Un porteño que mira hacia el interior
Rodada una en Entre Ríos y la otra en Catamarca, El amarillo, de factura muy casera, es oscura, primaria y rústica, mientras que Gallero, el opus 2 de Mazza, ofrece un excesivo pulido técnico y fotográfico que no necesariamente la beneficia.
¿Quién es Sergio Mazza? El estreno conjunto de El amarillo y Gallero permite empezar a contestar una pregunta que en los últimos años circuló en ámbitos muy reducidos. El de los festivales, concretamente. Opera prima de Mazza, El amarillo resultó, tres años atrás, uno de los descubrimientos de la 21ª edición del Festival de Mar del Plata. De allí pasó al Bafici y llegó más tarde a Venecia, Viena y Locarno. Fue nuevamente en Mar del Plata, a fines del año pasado, donde Mazza (recibido en la carrera de Diseño de Imagen y Sonido y con formación en Artes Plásticas) presentó su opus 2, Gallero. Es una muy buena iniciativa, por parte del Malba y Arte Cinema, estrenar ambas películas en forma coordinada, ya que ello permite hacer foco en lo que constituye, hasta la fecha, la obra “completa” de un cineasta en pleno desarrollo.
Siendo Mazza porteño, su cine se localiza, hasta ahora al menos, en el interior. El pueblito de La Paz, Entre Ríos, en el caso de El amarillo, y varias localidades catamarqueñas, en el de Gallero. Ambas se inscriben resueltamente en lo que podría denominarse “minimalismo rural”. De factura netamente casera, El amarillo es oscura, primaria y rústica, mientras que Gallero ofrece un pulido técnico y fotográfico que no necesariamente la beneficia. En ambas hay, antes que historias propiamente dichas, embriones de historias posibles o tal vez ni siquiera eso. Hay el encuentro entre un hombre y una mujer. Encuentro que en El amarillo aparece marcado por una tensión sexual que la atraviesa de punta a punta y que en Gallero adquiere el carácter de una lenta e indefectible inminencia.
La tensión de El amarillo –que no es sólo sexual, sino también cinematográfica– reconoce una fuente notoria, que lleva el nombre y apellido de Gabriela Moyano. Actriz, cantante, compositora y letrista, esta huesuda morocha constituye uno de los grandes hallazgos no sólo de Mazza, sino del reciente cine argentino en su conjunto. Dueña de una sexualidad hipnótica pero desganada, de un timbre cavernoso y de un hablar raspado, Moyano –ganadora de una Mención Especial en el 8º Bafici– parece, en El amarillo, una femme fatale de cine negro de los ’40, extraviada en un bolichón rasposo del Litoral. Le basta sacarse un zapato, perezosamente, al costado de un plano general, en medio de una cocinita de tres por cuatro, para que la mirada del espectador se clave, a la distancia, en su pie izquierdo. Ni qué decir de cuando agarra la guitarra y, sentada sobre un tablón, con un montón de botellas de gaseosa tamaño familiar por único atrezzo, frasea unas milongas tristonas y unos boleros melanco, cuyas herméticas letras parecen como de otro planeta.
De otro planeta es también la tensión que esa presencia genera, en un entorno que, de no ser por ella, sería rotundamente mustio. La cámara, como contagiada de la pereza siestera del lugar, toma ese entorno tal como es, sin hacerse preguntas. De los personajes se sabe poco, casi nada. Del forastero, que viene “de Olivos” y llegó allí en bote. De Amanda, que está ahí desde hace unos meses. De “El Amarillo” (nombre del boliche), que en él, por las noches, los parroquianos bailan chamamés con las chicas. O contratan, si prefieren, “servicio completo”. “¿Tené un cigarrillo, vó?”, pide Amanda, como los presos de la cárcel. “¿Va’ queré algo má, vó?”, pregunta después. Mazza no filma el paisaje: lo da por supuesto. No sucede lo mismo en Gallero. Filmada en un digital de alta definición sumamente pulido, en Gallero se siente la mirada del forastero, no ajena a cierta voluntad de embellecimiento. Una voluntad que choca con la aridez del paisaje y de la gente.
El del título es Mario, trabajador golondrina parco y solitario, dedicado casi exclusivamente a sus gallos de riña. Julia le lleva unos treinta años, alguna vez perdió a toda su familia en un accidente y tampoco es de hablarse todo. La cámara observa a distancia un acercamiento que de tan lento se hace casi imperceptible, acoplándose a esos tiempos. Circunstancialmente Mazza da entrada, mediante inserts, a breves –tal vez inadecuados– sueños y fantasías de los personajes, así como a ciertas fotos posadas que recuerdan el pop pobre del fotógrafo Marcos López. Un colega definió a Gallero como un posible cruce entre El romance del Aniceto y la Francisca y Japón (por la relación, eventualmente sexual, entre el cuarentón y la septuagenaria) y está claro que dio en el clavo. No sólo por la justeza de las referencias, sino por el propio hecho de que la segunda película de Mazza parecería recorrer caminos cinematográficos menos singulares que la primera.