Labios de churrasco
Sería acertado decir que estamos ante la primera película industrial de Luis Ortega, pero esta afirmación solo podría ser válida en términos de producción: elenco de actores reconocidos (con excepción del debutante Lorenzo Ferro, todo un hallazgo cinematográfico), diseño de arte y de producción setentoso, y una ecléctica banda sonora que incluye temas que van de Palito Ortega y los blues de Pappo hasta Piazzolla y Billy Bond. Curiosamente, a pesar de contar con otro tipo de producción, y con la intención de llegar a un público más amplio, se trata de la película más libre y experimental de Ortega hasta el momento. El director de Monobloc, Los santos sucios y Verano maldito, entre otras, vuelve a retratar a un alma libre perturbada que le gusta coquetear con el peligro, y esta vez se basa –muy libremente– en la vida de Carlos Robledo Puch, el principal asesino serial de la historia de nuestro país, que con solo veinte años fue condenado a cadena perpetua, que sigue cumpliendo en Sierra Chica, por once asesinatos, tentativa de violación y varios robos, entre otros delitos. Ortega utiliza la historia real como punto de partida para luego encontrar su propio camino y, al igual que su protagonista, lanzarse a lo inesperado, a la aventura, dar rienda suelta a sus instintos. Aparecen los climas enrarecidos (la relación entre la familia de Ramón y Carlitos, el bar donde se encuentran con Federica, el coleccionista de arte, el plato de milanesas con puré iluminado como si se tratara de una publicidad), las escenas oníricas (el plano secuencia del himno en el piano, el maravilloso momento en el que Carlitos le dispara a un viejito al que le entraron a robar y este continúa caminando como si nada mientras la cámara y los ladrones lo siguen por toda la casa), y el juego que se convierte en el núcleo de la película al ritmo de “El extraño de pelo largo”, con el glorioso baile de Carlitos que da comienzo y cierre a la historia. Y podría seguir enumerando grandes momentos, como el videoclip en blanco y negro en el que Ramón canta “Corazón contento” mientras Carlitos se imagina a su lado y luego lo vemos en el set de televisión, o el –ya a esta altura– famoso huevo de Fanego.
El resultado es una comedia lyncheana que se dispone a narrar una suerte de coming of age desquiciado, y que descarta por completo el biopic de asesino serial que profundiza en su psicología y en la brutalidad de sus crímenes. Ahí reside lo verdaderamente inquietante de la película, en el misterio de la conducta de Carlitos, un adolescente que vive en modo anarquía, buscando constantemente su propio límite, y El Ángel se cuenta desde su mente, donde todo es posible y no existe diferencia entre el bien y el mal, ni un segundo para detenerse y tomar conciencia de lo hecho. La vida es puro presente para Carlitos, que hace lo que se le da la gana cuando se le da la gana sin el menor remordimiento. Es un personaje tan ingenuo como perturbador, pero que por más carisma y andar jamesdeaneano que tenga nunca genera empatía con el espectador –ningún personaje lo consigue–. Carlitos está más allá de la empatía o del desagrado y, como los personajes de Lynch, habita en una especie de limbo narrativo, un mundo propio retorcido, con otras reglas, imposibles de aplicar en un mundo regido por la lógica. Como Corazón salvaje, El Ángel es una suerte de road movie desquiciada y, como la película de Lynch, también es una suerte de pesadilla erótica protagonizada por un catálogo de monstruos dentro de una atmósfera onírica e inquietante que funciona como un viaje psicodélico directo a la mente del personaje principal. El trabajo de Lorenzo Ferro es glorioso. Logra traspasar al Carlos Robledo Puch de la vida real y se convierte en otro personaje, uno bigger than life, un extraño de pelo largo nacido y criado para brillar en la pantalla grande.