Madurez es la palabra que define a la ópera prima del productor Juan Vera. No porque los protagonistas sean una pareja “madura”, o no solamente. El pensamiento cinematográfico del director es maduro y dota al filme de una serenidad bien conectada con esa supuesta crisis matrimonial: escenas parsimoniosas, montaje prudente, elipsis naturales, diseño sonoro girando en torno a la voz humana, actuaciones comprometidas.
El amor menos pensado podría haber sido una película muy distinta a la que decidió ser. Un matrimonio con 25 años decide separarse cuando su único hijo se va a estudiar al extranjero. No hay infidelidad ni nada extravagante: simplemente se separan y retoman el vértigo de la soltería. Aquí están dados los ingredientes para una comedia costumbrista, y pese a que al filme le brotan algunos gags, su perfume es existencialista, cercano al cine de Linklater.
Vera no le teme al reposo ni a la puesta en escena ordinaria: los diálogos avanzan con un realismo conmovedor valiéndose de un lenguaje básico: elocuente plano establecimiento con sistemáticos primero planos. Hay que entender el momento de cada plano, y si algo domina notablemente Vera es la temporalidad, tanto física (el instante de la imagen) como metafísica (el orden de la emoción).
La construcción psicológica será paulatina, hecha con detalles y no con mañas de manual freudiano. Quizás por eso sorprenda que Vera caiga en la tentación de insertar una que otra escena rimbombante, pero la humanidad de la pareja acaba siendo tan contundente que barre las imperfecciones del relato.
Estamos ante una obra atípica, capaz de reformular sus preguntas sin encontrar una respuesta de clausura: ¿por qué separarse?, se cuestionan. Si no lo saben es porque el problema jamás estuvo en ellos, sino en la institución familiar y en esa tiranía del amor hasta que la muerte los separe.