La clase media en su caldo
En su crónica ficcional de la fugaz y brutal carrera criminal de Carlos Robledo Puch, el director de Historia de un clan resigna el carácter revulsivo que tenía la serie sobre los Puccio para privilegiar en cambio la estética pop de los primeros años 70.
Con El Angel y después de El clan, el cine argentino continúa su exploración de lo que podría llamarse “el paso al crimen de la clase media de Zona Norte en los 70”. Vecino de Vicente López, durante nueve meses clavados –del 3 de mayo de 1971 al 3 de febrero de 1972–, Carlos Robledo Puch cometió medio centenar de atracos y se cargó a once personas, antes de cumplir 20 años. Como en Historia de un clan, su propia versión de los sanisidrenses Puccio, el director Luis Ortega elige, en coherencia con sus films anteriores, un enfoque desprovisto de toda moral para narrar la historia del querubín de bucles dorados al que la prensa llamó “El chacal”. Acompañado nuevamente por Rodolfo Palacios (autor del libro definitivo sobre CRP) a quien en esta ocasión se suma el novelista Sergio Olguín, Ortega transmuta al despiadado ejecutor de once víctimas inocentes en un pibe de los 70, que sabe lo que quiere y lo quiere ya.
El posadolescente al que algunos comparaban, por lo lindo, con Marilyn (debut de Lorenzo Ferro, tan parecido a su modelo que en las fotos se hace imposible decir quién es quién) empieza y termina El Angel bailando solo. Baila “El extraño del pelo largo” (bonito detalle), puesta al mango en el tocadiscos. Baila demasiado bien para ser real: la primera escena, ambientada en un interior como de Almodóvar, está avisando que ese personaje es de ficción. Esa escena dice también que no va a ser ésta una crónica criminal común y corriente, sino una que, como su protagonista, va a hacer lo que se le cante. Allí está, para confirmarlo, la huida de Carlos, en moto, de la casa por la que acaba de pasearse como si fuera de él. El tema de La Joven Guardia sigue sonando y Carlitos entra en sincro con la música. Un corte de guitarra y mira hacia la izquierda, otro y rota a la derecha: la coreografía sigue arriba de la moto. No hay venganza de clase en CRP, como había en El clan, sino un simple “tomo lo que quiero”, muy de hijo único. Este Robledo Puch, y posiblemente el de la vida real, es un pibe consentido con un chumbo en la mano, al que los límites le chupan un reverendo huevo.
Conoce en el cole al que será su cómplice, aquí llamado Ramón (el excelente Chino Darín, ideal para un policial) e inmediatamente a sus padres, que conforman una suerte de clan Barker en pequeño. El padre de Ramón, hombre de avería (Daniel Fanego) le enseñará a disparar, y al pibe le encanta. Se ha formado una bandita. El nuevo trae los datos y se gana su lugar al demostrar una audacia lindante con la locura. Cuando le dispare a un viejo coleccionista de cuadros (víctima imaginada por la película, que parecería querer darle a Robledo un costado de diletantismo artístico) habrá tenido su primera sangre, y ya no va a parar. Antes de abandonar para siempre al padre de Ramón debe decirse que Fanego está más genial que nunca, haciendo lamentar su desaparición de la trama.
Están los padres de CRP, modelo de lo que él no quiere llegar ser (Cecilia Roth como sufrida madre de delantal a la cintura, el chileno Luis Gnecco como vendedor de electrodomésticos a domicilio). Está la relación homoerótica con Ramón, que Robledo niega hasta el día de hoy, y está la noviecita rubia que efectivamente tuvo (la excelente Malena Villa, sin muchas posibilidades de lucimiento). Hay un gay exuberante, podrido en plata y en cuadros (inmejorable William Prociuk) y aparece más tarde el tercer cómplice (Peter Lanzani, otra vez muy bien). Están los accesos por los techos, los descuelgues a lo Misión: Imposible y las ejecuciones sumarias. Faltan los tiros por la espalda y las violaciones, que fueron parte del repertorio. A la inversa de Historia de un clan, donde los exservicios devenidos secuestradores cuentapropistas generaban una repugnancia a la altura del estómago, en este caso el realizador parecería querer revertir la condición chocante de su héroe. Es así que el mayor asesino (no en serie, es un error considerarlo así) de la historia policial argentina tarda una hora de película en cometer el primer crimen. Ya no es “el ángel negro”, como se lo conoció. Ahora es El Angel. Sin color. O con muchos, porque El Angel es pop.
Lo que le daba revulsividad a Historia de un clan era que con el desagrado convivían los estallidos pop (coreos, máscaras) y encerronas morales (las minis tableadas de las chicas Puccio convertían al espectador en cómplice de esos repugnantes misóginos), mientras que aquí el punto de vista tiende a la dispersión. Así como hay alguna que otra escena de más (una salida y un choque de CRP), planos discutibles (no parecen justificados los primeros planos sobre el soplete en el primer enfrentamiento entre CRP y Ramón) y algún despliegue de efectivos francamente excesivo, como el operativo final de las fuerzas de seguridad, cuyo tamaño le permitiría atrapar a varias bandas juntas, más que a un solo chorro. Todo lo cual habla de cierto grado de confusión que no aparecía en la serie previa, de cuya audacia y disruptividad hay aquí más insinuación que concreción. Sí hay exuberancia, sensibilidad pop (Pappo parece estar tocando en vivo), el gran hallazgo de Lorenzo Ferro, una magnífica dirección de actores y los más altos valores de producción. Con especial destaque de la dirección de arte de Julia Freid, que hace revivir la época, la zona, el caldo mismo en que se cocina la clase media.