El ángel, de Luis Ortega, recrea la estela criminal de Robledo Puch desde el mito pop, en una fábula estilizada y plagada de citas sobre el final de la inocencia.
Quien espere de El ángel una biopic del asesino serial Carlos Robledo Puch se encontrará con la refutación de dicha veracidad: la simetría entre la primera y última coreografía solitaria que Puch (Lorenzo Ferro) despliega a pulso de rock nacional retro eleva al personaje por encima de la progresión dramática, la profundización moral y la oscuridad criminal. Puch y su compinche Ramón Peralta (“Chino” Darín) son artistas (y podría decirse, modelos, actores) que escenifican la apropiación que Luis Ortega hace de un mito urbano y de una época precisa, el angelical y previolento comienzo de la década de 1970, con el fin de activar un artefacto de citas, pastiches y homenajes.
Ortega fusiona la narración de eficacia mainstream de sus incursiones televisivas (El marginal, Historia de un clan) con su poco conocido cine de reverencias místico-rebeldes (su anterior, Lulú, puede considerarse antecedente depurado de la hiperconsciente El ángel) en un filme que celebra la ternura ilegal, fantasiosa y existencial en un fuera de campo histórico que se pone pesado. “La gente está loca, ¿nadie considera la posibilidad de ser libre?”, se pregunta Puch al pasearse por las mansiones que profana con su delgada y ligera presencia, mientras que sus asesinatos distan de parecer tales (son accidentales, fortuitos, defensivos, por ahí Puch dice: “Yo no creo que estos tipos estén muertos, si es un chiste todo esto”) y la auténtica inquietud se asoma cuando un jefe de Policía lo acusa de guerrillero, en un contraste entre ilusión y realidad que se acentuará al final.
Anticipándose a la inminente recreación tarantinesca de los homicidios del clan Manson, Ortega adopta la figura de Puch para trazar una fábula del fin de la ingenuidad estética y política con la imaginería pop –que nacía entonces– como matrix especular: allí están el frenetismo blues de Manal, los hits tempranos de La Joven Guardia y un vinilo de Billy Bond; el vestuario cool a la moda (camperas de cuero, poleras de cuello alto, vaqueros Oxford, patillas, bigotes, trenzas hippies); menciones a los icónicos Gardel, Evita, Perón, el Che, Frank Sinatra y Marilyn Monroe; el despertar de la homosexualidad reprimida en un filme obsesionado con los genitales masculinos (que evoca soterradamente la tradición gay-ilegal de Villon-Rimbaud-Genet-Arlt); el cruce con el efervescente mundo del arte (Puch coquetea con un joven Federico Klemm) y la autorreferencia explícita a la intervención de la familia Ortega en la cultura popular en una versión de Tengo el corazón contento que el aspirante a famoso Peralta ensaya en una aparición televisiva blanquinegra.
El ángel es en definitiva un remix de la argentinidad entendida como dialéctica entre inocencia de clase media y corrupción elitista-institucional (la pobreza aparece en una veloz escena de extrarradio), con Puch como lumpen desclasado que sin embargo toca el Himno en el piano, come la emblemática milanesa con puré que le sirve su madre y busca la cama como consuelo. En su abordaje estilizado, es posible que el filme también sugiera que el cine ya no mata como antes.