Una buena y una mala. En algún momento habrá que hacerle algo de justicia y reconocer, al final, algunos de los frutos de aquella despareja experiencia colectiva de hace unos años que fue el film A propósito de Buenos Aires y la capacidad de Rafael Filipelli como principal factotum de todo el asunto. A los nombres de Matías Piñeiro y de Manuel Ferrari que surgieron de allí, y de quienes se vieron en el 2009 Todos mienten y Como estar muerto/cómo estar muerto respectivamente, se suma ahora el del sorprendente Sergio Mazza, que oficiaba en aquella película de asistente de dirección y que ahora se estrena como director. Resulta que Mazza presenta en esta oportunidad no una sino dos películas en la misma semana: El amarillo (2006) y Gallero (2008). Es cierto que los designios de las distribuidoras han probado a esta altura con creces ser inescrutables, pero también que la desfachatada y caprichosa geometría de la distribución se muestra cada vez más regida por una lógica absurda, contraria al interés de casi todo el mundo. Lo notable es que el espectador curioso y ávido de novedades (a la nada reprochable falta de antecedentes del director se suma el hecho de que las películas fueron lanzadas prácticamente sin promoción de ningún tipo) puede, si tiene tiempo y ganas, pasarse una tarde sumergido en dos versiones del mundo de un mismo cineasta.
El amarillo resulta una verdadera curiosidad, una pequeña obra maestra secreta cuya modestia e invisible ambición corren parejas con su carácter auténticamente libre e iconoclasta. La acción transcurre en un piringundín de un pueblito de la provincia de Entre Ríos, al que en la primera escena vemos arribar a un hombre en un bello y largo plano nocturno que se encarga de establecer parte de la arrebatada poética de la película. Mientras la cámara lo sigue caminando por la oscuridad hacia una fuente de luz que refulge en medio de la noche, se oye de pronto una canción a guitarra y voz. La música funciona como acompañamiento de fondo de la marcha del hombre, hasta que en un violento primer plano vemos a la mujer que la está interpretando dentro del lugar al que el hombre se dirige: una cara enmarcada en luz roja, puro misterio, a la que el director no rehúsa acercar la lente hasta exhibir incluso los poros de su piel. En breves contraplanos, caras de hombres en la oscuridad del local que asisten impertérritos, mientras ella desgrana una canción tras otra como una letanía. Es que, sorprendentemente, El amarillo es eso, al final: una película con canciones en la que todo posible argumento se disuelve para dar paso a la inesperada vitalidad y frescura de la música. Por un momento, casi como si le pasara por la mente la idea de un western pero solo para dedicarse enseguida a pulverizar convenientemente su dramaturgia, Mazza sigue los intentos del recién llegado para hacerse valer en ese sitio olvidado, que no es tanto que lo rechace sino que olímpicamente lo ignora. Mientras, la película hace surgir una comicidad lunar derivada de la incongruencia entre la torpeza del hombre y el hosco recibimiento que se empeñan en dispensarle las mujeres del lugar. Sin embargo, igual que el espectador, el tipo se ha quedado extasiado con la cantante del prostíbulo desde la primera vez que la vio. Ella se le hace la difícil, hasta que de pronto deja escapar una sonrisa en medio de algo parecido a una charla. El hombre es un verdadero pelmazo y la mujer parece un hueso más que duro de roer. Con discreta amabilidad, el director dispone el remoto humor de la película en las escenas diurnas y reserva para la noche lo que en verdad importa en El amarillo: esa mujer y sus extraordinarias canciones, pero no solo ella. La cantante, compositora y actriz (a quien no conocía hasta ahora) se llama Gabriela Moyano y descuella por partida triple y se convierte en el motivo central de la película. Además, como generoso bonus, la película exhibe la genuina destreza para el canto de varios lugareños en un largo pasaje bañado por una desusada autenticidad y una emoción realmente inesperada y original. Como en un poderoso acto de fe, la película de Mazza convierte la inasibilidad terminal de sus escenas en estilo, a fuerza de insistir en el conmovedor y misterioso balbuceo de sus planos y en el modo en el que se las arreglan para fluir grácilmente alrededor de la música.
Y ahora vamos a la oración con la que comienza esta nota. Es muy curioso el caso de este director. Si en El amarillo destacan la belleza y la gracia, su siguiente película, por el contrario, resulta inesperadamente insípida y afectada. Ambientada en un pueblito perdido (una especialidad del autor), pero esta vez ubicado en Catamarca, Gallero empieza también con la llegada de un hombre, un experto en gallos de riña al que alude el título. Al poco tiempo conoce a una mujer mayor a la que hace algunos arreglitos en la casa. La relación que se establece a partir de allí entre los dos se basa en un mutismo casi absoluto que de a poco va cediendo el paso a breves, casi imperceptibles muestras de afecto. De manera inopinada, cada tanto el director hace irrumpir en la acción unos planos de un onirismo de entrecasa (muy feos, por cierto), con los que el trato entre el hombre y la mujer parece adquirir una consistencia vagamente simbólica, como si se hubiera decidido a suplantar las frágiles, inextricables imágenes de El amarillo por otras en las que el cine se confunde con la automática ilustración de una idea literaria. Cuando el espectador ve la torpe escena de sexo que protagonizan el hombre y la anciana se le prende la lamparita y se acuerda de Japón, la película del mexicano Reygadas, que comparte con Gallero su impostada solemnidad, su paisajística indie qualité y sus efusiones pseudorreligiosas dispuestas a la disparada y con el mayor grado de gravedad imaginable. Un par de escenas con gallos dándose picotazos aportan por su parte la cuota de crueldad pintoresca que no desentonaría tampoco en una película de Reygadas. No sé qué esperar de una nueva película de Mazza. Está claro que el hombre no es un cineasta que admita pronósticos fáciles, aunque en verdad no resulta muy alentador el hecho de que de sus dos películas la mala sea la segunda. Si El amarillo fue un feliz accidente no lo sabemos todavía, habrá que ver. Gallero, en cambio, parece seguro el fruto del cálculo y de la astucia, cualidades que no son muy recomendables para el cine, me parece.