la tensión de principio a fin, sin necesidad de echar mano a efectos especiales ni grandes despliegues. Todo lo contrario, su cámara se preocupa principalmente por seguir de cerca el personaje apodado por la prensa Pumpgun Ronnie, por su fusil y la careta de Ronald Reagan que lucía, tan bien interpretado por Andreas Lust. Nacido hace 36 años en Tubinga, Alemania, Heisenberg estudió en la Academia de Bellas Artes en Munich y en la Escuela de Cine de esa ciudad, fundó la revista de cine Revolver , que difundió en aquel país el Dogma 95, impulsado por Lars von Trier. Una década más tarde debutó en el largometraje con Dormido (2005) y cuatro años después con el film a propósito del auténtico Johann Rettenberger que recién ahora, y tras su aplaudido paso por el Festival de Berlín y el Bafici de 2010, llega a las salas locales. El relato insiste en un esquema básico que repite una y otra vez, el del hombre que con el rostro escondido asalta bancos con extrema precisión, carga el dinero en bolsa de residuos negra y sale corriendo. El travelling horizontal se convierte así en recurso permanente de Heisenberg, cada vez encarado de una manera tan diferente como efectiva, como si con la cámara estuviera tratando de cazar a un animal. Hay un curioso manejo de los tiempos, que si bien puede provenir del relato en que se basa ( best seller escrito por Martin Prinz colaborador en la adaptación), se enriquece con la aguda mirada del joven cineasta surgido de la conocida escuela de Berlín, acerca de este hombre que al filo de terminar su condena de seis años en prisión por robar armas, en libertad condicional, vuelve a su doble pasión y no teme terminar abatido por la policía. No sabemos cuánto hay de fantasía (seguramente mucha) o verdad en el relato, pero poco importa porque su simple efectividad lo convierte en un plato fuerte.
1944. En medio de una fiesta coqueta, el embajador norteamericano Spruille Braden le pide a uno de los invitados que le hable en español en lugar de balbucear en inglés. Las copas comienzan a moverse mientras lejos, en San Juan, la tierra se abre. Es sólo el principio de una historia de amor que deviene política. Es que como directora Paula de Luque se propone recrear la historia de amor nunca antes contada entre personajes como Juan Perón y Eva Duarte, conocidos por su presencia y trascendencia en la historia argentina del siglo XX. Y lo consigue. Muy inteligentemente, De Luque los aborda en un momento clave, aquel que comienza cuando cruzaron sus vidas y culmina el 17 de octubre de 1945, cuando cientos de miles de hombres y mujeres, en especial los de las clases marginadas de todo el país, lo impusieron como su líder. Lo poco de íntimo de aquel matrimonio, el de un militar viudo con una joven actriz en ascenso, de origen humilde, empezaba a ser invadido, cada vez más, por la tarea de gobernar un país rico y promisorio, pero con marcadas injusticias sociales. Para lograr su meta, De Luque pulió con prolijidad un guión que no esquiva la historia, pero sabe mover delicadamente la cámara hasta esa intimidad de la que poco se sabe. Si de tareas difíciles se trata, parece que De Luque está preparada para resolverlas. En su film no sólo trabaja la columna central de la historia y los diálogos -algunos muy precisos, agudos y polémicos, en oportuna versión libre, y en los íntimos, que sugieren más de lo que ponen en palabras- sino la de las imágenes, con una delicada concepción plástica. Es imposible pensar en dos actuaciones en extremo convincentes (no necesariamente calcos de los auténticos y protagonistas) de Osmar Núñez y Julieta Díaz sin el apoyo del entorno en sintonía. Es el caso de la impecable María Ucedo como Blanca Luz Brum, en su papel de secretaria ministerial, o el de Fernán Mirás, como el coronel aliado Eduardo Avalos, tan efectivo como el de Sergio Boris, el teniente coronel Domingo Mercante. Ninguno de estos personajes, al igual que el del embajador Braden (un medido Alfredo Casero), a quien recorta en su función como impulsor del frente opositor al movimiento naciente, opacan a los verdaderos protagonistas sino que los ayudan a imponerse. Lo mismo ocurre con la escenografía, el vestuario y la música, que consiguen lo que buscan, emocionar, sin excesos, como los personajes, sin repetir lo mil veces dicho ni rendirse a la tentación del discurso.
Andrea Yannino sigue los pasos de la flogger argentina más mediática Agustina Vivero, mejor conocida como Cumbio (por su amor por la cumbia), es una joven ahora de veinte años del barrio de San Cristóbal como cualquier otra, sólo que hace cuatro años tuvo la idea pionera de crear una comunidad de adolescentes como ella, angustiada por terminar con la soledad y el aislamiento que propone la vida a esa edad, a partir de un fotolog. De allí la definición de comunidad flogger, nacida en tiempos de las redes virtuales. El fenómeno, que tomó características de mediático hace tres años, cuando las reuniones cada vez más grandes del grupo en las escalinatas del acceso al Abasto por la calle Agüero iban convirtiéndose en multitudinarias, quedó reflejado en forma indirecta en este documental de Andrea Yannino que se propone observar al personaje más allá de su vida pública, que aparece justo en el momento de su acceso a los grandes medios, como The New York Times o El Paí s, de Madrid, que la entrevistaron. Cumbio llegó a tener espacios fijos en medios, notas de a montones en revistas juveniles, participación en ciclos televisivos hasta el cansancio y un libro, en un registro que mucho se parece al de un reality show. Cumbio definió un look físico, una forma de vestir, una serie de pautas a las que seguir, fue y todavía sigue siendo, aunque en menor intensidad, un nombre repetido y marca registrada de transgresión, hay que reconocerlo, bastante naíf y aun así muy criticada y hasta perseguida por miradas morales extremas (atormentadas por su bisexualidad), y las de otros grupos juveniles sesgadas por la intolerancia, tal el caso de algunos cumbieros y raperos. A la intimidad familiar su suman sus reuniones con su entorno, con compañeros de historias floggeras, que van armando un panorama más acabado de lo que se constituyó como un fenómeno social multitudinario. Yannino aporta una mirada objetiva, sin subrayados, en compleja tarea de encontrar a la persona detrás del personaje, y lo consigue. El tema interesa y su observación se ajusta a la meta buscada, con prolija espontaneidad y sin caer en demagogia alguna.
En La vitalidad de los afectos , el cineasta belga Felix Van Groeningen (cuya anterior Steve+Sky se conoció aquí en DVD) cuenta una historia marginal, y lo hace como si él mismo fuese parte de ese mundo, es decir, más o menos en primera persona. No sabemos a ciencia cierta si es así, si está de alguna forma poniendo un espejo delante de un universo que le es familiar, pero sí se puede afirmar que no sólo demuestra calidad narrativa, sino, además, una sinceridad que conmueve, como si fuese una confesión de partes. En verdad, Van Groeningen adapta la obra autobiográfica de Dimitri Verhulst contada por Gunther, un escritor cuarentón que recuerda el inicio de su adolescencia en una familia patética junto a su abuela, su padre y sus tíos, personajes lamentables, groseros y alcohólicos. La vida de estos seres discurre en una casa humilde, donde poco espacio le queda a este chico al que su entorno intenta hacer crecer de golpe, como si eso fuera posible cuando no existen reglas y las que sí aparecen no son precisamente muy pulidas. Se trata de gente bastante bruta que supera los límites permanentemente, que entre otros excesos organiza una bizarra competencia con ciclistas desnudos (un momento que parece homenajear al cine de Emir Kusturika). Y ocurre que la llegada de un control social cuestiona la tutela del chico a cargo de semejante padre, que se desmadra aún más, rompe su casa y termina también desahogándose a los golpes con el único ser querido cercano, al que nadie duda que ama. Van Groeningen se cuestiona, a través de su relato, cómo es posible el amor a pesar de todo, y convierte este interrogante en el gran tema que reaparece cuando aquel joven, ya adulto, es padre de un niño no deseado por él pero al que, a pesar de todo, ama también. La vitalidad de los afectos no cambiará seguramente la historia del cine, pero es un retrato sincero y hasta luminoso (y esperanzado) de un mundo más oscuro de lo que aparenta, y si consigue atrapar es por sus correctos encuadres, por su desenlace en el presente, pero en especial por la dirección de un elenco homogéneo en el que se destacan Kenneth Vanbaeden y Valentijn Dhaenens.
Alex de la Iglesia recurre a payasos y al exceso para reflexionar acerca de España y los españoles Si algo aprendió Alex de la Iglesia del maestro José Luis Berlanga es a hablar -en su mejor cine- de España y de los españoles a través de sus historias y personajes llevados a extremos asombrosos. La acción de Balada triste de trompeta se inicia en 1937 y culmina en 1973. Comienza en un convulsionado circo madrileño, con trapecistas y payasos, acorralados por republicanos exaltados y falangistas durísimos, inquisidores, dispuestos a todo con tal de tomar el poder, unos y otros despiadados. "Con esa ropa de payaso vas a acojonar a esos cabrones", dice el oficial republicano al payaso tonto (Santiago Segura) vestido con faldas de muñeca ridícula. Los títulos, que por su ritmo y gráfica contundente repasan buena parte de la historia peninsular, preceden a la metralla y los machetazos. Tras el triunfo franquista, aquel cómico es encerrado, pero por lo que le toca consigue dejar su legado de venganza en el recuerdo de Javier, su hijo. Todo este prólogo (una película en sí misma) anticipa la excelencia del conjunto. Así, 37 años después, aquel niño, ya adulto (Carlos Areces), sigue la tradición familiar pero algo cambia: no tiene gracia, y busca trabajo en un circo, estaba escrito, como payaso triste. Será el que reciba las bofetadas, las más dolorosas de Sergio Antonio de la Torre, el tonto, el que hace reír a los niños pero esconde una personalidad miserable y siniestra. "Si no fuera payaso sería un asesino", le confiesa. Pero lo que ocurre es que Javier es sensible, y eso enamora a la trapecista. En verdad, a la trapecista, que es un poco la síntesis de España, le gusta algo de uno y un poco o más del otro, ya sea por la ternura o por la violencia y la lujuria. Así, ambos enfrentados a muerte se convierten en monstruos que se desfiguran y llevan su duelo hasta la cruz del Valle de los Caídos, encima de los restos de un pasado que sangra todavía y donde todos pueden caer y morir, incluso la esbelta (y perversa) mujer. Es decir, España. El lenguaje del cineasta que debutó con Acción mutante se sostiene en el exceso y el vértigo. Todo en Balada triste de trompeta es excesivo (la violencia, la sangre, la humillación, la locura) y vertiginoso (las persecuciones, las huidas, los forcejeos). Cada personaje tiene su momento. El tonto cuando abusa de todos y el triste cuando deviene salvaje y finalmente esclavo doméstico de un militar franquista, y así convertido en animal se atreve a morder la mano del Generalísimo antes de alucinar con el patético lamento de Raphael en un cine de barrio. O la mujer, cuando hace fonomímica de "Corazón contento", el clásico de Palito Ortega, con la voz de Marisol. Todo sin respiro. Quentin Tarantino, Stanley Kubrick y Tim Burton se mezclan en la pantalla con el sello de Alex de la Iglesia y el resultado sacude, como pocas veces lo consigue el cine cuando habla de tantas cosas a la vez, con una estética en todo sentido desbordada. En la línea de los momentos culminantes de El día de la bestia y Crimen ferpecto, Balada triste... es, sin lugar a dudas, una de esas películas que no se olvidan fácilmente.
Dos actrices para una trama que importa más que el desenlace Es costumbre de Marcos Carnevale amar la trama más que el desenlace. Para quien hace algunos años sorprendió con la efectiva emoción de Elsa y Fred y más tarde con Anita , Viudas es un drama con algún necesario desahogo, que apuesta por mujeres tan humanas como diferentes, puestas a prueba frente a una circunstancia trascendente que terminará uniéndolas. Helena es una directora de cine documental, atada a la rutina y a una vida cómoda. Está casada con Augusto, un músico al que ama, pero vive su vida obsesionada con el trabajo, apoyada por una eficiente asistente y -a veces sí, a veces no- por su empleado doméstico, un gay algo paródico. Adela es mucho más joven, de hecho podría ser su hija, es algo desprolija, aparentemente estudia periodismo y conduce un boletín de tránsito. Cuando el marido se infarta, quien lo acompaña al hospital es Adela, su amante hace varios años. La sala de espera marca un encuentro clave, para una, insospechado; para la otra, indeseado. Créase o no, segundos antes de expirar, Augusto le pide a Elena que cuide a Adela. Cuando el departamentito en que vive la viuda más joven no tiene ya quien lo pague, le pedirá ayuda a la traicionada, quien accederá a albergarla en su casa. Cada una intenta superar el trance, pero es imposible si no se resuelve cómo seguir adelante asumiendo esa verdad sin remedio que el finado había decidido convertir en la razón de su vida. Buen punto de partida, y mejor propuesta de trama que Carnevale resuelve al promediar la proyección, que es más o menos el momento en el que ya están perfectamente delineadas estas personalidades. Si la trama es por lo visto más importante que el previsible desenlace, quizá falta aquí una situación sorpresa que pueda darle un giro a una trama y no deje con las ganas de más al espectador. Carnevale tiene un excelente ojo clínico para dar cuerpo a los personajes. Y como bonus incluye un tema cantado por Vicentico, que no es poco. El elenco -Graciela Borges y Valeria Bertuccelli, Rita Cortese y el efectivo Martín Bossi- es excepcional. Carnevale le saca partido en un ciento por ciento y esa capacidad compensa, al fin y al cabo, el pecado de la repetición, una buena prueba de que más allá de idas, venidas y algún desajuste, es un cineasta que sabe cómo pilotear y aterrizar como si nada, como estaba escrito, al filo de las lágrimas.
Andrés Di Tella recupera la figura y la obra de Claudio Caldini "Hoy adivino qué me pasa/por qué mi nombre no soy yo/por qué no tengo una casa/por qué estoy sólo y no soy./Porque hoy nací, hoy nací", dice el tema de Javier Martínez de tiempos de Manal, que se escucha en dos momentos clave de este documental de Andrés Di Tella que, como sus anteriores propuestas, supera el género. A cuatro décadas, parece escrito para Claudio Caldini, cineasta de vanguardia que con un grupo de amigos de entonces, entre ellos Omar Chabán, Narcisa Hirsch y Silvestre Byron, jugaron como Man Ray en la década del 20 a la experimentación, en tiempos en que el mundo, y en especial la Argentina, estaba por pegar un giro irremediablemente trágico que primero fue cultural y finalmente político. Caldini, con una cámara súper 8, intentó romper con un cine que a pesar de las viejas vanguardias seguía aferrado a estructuras previsibles. Caldini sorprendió. Su puñado de trabajos más o menos cortos podrían, si ahora él decidiera mostrarlos nuevamente, sacudir por amor o por espanto, igual que lo hicieron en su tiempo. Caldini tuvo un curioso derrotero. En aquellos tiempos violentos, y cuando un cineasta amigo fue una de las víctimas de la dictadura militar, lejos de cualquier postura contestataria, marchó al exilio con rumbo a la India ("Me sentía extranjero en mi propio país", reconoce) y tras un largo período en el que llegó a las convulsiones y al delirio, regresó con los bolsillos vacíos y sin contención alguna para convertirse en el casero de una finca en General Rodríguez y ofrecer talleres de creación a grupos de jóvenes. Con sus películas a cuestas, y un archivo donde guarda recortes de revistas, fotos y recuerdos, Caldini recorre el pasado guiado por Di Tella, que encuentra el lenguaje exacto para describir al cineasta experimental, al personaje y su curioso mundo como congelado en el tiempo. Magia, misterio, extrañeza y soledad se mezclan en esta reconstrucción episódica de un personaje con tantos enigmas como certezas. Para Caldini todo pasado es sueño, y como tal, por más real que haya sido vivido, uno puede olvidarlo con extrema facilidad. Para él ".cuando mejor filmo es cuando no pienso". Y volvió a hacerlo en esta oportunidad para tres proyectores sincronizados. Di Tella apenas deja entrever algunas pocas imágenes de las que Caldini atesora. Las protege igual que su entrevistado, en una serie de encuentros que parecen sesiones de análisis sin diván más que fragmentos de un documental. Di Tella intenta ponerse del lado de su interlocutor y hasta imita su inimitable forma de mostrar el mundo. El resultado es perturbador y despierta la necesidad de conocer la obra del personaje que el mismo Di Tella, además, intenta analizar en un libro que complementa al film. Caldini gira, como su cámara. La ata a una cuerda y mientras filma la revolea. "El verdadero Caldini no está", asegura Di Tella. El verdadero Caldini es aquel que quedó en el tiempo, en esa memoria difusa y traidora. "Vivir como se filma, filmar como se vive", concluye Di Tella. Eso es lo que muestra y dice, incluso con la pantalla a oscuras, con el rostro de Caldini apenas visible, o en silencio, y no es poco.