IRREVERENCIA ANGELICAL
La habitación del hotel no es más que un lugar de tránsito: una cama para los dos, pocos muebles, paredes descubiertas, luz tenue y el refugio idóneo para el dinero y los objetos de valor acumulados. Tras un importante robo, Ramón sale de la ducha y se recuesta relajado. Carlitos observa el cuerpo inmóvil aún cubierto por las gotitas y le abre la toalla revelando su desnudez. Luego, agarra algunas de las joyas, cubre la zona genital y contempla la obra. Si bien la escena condensa la tensión sexual latente entre ellos, también permite inferir cierta conversión del lazo. Ya no se trata de dos delincuentes envueltos en la adrenalina momentánea, sino del artista y su musa. Mientras el adolescente representa al genio creador, impredecible, con ideas revolucionarias, el compañero funciona como discípulo –aunque ni él ni su familia lo vean de ese modo– y como lienzo. Por consiguiente, quitarle la toalla y volver a ocultar las partes íntimas poco tiene que ver con un goce corpóreo, sino con un gesto artístico, un coqueteo entre sentirse vivo y exhibir la banalidad de los elementos.
Pero, ¿qué se esconde detrás de esa imagen? Ésta fue la pregunta disparadora de los productores y de Luis Ortega para focalizarse en la idea de un niño criminal que vive en una suerte de ilusión, sin consciencia de muerte y asesina sin inmutarse. Porque Carlitos no es completamente Carlos Robledo Puch, sino un joven de 19 años que cautiva por su ideal de inocencia con unos labios llenos tipo corazón, unos rizos rubios rebeldes, un cuerpo con resabios infantiles y un desparpajo en la forma de pensar y moverse por el mundo. Frente a la contención de los demás personajes, él se siente libre cuando anda en moto, baila, entra a casas o locales ajenos y dispara armas. Una apariencia que se acentúa con la vestimenta desde los calzoncillos blancos o rojos revalidando su aspecto de querubín o las remeras lisas y rayadas con colores vibrantes; incluso, el filme advierte al espectador del próximo arresto del protagonista cuando usa aquella con líneas blancas y negras.
El ángel, entonces, se construye sobre la fascinación como gran hilo conductor entre los personajes, la circulación en los espacios, la estética y como el propio motor del relato. El adolescente se acerca a su compañero de hurtos porque se siente atraído por él en la escuela y la manera para atraparlo es provocativa. La misma lógica se replica cuando va a la casa y conoce a José y Ana María. Con el primero establece un nexo de admiración y desafío desde ver una parte de sus genitales palpitando hasta sentir el cuerpo del padre apoyado en la espalda cuando le enseña a apretar el gatillo o el vínculo dual con la mujer entre cuidados maternales y una clara atracción sexual, por ejemplo, cuando le quita el resto de agua de los labios y ella se chupa el dedo. El lazo con Ramón, por otra parte, se va reconfigurando a lo largo del metraje: como amigo, luego cómplice, más tarde como objeto de deseo y como viejo conocido. Tal vez lo más curioso sea que no manfiesta ninguna atracción hacia la novia y que tanto Carlitos como el amigo salgan con chicas idénticas en apariencia pero disímiles en las personalidades.
El mayor acierto del director tiene que ver con la plasticidad de las imágenes y los ángulos de la cámara que se asemejan a composiciones pictóricas. Ya desde la primera escena se muestran arbustos y flores a la izquierda, la vereda del otro y a un joven con rasgos angelicales caminando por la misma hasta treparse a una casa. Luego, el interior de ésta con una decoración de época y recargada, juegos de espejos y la música, adueñándose de los sentidos, con la que el chico baila. Los paisajes, los interiores de los espacios, el contraste, los colores, la idea de meterse en la televisión y las posiciones de la cámara terminan de completar el universo ilusorio, poético y tan maravilloso en el que cree transitar el protagonista.
La pregunta anterior sobre qué hay detrás de la foto se vuelve tan compleja como contradictoria: un joven criminal con rostro delicado que quiebra los parámetros fijados sobre cómo debe lucir un asesino y a qué clase social pertenece. Carlitos con una mirada penetrante deja a todos a su merced, se deshace de los objetos vacíos y guarda aquellos que le resultan significativos, roba y mata sin alterarse e intenta transmitirle a los demás el disfrute de cada experiencia. “No creo en eso de que esto es tuyo y esto es mío”, comenta en off casi al inicio reafirmando su concepción compleja, oscura, por momentos libre y hasta vigoroza para habitar el mundo.Una provocación sombría disfrazada de Cupido.
Por Brenda Caletti
@117Brenn