Hay dos caminos posibles para encarar una película sobre la vida de alguna personalidad que haya tenido trascendencia mediática y popular. Existe la tentación de inclinarse a un registro lo más fiel posible sobre los episodios retratados, es decir esas biopics formales y rígidas, que generalmente derivan en ejercicios fríos y poco inspirados en términos cinematográficos. La otra opción, que generalmente resulta mucho más fascinante, tiene que ver con la apropiación que se permite el director sobre los personajes y las historias que aborda.
En este sentido, para los estudiosos y puristas de los crímenes de Carlos Robledo Puch, hay que remarcar que Luis Ortega juega claramente con las cartas de un abordaje libre sobre los delitos de unos de los asesinos más legendarios de nuestro país. Y si bien el talentoso guionista y director utilizó como punto de partida el libro El Ángel negro, de Rodolfo Palacios, su película se propone como una experiencia movediza, exenta de la recreación minuciosa de los hechos, y a su vez despojada de una mirada psicologista. Ortega no construye su relato desde el velo del juicio moral, ni mucho menos desde la demonización del protagonista central.
En términos de lenguaje, el film arranca con un subrayado tropiezo del que luego logra salir airoso. Vemos a Carlitos (descollante debut actoral de Lorenzo Ferro), ingresando en una elegante casa, recorriendo como un felino sus rincones, mientras en off suenan frases como: "¿La gente está loca? ¿Nadie quiere vivir libremente?". El resto de la película prescinde del monólogo interior, por lo tanto dicho recurso encarado desde un matiz un tanto televisivo, no termina de encontrar su pertinencia. Pareciera que el director quiere blindar de antemano a su antihéroe, o bien anticiparle al espectador el tono de la historia. Una suerte de tutorial sobre cómo abordar su film. Pocos minutos después, queda en claro que la película tiene espalda de sobra para sostener lo que se ese off anunció explícitamente, y que tal vez hubiera sido más climático ver simplemente a Carlos deambulando en ese caserón; hasta elegir un disco y ponerse a bailar con toda soltura en el living.
Esa introducción, que podría ser tomada como una concesión, al igual que el momento en que vemos cómo caen un par de lágrimas de los ojos del protagonista, quedan totalmente superados por el andar de una película que logra sostener cada una de sus opciones narrativas y estéticas con notable solvencia.
El Ángel no se erige sobre la fórmula del thriller que se regodea en las instancias de violencia, ni tampoco se instala en la pose cool y canchera que transita en la mencionada primera secuencia. Luis Ortega, que ya había tenido una experiencia en la producción industrial con las series El Marginal e Historia de un clan, hace el mejor salto del cine independiente al mainstream que haya logrado cualquier realizador argentino en las últimas décadas, y de paso concibe su película más precisa e inquietante.
Esos son los dos conceptos que motorizan este film con destino de éxito masivo: precisión absoluta en su puesta, con una fusión totalmente orgánica entre escenas filmadas desde la más depurada elegancia, con otras que apuntan a un estilo seco y contundente; que remite a la atmósfera visual de algunas películas del Hollywood crítico de fines de los '60 y comienzos de los '70. Mientras que la cuota inquietante, la aporta el carácter movedizo de El Ángel, evitando que toda fórmula que funcione a la perfección en una secuencia, se repita en versión automatizada en las siguientes. Por ejemplo, cuando Carlitos y su aliado Ramón (afilado Chino Darín) cometen su primer asesinato, víctima y victimarios actúan de una manera desconcertante. Hubiera sido muy sencillo para Ortega, replicar esa dinámica en los restantes crímenes, pero no. Más allá de que todos conozcamos de antemano el desenlace, la película se propone como una exploración sobre la misteriosa figura de Robledo Puch. Un viaje multidimensional hacia las entrañas de un joven delincuente.
Más allá de cierta dominante que oscila entra la incomodidad y la crispación, el film destila toques de humor e ironía, que están jugados desde un lugar más conectado con el extrañamiento que con el cinismo. Algunos de estos filosos pasajes encuentran su perfecta portadora en Mercedes Morán. Cada vez que ella irrumpe en escena, su impronta es capaz de devorar a Lorenzo Ferro, Chino Darín, Daniel Fanego y Peter Lanzani. Pero no sólo Morán arrasa en potencia, todos dominan sus roles a puro motor de fuerza y presencia carismática, aunque a la madre de Carlitos, interpretada sobriamente por Cecilia Roth, tal vez le falte una vuelta de tuerca narrativa. Que los personajes tengan espesor y no sean meras maquetas, es lo que le permite a Ortega envolvernos en un juego de seducción, que parte de la cautivante mirada con la que el director sigue minuciosamente a cada una de sus criaturas. Se ha hablado mucho sobre el latente homoerotismo entre Carlitos y Ramón, pero lo sustancial es que el vínculo entre ellos atraviesa múltiples desplazamientos, en donde los roles de dominante y sumiso, se intercambian de la manera más descarnada.
El Ángel pudo elegir el camino más sencillo, que hubiera sido el del thriller shockeante y ultra violento. También pudo optar por sobrecargar las tintas en el contexto histórico en que transcurre la historia, los tenebrosos comienzos de los '70 en Argentina. La película juguetea con canciones de La Joven Guardia, Johny Tedesco, Billy Bond y el mismísimo Palito Ortega, pero tiene una fuerte conexión con premisas existenciales del presente. No se trata del retrato de una era, y tampoco es un relato generacional de un adolescente. Luis Ortega nos habla sobre la imperante urgencia de vivir el momento, pero también sobre un entramado vincular que hoy puede trazar tanto un chico de 20 años como una persona de 50, 60 o 70. Nos acompañamos como podemos, nos usamos, nos explotamos y nos descartamos; todo sin culpa ni sentencia moral alguna.
El mayor potencial de este auspicioso salto de Luis Ortega, de películas independientes de acotada difusión como Caja negra y Lulú, a este estreno que llega a todo el país con cerca de una veintena de funciones diarias en complejos mendocinos como Village y Cinemark; consiste en el aprovechamiento máximo de cada puerta que abre y cada movimiento que propone. En cambio, otros directores contemporáneos argentinos, parten de premisas inquietantes, para luego traicionarse a sí mismos y derivar en caminos más trillados. Tal es el caso de un prometedor cineasta como Santiago Mitre, quien también tuvo sus orígenes en el cine indie, transitando de inquietantes propuestas iniciales como El estudiante y La patota, a una anodina experiencia mainstream como La cordillera, film que tuvo todo el potencial para ser un brillante thriller psicológico, pero que eligió hundirse en las convencionales aguas del estofado político. Ortega en cambio, sabe que la clave del asunto consiste en adentrarse en los repliegues del misterio, y hacer de ese viaje una experiencia fascinante.
El Ángel / Argentina-España / 2018 / 115 minutos / Apta para mayores de 13 años / Dirección: Lorenzo Ferro, Chino Darín, Mercedes Morán, Daniel Fanego, Cecilia Roth, Luis Gnecco, Peter Lanzani.