¿Qué es lo que fascina de lxs asesinxs? Desde series como Mindhunter de David Fincher y True Detective, libros como Magnetizado de Carlos Busqued o Las chicas de Emma Cline, por nombrar solo unos pocos fenómenos, el buceo en las historias y mentalidades de ese tipo de criminales es uno de los rubros más frecuentado por ficciones que siempre ponen un pie en la realidad, ya sea desde lo documental o desde el “basado en hechos reales”. En nuestro país, el clan de los Puccio tuvo su serie, Historia de un clan, dirigida por Luis Ortega, y una película dirigida por Pablo Trapero y protagonizada por Guillermo Francella. El Petiso Orejudo, por su parte, está en el centro de un cuento de Mariana Enriquez en Las cosas que perdimos en el fuego. Quizás se trate de un espejo deformante en el que mirarnos o de algo tan simple como el atractivo de lo que se considera excepcional; la cuestión es que esta vez fue el turno de la historia de Carlos Robledo Puch, tomada como inspiración para la película El Ángel de Luis Ortega, que puede verse tanto como una manifestación más de esta avidez por las ficciones de asesinatos como una muestra de dónde están sus límites.
Si unx conoce más o menos la historia de Carlos Robledo Puch, condenado a cadena perpetua por once homicidios –dos de los cuales calificarían como femicidios en la actualidad, porque implicaron violaciones seguidas de asesinato–, es difícil imaginar tanta sordidez metida en una ficción donde también suenan canciones de Palito Ortega. Pero la película de Luis Ortega se desmarca casi por completo de las historias de asesinos, no incluye violaciones y le da muy poca relevancia a las muertes ejecutadas por su protagonista, Carlitos (Lorenzo Ferro) y su compañero Ramón Peralta (Chino Darín). Y en cambio hace del Robledo Puch ficcional una figura más cercana a la de los ladrones de la historia del cine que parecieron vivir bajo el lema de live fast, die young, como Billy the Kid o Bonnie y Clyde. En rigor de verdad Carlitos no muere al final de la película, pero simbólicamente sí, porque a El Ángel no le interesa su protagonista más que como una criatura en libertad, un adolescente desaforado subido a una ola de crímenes como un surfer. Y en el cuerpo de Lorenzo Ferro, un bebé de veinte años con una boca en puchero permanente y roja como una frutilla, ese período de locura adquiere una belleza que pocas veces vio el cine argentino. Empieza El Ángel, con Ferro bailando “El extraño de pelo largo” en una casa solitaria, en una versión retorcida y caprichosa de la canción de La joven guardia, personalísima, y unx sabe que está frente a algo nuevo.
Pero Ferro no está solo y es su pareja delictiva con Peralta, el personaje del Chino Darín, la que sostiene la película. Ortega puede ser errático y hacer que El Ángel pierda el ritmo por momentos, pero Ferro y Darín, la tensión entre ellos, la intimidad de criminales que en el fondo son pendejos compartiendo un cuarto de hotel (y una escena brillante, entre otras, donde se representa con joyas en el pubis el preciosismo y erotismo con que la película imagina a sus ladrones), es un botín de lo más deseable. Sobre todo teniendo en cuenta que en el cine argentino ese tipo de imágenes escasea, y mucho. En la ficción de Luis Ortega, Robledo Puch es un pichón de artista, un diamante en bruto, que recorre casas vacías como si lo atrajeran esos otros mundos posibles que representan por cuestiones puramente estéticas. No le interesa la plata pero sí la aventura, y vive tan en estado salvaje que nunca llega a articular, pensar, esa preferencia por los cuadros en lugar de la guita, por la aventura antes que por la ganancia. Aunque se puede ver, en la caída que representa en el relato el ingreso de Peter Lanzani como nuevo cómplice, que el sentido de todo estaba atado a la masculinidad elegante de Ramón Peralta, su delicadeza y esa sensación de posibilidad que se abría cuando se hacía chupar la pija o se dejaba desnudar por Carlitos. Él y Peralta son la pareja queer más excitante que se vio en mucho tiempo.