Buenos Aires, 1971. Un joven carilindo, de ojos celestes y enrulado pelo rubio camina por una tranquila zona de casonas. De golpe, salta el cerco de una de ellas y, luego de constatar que está vacía, irrumpe en el lugar con total desparpajo: se toma un whisky, pone música y descubre el lujoso universo interior. Así se presenta en El Ángel a Carlitos (el debutante absoluto Lorenzo Ferro en un trabajo consagratorio), que no es otro que Carlos Eduardo Robledo Puch, probablemente el asesino serial más famoso de la historia criminal argentina (11 asesinatos y 42 robos en apenas un par de años).
El cine argentino en general y los hermanos Ortega (Luis, director y coguionista; Sebastián, productor) en particular parecen haberse fascinado en los últimos tiempos por célebres delincuentes. Primero fue la familia Puccio en El clan, de Pablo Trapero; y en la miniserie Historia de un clan, de Underground (coproductora de El Ángel junto con K&S Films) y ahora es el turno de este adolescente que conmovió a la sociedad de entonces y hoy, 45 años más tarde, es el preso más antiguo de la historia penal argentina.
Lo primero que hay que decir de El Ángel es que es una película fascinante, seductora, narrada con brío y elegancia (notable aporte del DF Julián Apezteguia). El tono elegido está completamente alejado de la denuncia horrorizada, del psicologismo tranquilizador, de la demonización y del ensayo sobre la culpa. Es más, si hay un riesgo que corre la película es el de ser demasiado canchera y cool (con cierta influencia tarantinesca en la estilización visual, el off y el uso de hits de los '70 de Billy Bond, Pappo, Manal, Leonardo Favio, Johnny Tedesco, La Joven Guardia y -sí- Palito Ortega) e incluso exaltar por demás a su criatura. A nivel narrativo no hay dudas: es adrenalina pura, con algunas escenas de potencia scorseseana.
Si en los Puccio el eje era la familia, aquí las mismas tienen mucho menos peso: no hay un plan cerebral, planes orquestados, golpes minuciosamente planeados, sino algo más cercano al libre albedrío, a la impunidad, a una cuestión impulsiva y hasta podría decirse fruto de un don y de un llamado del orden de lo místico. Carlitos está como poseído, abstraído en muchos casos del mundo real y para él (por lo menos al principio) todo forma parte de un juego, de una ficción de la que es parte pero de la que no tiene demasiada conciencia.
Si bien los padres de Carlitos (Cecilia Roth y el chileno Luis Gnecco) y los de Ramón, compañero de colegio, socio de fechorías y eje de una latente relación homoerótica que interpreta Chino Darín (Mercedes Morán y Daniel Fanego) tienen su importancia en la trama (más los segundos que los primeros), el eje de las dos horas del film pasa por las desventuras del protagonista (Ferro está prácticamente en todos los planos) y sus compinches (en la segunda parte se suma Peter Lanzani).
Ortega está claramente seducido por su protagonista y logra, por lo tanto, que el espectador se identifique también con él. Es un desafío y un riesgo del que sale airoso construyendo un universo por momentos surrealista con un (anti)héroe escindido de la realidad y dando rienda suelta a sus instintos más primitivos, rebeldes y espontáneos. Un golpe al corazón de la sociedad convencional y conservadora dominada por los prejuicios y la doble moral. En El Ángel, queda claro, el infierno está encantador.