En El Ángel, Luis Ortega incursiona nuevamente en un mundo “marginal” pero sin moralina ni explicaciones tranquilizadores y cruza violencia y amor en dosis ajustadas y con la música al palo.
Los mundos y los personajes marginales o quizá, mejor dicho, marginalizados por una sociedad que se piensa normal son los que atrapan la atención de Luis Ortega. Al punto de ofrecerles algo más que el tiempo que requiere una película. Me animaría a decir su cariño y su respeto. Porque la filmografía de Ortega así lo demuestra desde Caja negra hasta Lulú pasando por Monoblock y Dromómanos.
Por eso no resulta extraño que se haya quedado prendado de Carlos Robledo Puch, el asesino argentino casi por antonomasia que construyó su propio mito y del que aún resuena su nombre y su accionar a pesar del tiempo transcurrido. Un joven babyface de zona norte, rubio, blanco que asesinaba a mansalva y sin pruritos y en un corto plazo de accionar criminal se ganó la cárcel de por vida y a temprana edad (tenía sólo 20 años cuando lo apresaron).
Ortega parte del personaje real para construir un relato que sin utilizar las herramientas de la autopercepción ni los conocimientos posteriores del caso y con evidente artificio grita a los cuatro vientos su ficcionalidad. No hay manera de encorsetarla en la siempre ansiada (por los espectadores) mímesis de una biopic ni de nada sirve contrastar los hechos reales y probados (aunque la prueba en este caso en particular tampoco es muy certera) con los que verosímilmente suceden frente a nuestros ojos embelesados. Y es en lo verosímil donde reside la magia y el encanto. Cuasi pop.
El Ángel no es más ni menos que una historia de amor. Que no niega la violencia de su protagonista pero ni tiende a la oscuridad para mostrarla ni a explicar nada de lo que la genera. La violencia irrumpe y ahí radica su potencia. Pero es la historia de amor de su director para con su personaje protagonista y del protagonista para con su compañero de fechorías.
Una especie de educación sentimental del mal se desenvuelve episódicamente (quizá en eso de los episodios que semejan a capítulos breves de una serie es donde debería haberse ajustado un poco más el guion para no abandonar a algunos personajes que desaparecen o aparecen algo aleatoriamente) en la trama urdida construyendo un protagonista que sin abandonar su candidez tiene arranques de furia disruptivos y va creciendo hasta el clímax.
Las canciones aparecen no sólo como una marca epocal (acompañando todo el excelente trabajo de vestuario y arte que viste a los ’70 representados) sino para completar las escenas y contar desde sí lo que la puesta, el encuadre y el guion presentan. Quizá también haya un exceso en la cantidad utilizada pero nunca un error en su elección. De hecho el cuadro de Ramón en la televisión (homenaje al padre del director) con su ruptura del (supuesto) realismo es ese toque particular que quizá hubiera llevado a la película a lugares que Ortega nos hizo transitar en otras de sus producciones (Historia de un clan) pero que aquí luce un poco contenido. Si bien puede suponerse que un material de este tipo con tantas productoras fuertes detrás arriesga pero hasta ahí, no es menos cierto que esta película contada por otro no hubiera podido forzar ciertos límites como esta lo consigue.
Todo el elenco luce afiatado y seguro de lo que pretende mostrar y se destacan Morán, Fanego y el Chino Darín como la familia “adoptiva” de Carlitos, cada uno movido por ese extraño que llega a sus vidas para movilizarlos. Pero indudablemente la revelación es Lorenzo “Toto” Ferro que en su primera incursión en la pantalla grande se pone la película al hombro y se gana sin esfuerzo y desde el minuto uno (en la escena primera del baile ya nos tiene rendidos a sus pies) el cariño y la empatía de los espectadores. Y conseguir que nos identifiquemos y queramos a un criminal no es poca cosa. Y menos en estos tiempos de estigmatización a ultranza.