PURIFICACIÓN DE UN DEMONIO
El Angel, transpolación a la pantalla grande de la historia de Robledo Puch, es una decisión comercial que parece hermanarse con otra de hace unos años de haber llevado – tanto en formato de serie como de largometraje- la historia de la familia Puccio en Historia de un clan (dirigida, al igual que El Angel, por Luis Ortega), y El clan, de Pablo Trapero. Claro está que en algún punto la historia de Puch y la de los Puccio difieren. Ahí donde los segundos eran una familia conectada con el poder (sobre todo en el caso del temible padre Arquímedes), Puch, en cambio, sigue siendo una suerte de inquietante enigma criminalístico: un joven de familia tipo, que no padecía necesidades económicas y cuya historia no estaba signada por padecimiento en el seno de su familia nuclear, que de pronto se convierte en un ladrón y asesino despiadado.
Ante una figura tan oscura como la de Puch, cabe preguntarse qué tan fiel a la realidad fáctica podía ser su adaptación a la pantalla. La respuesta es: no demasiado. Hay muchos crímenes macabros de Puch que la película deja completamente afuera -no sólo fuera de campo, sino, en muchos casos, fuera de la narración-, datos sobre una personalidad salvaje que el film de Ortega decide no filmar, quizás para poder encajar a Puch en el molde que el realizador desea: el de un ser que debe atraernos, en lugar de repelernos. En este sentido, la decisión de Ortega resulta en la purificación de un demonio, necesaria para poder hacer de Puch un personaje digerible para el público.
La película ensaya alguna especulación respecto de la figura del protagonista. Por ejemplo, la posibilidad de pensar a Puch como un espíritu amoralmente libre que, como señala al principio el protagonista con voz en off, no entendió nunca cómo era eso de que algo es tuyo y algo es mío.
El hecho de que la construcción de un personaje tan complejo haya recaído sobre el debutante Lorenzo Ferro es, por un lado, una decisión de casting osada, y, por el otro, un gran acierto. La osadía tiene que ver con haber elegido a un actor absolutamente desconocido para encarnar el papel principal. Decisión nada común en un cine industrial argentino que basa su éxito en que las caras de los protagonistas sean populares (piénsese en el cine argentino industrial copado por primeras figuras, como Ricardo Darín, Guillermo Francella o Natalia Oreiro, sin ir más lejos). Lo del acierto está dado porque el joven Ferro supera con creces tamaño desafío. Amén del parecido físico con el Puch original, que es notable. Hay una manera especial de hablar y caminar que logra Ferro, como la de alguien que, al fin y al cabo, no se pone demasiado nervioso por nada -la lentitud de los movimientos y su tono calmo al hablar son clave en ese sentido-, y no duda ni por un momento de sus acciones, por más aberrantes que estas puedan ser. Esto vuelve a su personaje tan magnético como escalofriante. Puede pensarse incluso que el modo de actuar de Ferro remite a la actuación de Martin Sheen en Badlands, obra maestra de Terrence Malick que quizás haya sido una de las influencias de El Angel. Después de todo, ambas comparten la idea de un psicópata tranquilo y una puesta en escena que más de una vez transmite una parsimonia asombrosa en sus escenas más violentas.
De todos modos, Ferro no es el único gran acierto a nivel actoral de la película. Estamos ante un Daniel Fanego extraordinario como criminal inmoral y abandonado, y una Mercedes Morán que compone a un personaje dueño de una sexualidad tan vital como decadente. Así y todo, quien más destaca aquí es “Chino” Darín. En la piel de Ramón, socio criminal de “Carlitos”, logra convencernos de que puede ser un delincuente desalmado y un pibe deseoso de convertirse en estrella musical y así lograr el orgullo de sus padres. Quizás esta vez más que nunca quede puesto de relieve que “Chino” Darín es el digno heredero de su padre.