"Inútil es que trates de entender o interpretar quizás sus actos/él es un rey extraño/un rey de pelo largo". En su séptima película, Luis Ortega parece tomar al pie de la letra los versos de la canción central de El Ángel, clásico de La joven guardia. En lugar de tratar de entender o interpretar a su protagonista, menos aún juzgarlo, arma un artefacto audiovisual que es pura oda a lo enigmático, lo fascinante, lo magnético, asuntos todos inútiles de entender. Antes que explicaciones acerca de los motivos que llevan a un chico casi adolescente a robar compulsivamente y luego matar como por deporte, hay un baile solitario, en el espacioso living room de una casa ajena, estampa del animal humano que se retrata, uno al que no le importa nada, que sin preocupaciones va, pero que además va en un raro estado de felicidad.
Con esa introducción, para cuando la película empieza a sumar elementos -su familia, su milanesa con puré, su colección de cosas afanadas- ya tenemos una imagen, una idea bastante desconcertante acerca de Carlitos. Que es Robledo Puch, como se nos anunció, pero para nada una biopic. A esto se suma (en cada plano, con algunos detalle que se regodean en su boca gruesa), la jugadisima elección de un debutante, Lorenzo Ferro que, como Carlitos, es una creación de Ortega para el cine. Hasta el amateurismo de Ferro parece jugar a favor de esa creación, fascinante y resbaladiza de tan imprevisible, tan absolutamente peligrosa. El efecto es notable, en el espectador y en quienes lo rodean. Basta ver la mirada de terror/amor de su propia madre, la de las milanesas, -Cecilia Roth, sacándole provecho a cada escena- o la mirada un poco lasciva, admirada de los siniestros padres de su amigo Ramón -Chino Darín-, a cargo de unos estupendos Daniel Fanego y Mercedes Morán. Presencias sostenidas con más misterio y sugerencia que información, para bien del clima cinematográfico. Gentileza de un guión compartido entre Ortega y Rodolfo Palacios, el periodista autor del libro sobre Robledo Puch en el que se basa el film, y el escritor Sergio Olguín.
Hay varias escenas de una contundencia memorable, que guiñan al cine de Scorsese y su mirada sobre lo criminal. Escenas en las que la violencia adquiere una extrañeza alucinada, aunque es una violencia estilizada, casi irreal. Y el sexo, otro gran tema de El Ángel, flota, tensa los vínculos, pero no tiene una carga de presencia directa. El uso estruendoso de la música de los setenta es clave, como la dirección de arte y vestuario, la fotografía, rubros en manos de expertos en esta producción generosa que además sale a más de 300 salas en todo el país. Un combo pensado para atraer, en el que la música vintage arropa el relato, marcando la cadencia de una sociedad efervescente y reprimida a la vez, en la que las fiestas libres y "ditellianas" convivían con una policía que amenazaba con picanas y lo siniestro estaba ahí, agazapado entre lo cotidiano. Como Carlitos.