Una de las consecuencias de este estreno es que muchas personas que no se han asomado a la bella, misteriosa obra de Luis Ortega -un cineasta mayor incluso en sus films menos logrados- van a conocerlo. A partir de la historia real de Carlos Robledo Puch, el mayor asesino serial de la historia argentina, condenado a los 19 años, todavía preso, construye un melodrama con violencia sobre un ser totalmente amoral (más que inmoral). Hay varias líneas en la película: el amor de Carlitos por su cómplice (la tensión sexual entre Ferro -extraordinario debut bancándose casi todos los planos de la película- y el Chino Darín es enorme), la idea de un universo subterráneo de crimen tapado por una “normalidad” relativa (el contraste entre la pareja lúmpen de Fanego y Morán y la de los padres de Carlos, Roth y Luis Gnecco), y el universo en tensión que implicó el paso de los sesenta a los setenta, y que en varios momentos entra por los oídos (nunca se usaron mejor el rock y el pop nacionales en todo nuestro cine). Pero lo principal es que, estilísticamente, todo tiene el aire de sueño o pesadilla, donde nuestros lugares comunes morales basculan hasta dejarnos en un lugar extraño, al mismo tiempo horrorizados por los crímenes del personaje y simpatizando de algún modo con él. Ortega aquí decide combinar elecciones estéticas originales y riesgosas con un lenguaje popular, perfeccionando lo logrado en su miniserie Historia de un clan. De lo mejor del cine nacional en lo que va del año.