Reflexiones y un aire a cine yanqui
El amor dura tres años, ópera primera de Frédéric Beigbeder basada en su novela homónima pareciera una máxima al estilo Sebastián De Caro, pero en realidad es una comedia francesa que a pesar de querer tomar vuelo propio con algunos recursos ingeniosos no puede escapar del espejo de la trillada comedia romántica norteamericana.
No necesariamente eso es malo para un espectador habituado pero sí le quita sustancia y sorpresa a un relato anclado en lo literario que encuentra el cine como pretexto de comunicación más que como puente artístico en sí.
Si en una película el texto supera a sus personajes hay algo que no funciona y esa es la sensación que termina produciendo este coqueteo constante por el lugar común que se apoya en las idas y venidas de la pareja protagónica, él crítico literario con aspiraciones a escritor y divorciado que vuelve a apostar al amor tras conocer a la esposa de su primo. El, cínico al comienzo y dolido con la experiencia como marca indeleble y ella que representa a la mujer para enamorarse a primera vista no sólo por lo prohibido sino por esa irresponsabilidad y sentido de la libertad a flor de piel.
El contexto de esta historia se arraiga en lo contemporáneo y apela a los clichés de la informática y las nuevas comunicaciones amorosas desde la impronta de la fugacidad y de ese estado virtual que a veces cobra más realidad que la vida misma.
A pesar de depositar en un personaje una solapada crítica a los histéricos estereotipos del cine yanqui simplemente subrayando la extravagancia de una francesa hablando el inglés cuando los franceses defienden a rajatabla su propia lengua le suma un puntito a la obviedad de las situaciones que marcan la dialéctica del encuentro y desencuentro.
Por momentos el humor aparece y está bien logrado gracias a la sobria actuación de Gaspard Proust que se complementa y consigue la química con Louise Bourgoin, de una fotogenia inapelable.
El amor dura tres años no supera el pasatismo de su propuesta pero entretiene lo suficiente por su frescura que sabe dosificar las reflexiones más profundas con las banalidades sin forzar situaciones, aunque su perfume huele a cine yanqui.