Una historia irreal
El fantasma de Carlitos Robledo Puch creado por Luis Ortega baila frente a la cámara, y en determinado momento la mira. Así abre El Ángel y toma posición (estética, política; las dos caras de una misma moneda). Porque aunque en esta venta, esperada, de Ortega al mainstream, haya más productores que actores y ya no estemos frente a sus relatos más experimentales e independientes, hay ciertos berretines del director -quizás muchos- que la mosca no se los lleva puestos. Enhorabuena. Ese baile del inicio marca el camino del relato tanto narrativa como ideológicamente. Carlitos, además de un chico, es la libertad. Ortega lo filma con cierta admiración; no al asesino, sino a su criatura, a ciertos mitos que se generaron alrededor de Puch y a la manera en que se puede tomar la vida un chorro. El Ángel cuenta la historia de un tipo libre. El mundo le pertenece a los artistas y a los delincuentes, le dice Ramón (el Chino Darín), su compañero. El mundo le pertenece al que hace lo que quiere, y en ese marco, el asalariado promedio (el espectador) queda afuera. Esta idea de que el trabajador es un boludo -que recuerdo que se la decía Calogero, también un niño, a su padre (Robert De Niro) en A Bronx Tale (1993) y que forma parte del corpus ideológico de Bukowski (si es que existe tal cosa y que, paradójicamente, a pesar de militar literariamente contra el enriquecimiento de los patrones laburó en relación de dependencia muchísimos años)- es un poco la idea que también revolotea en el éter donde se mueve este Ángel.
La película es un poco una provocación al que va a ver la biopic del asesino. Es por un lado una burla al pacato homofóbico -porque es una película homoerótica- y por otro un descanso al que se pone la camiseta de la empresa que sea. Claro que el tono de Ortega no es irreverente sino ridículamente dulce. Estamos ante una película de robos que es también una comedia con algo de melodrama marica y de musical adolescente. Ortega, con su película suave, también se pone en contra al buscador de cine músculo, de explotación. Cumple con los parámetros de los productores, del sistema industrial; se obvian las violaciones y la violencia extrema. Cumplir con el mandato le cae como anillo al dedo, porque su película, más bien su idea, es la de una feel-good movie, una película vitalista, paradójicamente, con un asesino serial como protagonista. Acá no hay biopic que valga. Los historiadores saldrán defraudados. El Puch de Ortega baila, incluso cuando parece no haber nada por lo que bailar. El Ángel es una película optimista. A diferencia de, por ejemplo, su hermana subnormal, El Clan (2015), donde las canciones quedan horribles mientras acá te hacen mover la patita. Al niño Ferro habría que dedicarle un párrafo, un capítulo. No hay espacio ni tiempo, pero lo que logra transmitir con su cara es sublime. Casi tanto como la hipnosis que genera el culo de Mercedes Morán con sus más de sesenta pirulos de contoneo. Basta de clanes y marginales craneados desde un bar en París, y más bailes así, como los de Toto Ferro, como los del huevo de Fanego, o el andar de Morán.