Es ineludible que los Ortega, Luis y el productor Sebastián, sienten una atracción hacia el mundo de los delincuentes. Tras Historia de un clan y El marginal, ahora se abocaron a un personaje basado en Carlos Robledo Puch. Y aquí, las influencias más fáciles de detectar pasan por el Tarantino de Tiempos violentos.
No hay un complejo de culpa por parte de Carlitos, porque lo que él hace -robar- lo hace por placer. Para él, es un juego. Por eso cuando irrumpe una noche en una joyería, lo disfruta. Baila, se disfraza, se prueba las joyas.
Es como el extraño de pelo largo, sin preocupaciones va, como dice la letra del tema de La joven guardia, con el que Carlitos baila al comienzo. Acaba de irrumpir y cometer un robo en una casona en Martínez. No parece interesarle ningún objeto en especial. Se toma un whiskey, enciende el Wincofón, y baila.
No tiene doble moral, sí falta de conciencia.
Es que Carlitos hace lo que se le canta. No cree en la propiedad privada, lo dice claramente de entrada, cuando Ortega lo hace hablar en off. Para él, lo que hace es una suerte de juego violento. Carlitos es impulsivo y, al no sentir culpa, se siente inocente.
Y así lo ve Ortega. A diferencia de Puccio en Historia de un clan, el protagonista no es un cerebrito. No se mueve por la mente o por la sensatez, sino por la intuición.
Claro que esta blandura del protagonista sería cuestionable si El Ángel fuera una biografía de Carlos Robledo Puch, preso desde los ’70 por haber cometido 11 asesinatos y 42 robos. Pero no es tan así, porque Carlitos es una ficcionalización del delincuente. De lo contrario, sería banalizar la actitud del protagonista.
Y la personificación de Lorenzo Ferro, quien nunca había actuado ni pisado una clase de teatro, es así perfecta, y maleable. Ferro fue, para Ortega, arcilla. Moldeó a su personaje como quiso, ya que Ferro estuvo dispuesto a hacer todo lo que el director le pidió. Así como hay actores de método, Ferro fue material virgen para el realizador de Caja negra.
A su increíble parecido físico, entonces, Ferro le adosó una entrega única. Claro que Ortega lo secundó con grandes intérpretes en toda secuencia y momento. Entre los jóvenes cómplices, Chino Darín y Peter Lanzani; entre los adultos, Daniel Fanego y Mercedes Morán, como los padres de Ramón (Darín), y Cecilia Roth y el chileno Luis Gnecco como sus propios padres.
Ortega no plantea ni busca entender por qué Carlitos roba sin culpa, asesina y traiciona. No parece tener una situación apremiante -mucho de lo que roba lo regala u olvida y deja abandonado por allí-.
No hay tampoco psicología barata, ni tampoco una explicación a un deseo homosexual algo reprimido.
No pasa, El Ángel, por allí. Carlitos parece desconectado de la realidad. Sería eso.
Cabe preguntarse qué pasa si uno llega a identificarse con Carlitos. Es un antihéroe, en una época como la de la dictadura militar previa al tercer peronismo, en un filme que es arriesgado y potente.