La séptima película del realizador de “Caja negra” cuenta la historia del mítico ladrón y asesino Carlos Robledo Puch que aterrorizó a la Argentina a principios de los ’70 con sus salvajes y brutales asesinatos. Chino Darín, Mercedes Morán, Daniel Fanego, Cecilia Roth y Peter Lanzani acompañan al debutante Lorenzo Ferro en este potente thriller sobre un criminal tan incomprensible como cautivante.
“Inútil es que trates de entender
o interpretar quizás sus actos
él es un rey extraño
un rey de pelo largo”
(“El extraño de pelo largo” – La Joven Guardia)
La canción con la que concluye Carlitos su primer robo no solo es adecuada en términos de época, ritmo y título sino que hasta en lo específico de su letra parece dar algunas claves para entender a un personaje bastante indescifrable como lo fue (es) Carlos Robledo Puch. El rubio y enrulado adolescente con cara de niño acaba de entrar a una lujosa casa y roba algunas cosas sin mostrar demasiado interés en los objetos con los que se queda. Los toma porque puede, porque le divierte, porque no tiene nada mejor que hacer. En medio de su tranquilo paseo por el caserón de turno decorado a la perfección en estilo fines de los ’60/principios de los ’70 (la película transcurre entre 1971 y 1972), el rubiecito pone el mítico tema de La Joven Guardia en el Winco clasico de la época y se pone a bailar en medio del living. Es un shock de adrenalina y una declaración brutal de principios: “El extraño del pelo largo/Sin preocupaciones va”.
Así va por la vida Carlos Robledo Puch (alias “el Angel Negro”, alias “Marilyn”, alias “El Rubio”), como alguien que vive en un presente continuo y para quien los actos no tienen consecuencias ni los crímenes, víctimas. Uno puede entenderlo –y más todavía si uno se pone en el clima de esa época– cuando habla de su desinterés por la posesión de los bienes materiales. Y durante un rato es simpático seguirlo mientras roba y deshecha lo que se lleva como si nada, sea una moto, un auto, cuadros u otras cosas que –le asegura a su familia– le prestan o regalan. Pero se complica cuando empieza a hacer lo mismo con las vidas ajenas.
El principal misterio de EL ANGEL no es policial. Todos sabemos cómo termina esta historia y el que no la sabe puede imaginarse, más o menos, para dónde irá. Y el cómo es simpático y curioso, pero no más que eso. El enigma de EL ANGEL es porqué Carlitos hace lo que hace, qué lleva a este niño algo pícaro y de rostro angelical a enredarse en crímenes cada vez más pesados, matar, traicionar y volver a hacerlo todo otra vez. Ya lo dice la canción de entrada (“Inútil es que trates de entender o interpretar quizás sus actos”): no busquen explicaciones psicologistas clásicas porque aquí no las hay.
Luis Ortega se enfrenta entonces a un problema de compleja resolución: si el caso en sí no ofrece grandes misterios y su protagonista es inexplicable, ¿con qué material cuentan para hacer la película? La apuesta es difícil y el asunto es ganarla. Lo que el director hace es no dar respuestas y llevar al espectador a hacer una investigación personal respecto a los motivos de las acciones de su protagonista. No hay flashbacks hurgando en posibles traumas de infancia. No parece haber una familia más complicada que la de cualquier adolescente común. Tampoco una posición económica apremiante. Lo único que puede ser leído como un tema irresuelto –por lo menos según intentaban explicar los noticieros de la época– es su un tanto reprimida homosexualidad. Carlitos era, para decirlo en términos de los diarios de entonces, “un invertido”, algo que la película da a entender en más de una escena pero es un tanto tímida para ir más a fondo.
De una familia de clase media a todas luces convencional (Cecilia Roth y Luis Gnecco encarnan a sus prolijos y preocupados padres), sus inicios en la vida un poco más profesional del crimen parecen comenzar cuando se une a Ramón, su compañero de la escuela (Chino Darín) y al padre de éste (Daniel Fanego) que sí se dedican al asunto con algo más de conocimiento de causa. Y hasta la madre (Mercedes Morán) se suma al perverso juego de roles que hay dentro de esa familia. Pero Carlitos los sorprende ya que roba con un desparpajo y descuido que es, para ellos y también para el espectador, tan atractivo como peligroso.
Roba más de lo que corresponde, no tiene problemas en volver a entrar a un lugar cuando debería irse y no se apura porque le gusta disfrutar de lo que hace. Y se ríe, siempre parece reírse mientras se queda con las pistolas y los rifles de un asalto a una armería o con decenas de alhajas de una joyería. Es casi un danzarín del delito: entra y sale de lugares sin ser notado, no despierta nunca sospechas con su cara angelical y parece estar en el mejor de los mundos cuando delinque. El problema es que los robos se van volviendo más densos y las armas no solo hay que mirarlas y lustrarlas sino usarlas. Y ahí Carlitos –que las carga como si estuviera actuando en un western– tampoco parece hacerse mucho problema con nada.
El filme avanza mostrando distintos “trabajitos” de los amigos y, en el medio, una relación algo incómoda en la cual se deja ver el deseo de Carlos frenado por la aparente homofobia de su socio. De hecho los dos están de novios con mellizas, lo cual podría prestarse para algún tipo de interpretación que no haremos aquí. Ramón sueña con ser un famoso cantante (que se llame así y que cante una canción de Palito Ortega parece un simpática broma interna) pero a Carlitos no le gusta mucho la idea, ya que teme que esa posible fama lo aleje. Como si eso no fuera suficiente, también los padres de Ramón coquetean con el seductor chico. El parece no ejercitar demasiado el concepto de empatía ni de bronca: ni con sus amigos ni con sus rivales. Va por la vida como si solo pensara en su próximo objetivo criminal. Y ni siquiera en eso. Fluye. Se mete en problemas. Se ríe. Zafa. Y así, una y otra vez. Cualquier similitud con la realidad no es pura coincidencia.
Por momentos esa falta de conflicto afecta un poco a la película. Al no haber grandes choques entre los personajes y al no parecer el protagonista jamás muy afectado por lo que sucede, de a ratos cuesta que crezca dramáticamente el filme y el guion no siempre parece encontrar soluciones a ese problema. Eso, por suerte, se soluciona con la aparición de Miguel (Peter Lanzani), un criminal un tanto más “de la calle” que compite con Carlos por el interés de Ramón y que le otorga a la trama un elemento extra de suspenso, celos y potencial caos.
Otras tres decisiones de Ortega marcan a fuego EL ANGEL. Por un lado, la selección musical, un notable combo de temas de Pappo, Billy Bond y la Pesada del Rock, Manal, Leonardo Favio y el propio padre del realizador que le dan al filme un espíritu de road movie argentina de los ’70. Por otro, la decisión de no engolosinarse con la sangre, la violencia o la crueldad, que en la mayoría de las ocasiones queda fuera de campo, decisión que se agradece por un lado pero que, por el otro, le quita cierta densidad a las situaciones, que se sienten demasiado limpias. Y por último la gran decisión de elegir a Lorenzo Ferro, un actor con mínima experiencia, para el complicado rol protagónico. Un desafío difícil ya que el personaje es un enigma, pero uno que Ferro afronta con mucha personalidad, haciendo que su Carlitos sea esa presencia magnética ante la que todos caen rendidos.
EL ANGEL hace recordar a EL CLAN, entre las grandes producciones argentinas, tanto por el tema como por la época y hasta por cierto sistema narrativo. Pese a transcurrir una década antes que la de Trapero, la película de Ortega toma la decisión de ser menos específica con su tiempo (casi no se hacen referencias más que ocasionales a la tensa situación política que se vivía entonces) y más universal. Robledo Puch podría ser un antecedente de los muchos jóvenes actuales que por diferentes motivos –desconexión con la realidad, fundamentalmente– cometen actos tremendos sin sentir ni responsabilidad ni culpa alguna por las consecuencias, como sucede demasiado a menudo en los Estados Unidos. Como ellos, pero décadas antes de internet, Carlitos ya observaba el mundo y actuaba en él como si fuera un juego, una fantasía, una ficción. Ya lo decía un tal Pappo: “Yo que soy un hombre desprolijo/no tengo conflictos con mi ser/porque en la apariencia no me fijo/piensan que así no puedo ser”.