UN VIAJE DE DESCUBRIMIENTOS Tampoco tan grandes empieza siendo un cliché: chico y chica que fueron pareja alguna vez se ven forzados a emprender un viaje juntos. En el transcurso del viaje irán discutiendo, pero también conciliando diferencias hasta descubrir que sigue habiendo entre ellos un enamoramiento que estaba escondido. Estamos, entonces, ante un argumento anclado en clichés de comedia romántica y de película de viaje, en el cual dos personas que comienzan peleándose terminan queriéndose, y en el cual el viaje externo es, al mismo tiempo, un viaje interno. Sin embargo, como bien decía Alfred Hitchcock, se puede partir perfectamente de un cliché sin necesariamente llegar a uno. Y puede que una de las características más salientes y valiosas de esta película esté dada por esa virtud por la cual se nos propone un film con un comienzo que vimos mil veces que va virando hacia estéticas y situaciones que raras veces vemos en el cine. Es verdad de todos modos que Tampoco tan grandes no carece de defectos. Peca de una acumulación de subtramas (historia de un padre abandónico en la que no se ahonda y una cleptomanía que podría no estar en la película sin que se altere demasiado el relato), y de ciertas situaciones inverosímiles. Pero se trata de falencias tolerables que se compensan con creces con varios aciertos y riesgos visuales que se ven, sobre todo, en sus últimos minutos, donde la película adquiere tintes insospechadamente oníricos. Así y todo, quizás las mayores virtudes de la película se encuentren en las intepretaciones. Andrés Ciavaglia dota de gracia y hasta sobriedad a un personaje que pudo haber caído en el patetismo. Estamos ante un actor especialmente dotado para la comedia. Y hay una naturalidad esencial en su forma de actuar que hace que podamos sentir como cotidianas hasta algunas líneas de diálogo artificiales que pudiera tener. Además, la película cuenta con una banda de sonido memorable hecha de canciones originales, y que actúa de manera pertinente dentro del relato, con canciones que más de una vez nos describen ya sea mediante su melodía o lírica los sentimientos de sus personajes; y una escena de karaoke especialmente ingeniosa que nos da la certeza de que Paula Reca nació para cantar. Junto con todo esto, hay dos riesgos que se agradecen especialmente. El primero de ellos es el de construir un comedia romántica con actores no demasiado conocidos para el público masivo (a excepción de Miguel Angel Solá, que compone a un homosexual que elude elegantemente el amaneramiento ridículo); el segundo, la posibilidad de pensar una película influida por los géneros americanos, sin que esto le quite a la película un claro anclaje en el país donde se filma. Sólo por esos riesgos y varios chistes efectivos desplegados durante la trama, Tampoco tan grandes es de esas películas argentinas cuya existencia se agradece y celebra.
DE ACUSACIONES Y SIMULACIONES Acusada es la última película de Gonzalo Tobal, director argentino que hace unos años realizó la más que interesante Villegas. No obstante, para el público general, Acusada no será la nueva película de Tobal sino la nueva película de Lali Espósito, la chica que empezó con los productos de Cris Morena y que más de uno reconoce como actriz de televisión y cantante. Por eso quizás una película como esta puede llegar a ser desconcertante para el público. Dicho desconcierto quizás no venga por el lado de verla a ella en un papel dramático, sino de verla en una película que escapa a lo convencional, y que puede defraudar a quien vaya a ver un film de género lleno de lugares comunes. Acusada es, después de todo, un largometraje que parece asentarse en dos tradiciones: el policial whodonit y las películas de juicios. En ambas situaciones se suele normalmente encarar un caso criminal para que se nos vaya conduciendo hacia pistas que nos permitan llegar a la verdad. Sin embargo, Acusada no termina pasando por ese lado, y las pistas acumuladas están más hechas para crear un clima de misterio o incluso para defraudar las expectativas del espectador haciéndole creer que se llegará a una respuesta definitiva que nunca vendrá. La esencia entonces de esta película pasará por otro lado: por la exploración de un personaje como Dolores (Espósito) y una personalidad enigmática que podrá o no ser además homicida. También se trata de una película que habla del sistema judicial, y de las necesidades de puestas en escena o la construcción de la imagen de los defendidos en el sistema legal a la hora de inclinar la balanza de una sentencia. Desde este punto de vista, en Acusada casi todos parecen usar la simulación como arma. La propia Dolores, sus padres, quizás algunos testigos, y hasta un periodista que actúa con impostación interpretado por Gael García Bernal. Desde esta perspectiva, la calidad de las interpretaciones es clave para volver a esos personajes creíbles en su ambigüedad. Así es como si el periodista de García Bernal es algo innecesario y caricaturesco, la actuación de Sbaraglia (padre de Dolores) es muchas veces brillante, y el actor transmite con efectividad tanto la intensidad de su dolor cuando este explota, como su necesidad de reprimir sus sentimientos y mantenerse contenido. Inés Estevez (en el papel de la madre de la protagonista, tan dispuesta como su marido a proteger a su hija de una posible condena y del brutal escrutinio ajeno) en varios momentos puede demostrar con una sola mirada la oscuridad y la hipocresía que puede esconder su personaje. Quien más destaca de todos ellos es Daniel Fanego, abogado de Dolores, y un actor que parece haber demostrado este año con esta interpretación y la del criminal en El Angel, que puede ser el actor ideal para encarar personajes duros, carente de rasgos de humanidad reconocibles. Nos queda, por supuesto, Lali. Su actuación no es quizás perfecta, pudiendo ser más convincente en las escenas en las que parece ser una joven fría y hasta posiblemente con características sociópatas que en aquellas donde quiere mostrar una posición más victimizada. Así y todo, Acusada habla y muy bien de su inteligencia para manejar una carrera que parece querer abrirse hacia lugares muy distintos. A diferencia de otras chicas salidas de la factoría de Cris Morena, Espósito ha sabido diversificar su imagen, y hoy es tanto una cantante pop famosa e identificada con lo festivo como la protagonista de un film oscuro y narrativamente moderno. Con una carrera así y a una edad como la suya, es imposible determinar su futuro. Lo que es seguro es que hoy por hoy ha demostrado un manejo de su carrera inteligente y ambicioso. No es poco.
DEL ARTE Y OTRAS FORMAS DE FARSA Mi obra maestra es la más reciente película de Gastón Duprat, cuyas películas anteriores fueron siempre co-dirigidas con su socio Mariano Cohn, quien aquí oficia de productor. El cine de esta dupla es curioso: sus películas son comedias dueñas de un humor ácido, a veces no exento de crueldad, en las cuales sus protagonistas distan de ser agradables. A veces incluso pueden tener una mirada especialmente misantrópica del mundo que, por otro lado, la propia película parece compartir. A partir de estas películas, la dupla Cohn – Duprat ha reflexionado sobre muchas cosas: las tensiones de clase en El hombre de al lado, la pesadilla de la mediocridad en Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo, la envidia en El ciudadano ilustre. Así y todo, la cuestión que más parece obsesionarlos es la relación entre el artista y su arte, o más aún, el significado real de la calidad artística. Mi obra maestra es, quizás, la película que más claramente habla de esto. Cuenta la historia de Renzo (Luis Brandoni), un pintor que supo tener un gran éxito en décadas pasadas y que ahora se ve incapaz de vender un solo cuadro, en parte porque su estilo ya no llama la atención, y en parte por su carácter autodestructivo y misantrópico, que lo vuelve capaz de atentar contra sus mejores oportunidades financieras. Su única relación genuinamente afectiva parece establecerse con Arturo (Guillermo Francella), un galerista carismático que trabaja con Renzo desde hace décadas y parece ser el único que pudo mantener una relación de algún tipo con el pintor. Justamente los únicos momentos verdaderamente luminosos en la película se dan en las escenas en las que ambos se expresan algún tipo de afecto. Si estas instancias pueden lograr cierta emotividad, no es tanto por cómo están filmadas, sino más que nada por el contraste que existe en una película que exuda desconfianza (y a veces hasta repudio) hacia todo: la burguesía, la gente bienintencionada, el cristianismo, el comercio del arte, la crítica. Esta mirada parece extenderse hacia prácticamente todo; de ahí que esta película abunde en personajes con actitudes maliciosas y carentes de ética. Lo interesante de todos modos es que la inmoralidad de los protagonistas parece perfectamente coherente con una película cuya visión del mundo es tan oscura y cínica que, al fin y al cabo, un accionar espantoso puede resultar tolerable. Incluso el film propone un juego moral extraño, poniendo al único personaje bienintencionado, creyente en la moralidad y la compasión, como un tremendo idiota. Hay un problema con esta mirada, y es que, de tan odiosa y desconfiada, a uno como espectador nada le parece finalmente demasiado significativo. Por ejemplo: en una de las escenas de la película, vemos a Arturo mirar con admiración a Renzo pintar con habilidad un cuadro gigantesco para una empresa. El momento es complicado, porque ante una película que termina teniendo una mirada tan cínica sobre el propio mundo del arte, ese instante resulta falso, carente de toda emoción, o siquiera interés. Lo mismo sucede con los propios ideales de Renzo, como su rechazo al cristianismo y a la moral burguesa. Es imposible tomarse medianamente en serio eso (incluso en su provocación) cuando vemos que Renzo carece de cualquier valor moral, siendo capaz de no sentir remordimiento por el hecho de haber sido un padre abandónico. Así y todo, quizás el mayor problema de Mi obra maestra sea formal. El trabajo de Duprat sobre los planos rehúye de cualquier tipo de preciosismo, y más de una vez recurre a una estética de lo feo y lo mediocre. Este tipo de estética siempre estuvo presente en la dupla Cohn-Duprat, pero muchas veces tenía una función dramática o humorística realmente efectiva. Por ejemplo, la fealdad visual del homenaje que le hacían al personaje de Oscar Martínez en El ciudadano ilustre era reflejo de la propia mediocridad del pueblo, pero también era un momento cómico sofisticado, que lograba, a partir de esa fealdad visual, establecer un momento de humor distinto. En Mi obra maestra, la simpleza de los encuadres y el carácter grotesco de muchos personajes pueden ser una expresión formal del mundo chato y mezquino que refleja Duprat, pero al mismo tiempo son solamente eso. Por otro lado, cuando Duprat intenta ser más preciosista respecto de los espacios (como en el arranque con una voz en off de Arturo hablando de la Capital Federal y en las escenas en Jujuy), el resultado está más cerca de la postal turística. También resiente bastante la película una estructura narrativa que abusa de las elipsis, dejando demasiados cabos sueltos que tornan ciertas vueltas de tuerca inverosímiles. No obstante, Mi obra maestra está lejos de ser absolutamente descartable. Hay varios momentos de humor realmente logrados, y sobre todo actuaciones brillantes por parte de sus principales intérpretes. Hablamos acá de un Francella que sabe resignificar su habitual personaje de chanta porteño en una clave que roza lo psicopático; un Brandoni en estado de gracia que logra componer a la perfección a su pintor malhumorado y cínico, capaz de decir con la mayor parsimonia posible las mayores bestialidades; una Andrea Frigerio que sabe actuar sobriamente un personaje que podría haberse tentado al grotesco; y el español Raúl Arévalo, cuyo personaje caritativo logra generar comicidad hasta en el propio tono con el que dice sus líneas. Esto es mérito de los actores, claro, pero también de un director que supo dirigirlos. Y es justamente en esta virtud que se encuentra la razón principal por la cual Mi obra maestra, aún con sus varios defectos, puede resultar un entretenimiento de lo más ameno. Quizás esto no la vuelva una gran película, pero sí un producto industrial respetable y a tomarse en serio, incluso en un relato que parece decirnos a cada rato en su infinita misantropía y cinismo que no hay prácticamente nada que valga realmente la pena.
PURIFICACIÓN DE UN DEMONIO El Angel, transpolación a la pantalla grande de la historia de Robledo Puch, es una decisión comercial que parece hermanarse con otra de hace unos años de haber llevado – tanto en formato de serie como de largometraje- la historia de la familia Puccio en Historia de un clan (dirigida, al igual que El Angel, por Luis Ortega), y El clan, de Pablo Trapero. Claro está que en algún punto la historia de Puch y la de los Puccio difieren. Ahí donde los segundos eran una familia conectada con el poder (sobre todo en el caso del temible padre Arquímedes), Puch, en cambio, sigue siendo una suerte de inquietante enigma criminalístico: un joven de familia tipo, que no padecía necesidades económicas y cuya historia no estaba signada por padecimiento en el seno de su familia nuclear, que de pronto se convierte en un ladrón y asesino despiadado. Ante una figura tan oscura como la de Puch, cabe preguntarse qué tan fiel a la realidad fáctica podía ser su adaptación a la pantalla. La respuesta es: no demasiado. Hay muchos crímenes macabros de Puch que la película deja completamente afuera -no sólo fuera de campo, sino, en muchos casos, fuera de la narración-, datos sobre una personalidad salvaje que el film de Ortega decide no filmar, quizás para poder encajar a Puch en el molde que el realizador desea: el de un ser que debe atraernos, en lugar de repelernos. En este sentido, la decisión de Ortega resulta en la purificación de un demonio, necesaria para poder hacer de Puch un personaje digerible para el público. La película ensaya alguna especulación respecto de la figura del protagonista. Por ejemplo, la posibilidad de pensar a Puch como un espíritu amoralmente libre que, como señala al principio el protagonista con voz en off, no entendió nunca cómo era eso de que algo es tuyo y algo es mío. El hecho de que la construcción de un personaje tan complejo haya recaído sobre el debutante Lorenzo Ferro es, por un lado, una decisión de casting osada, y, por el otro, un gran acierto. La osadía tiene que ver con haber elegido a un actor absolutamente desconocido para encarnar el papel principal. Decisión nada común en un cine industrial argentino que basa su éxito en que las caras de los protagonistas sean populares (piénsese en el cine argentino industrial copado por primeras figuras, como Ricardo Darín, Guillermo Francella o Natalia Oreiro, sin ir más lejos). Lo del acierto está dado porque el joven Ferro supera con creces tamaño desafío. Amén del parecido físico con el Puch original, que es notable. Hay una manera especial de hablar y caminar que logra Ferro, como la de alguien que, al fin y al cabo, no se pone demasiado nervioso por nada -la lentitud de los movimientos y su tono calmo al hablar son clave en ese sentido-, y no duda ni por un momento de sus acciones, por más aberrantes que estas puedan ser. Esto vuelve a su personaje tan magnético como escalofriante. Puede pensarse incluso que el modo de actuar de Ferro remite a la actuación de Martin Sheen en Badlands, obra maestra de Terrence Malick que quizás haya sido una de las influencias de El Angel. Después de todo, ambas comparten la idea de un psicópata tranquilo y una puesta en escena que más de una vez transmite una parsimonia asombrosa en sus escenas más violentas. De todos modos, Ferro no es el único gran acierto a nivel actoral de la película. Estamos ante un Daniel Fanego extraordinario como criminal inmoral y abandonado, y una Mercedes Morán que compone a un personaje dueño de una sexualidad tan vital como decadente. Así y todo, quien más destaca aquí es “Chino” Darín. En la piel de Ramón, socio criminal de “Carlitos”, logra convencernos de que puede ser un delincuente desalmado y un pibe deseoso de convertirse en estrella musical y así lograr el orgullo de sus padres. Quizás esta vez más que nunca quede puesto de relieve que “Chino” Darín es el digno heredero de su padre.
MUJER AL BORDE UN ATAQUE DE NERVIOS Tully es la nueva colaboración entre el director Jason Reitman y la guionista Diablo Cody, dupla que se hizo conocida hace unos años con la querible La joven vida de Juno, película de bajo presupuesto que logró un impensado éxito unos años atrás. Tully comparte algo con este film: una protagonista con un humor ácido, que en algún punto exterioriza sus problemas en una cantidad importante de frases irónicas y un espíritu sarcástico del que pareciera hacer gala, no como maldad sino como sistema de defensa. También en ambos casos se aborda el tema de la maternidad y el embarazo en torno a dos mujeres protagonistas que no se sienten en condiciones de criar un bebé, de brindarle cobijo y calma. Sin embargo, las razones por las cuales ambas transitan sendos embarazos con pesar y displacer son diametralmente opuestas. Si el problema de Juno era ser una chica demasiado joven como para sentirse en condiciones de ejercer una verdadera función materna, en Tully la mujer es una persona de unos 40 años cuyo problema es que se siente desbordada por la crianza de sus otros dos hijos, y que ahora afronta un tercer embarazo no deseado en un contexto económico que dista de ser óptimo. A partir de allí, es que la protagonista decidirá aceptar un regalo de su pudiente hermano: la contratación de los servicios de una niñera nocturna (la Tully del título) que velará por el cuidado del bebé mientras su madre descansa. Desde este lugar, Tully plantea algo distinto a lo que suele verse en el cine de Hollywood (o incluso en el cine en general): una imagen de la maternidad completamente agotada y carente de ternura, donde los hijos pequeños pueden ser también causantes (involuntarios, por supuesto) de una sensación de vacío en sus madres. No es que la película intente proponer una suerte de manifiesto en contra de la maternidad, sino que más bien retrata la maternidad sin la luminosidad con la que suele tratarse. Muchas veces la película logra reflejar con habilidad esa maternidad más oscura desprovista de felicidad. De hecho, Tully quizás cuente con el parto más desangelado que se haya filmado nunca. Y es en ese tipo de quiebres hábiles del lugar común donde radica una de las virtudes más grandes del film. Otras variaciones pueden observarse en diálogos filosos, y sobre todo en la actuación de Charlize Theron, cuya capacidad expresiva denota su preocupante desmejora psicofísica, así como su progresiva recuperación a partir de la relación afectiva que entabla con la niñera. Así y todo, hay dos factores que resienten esta película. Uno es cierta necesidad del subrayado a través de los diálogos. El segundo es una vuelta de tuerca final que no conviene revelar. Lo de los diálogos es un defecto menor que no terminan opacando la calidad del film. Su desenlace, en cambio, es un recurso de guión efectista que privilegia provocar impacto en detrimento de profundizar el desarrollo de una relación entre personajes que se perfilaba como enriquecedora para ambas partes (Theron y la joven Mackenzie Davis, ama de casa y niñera respectivamente). De no haberse apelado a dicho recurso, el resultado posiblemente hubiera sido un film más rico e interesante. Otro caso de tantos en los cuales, tristemente, el afán por ser ingenioso termina atentando contra la propia verdad de una película.
ESCENAS FRENTE AL MAR El nuevo film de Juan Villegas es lo que se conoce como una “comedia de rematrimonio”, es decir, una historia de una ex pareja que se vuelve a juntar. Pero Las Vegas es mucho más que eso. Se trata de una comedia argentina tan clásica en su narración como osada en algunas de sus decisiones narrativas, tal como elipsar bruscamente situaciones que otro director se hubiera tentado de filmar. Esta decisión pone de relieve la necesidad de Villegas de narrar sólo lo indispensable, y si bien le juega a favor en el ritmo narrativo, también hace que la trama avance con suma brusquedad, dejando fuera escenas que hubiera sido interesante ver. De este modo, ciertos conflictos claves y obstáculos que debieran evitar una resolución sencilla (como el rencor que el hijo parece tener en un comienzo hacia un padre poco presente, o la joven novia de su padre, con la que supuestamente éste va a contraer matrimonio) se terminan resolviendo con demasiada facilidad. Así y todo, son defectos que no terminan afectando el buen resultado de la película, en buena parte por la efectividad de su humor y por la propia sabiduría del director de no juzgar a ningún personaje. Por otro lado, Las Vegas confirma a Pilar Gamboa como una de las mejores actrices del cine argentino, que interpreta con dignidad y gracia un personaje que actuado de otro modo podría haber sido no sólo poco querible sino insoportable. Hacia el desenlace, no sólo asistimos a la reconstrucción de la pareja protagónica (dupla conformada por Gamboa y Santiago Gobernori, que despliega una notable química), sino a la historia de una familia que se rearma. El plano final, dueño de una luminosidad calma y agradable, nos recuerda que el cine argentino puede entregar comedias felices, que puede sin problemas tomar influencias de directores tan disímiles como Hawks, Bogdanovich y Rohmer, y ensamblarlos en una película que se siente absolutamente local.
NI MUCHO SHOW NI MUY GRANDE El gran showman es un musical basado muy libremente en la figura de P.T. Barnum, el legendario fundador del circo moderno y uno de los hombres de comercio más famosos del Siglo XIX. Por supuesto, esto es Hollywood y además es un musical -género artificial por excelencia-, por lo cual no es el verismo biográfico lo que a su director le importa. El Barnum que retrata la película está bastante lejos de los puntos realmente oscuros que tuvo el personaje real para ser alguien que, proviniendo de la más profunda de las pobrezas, logró ascender a la fama y el dinero gracias a su ambición pero también a sus grandes ideas, y hasta a un sentido de la humanidad que lo hizo acercarse a personas físicamente deformes y que en el Siglo XIX sólo eran objeto de desprecio. Que el único rasgo de maldad que termina teniendo Barnum (interpretado por Hugh Jackman) en la película sea que, engolosinado con la fama y el deseo de pertenecer a las clases acomodadas, ignore momentáneamente a sus freaks de circo es parte de la forma en la que la película decide deformar la historia. El problema reside en que tal deformación da como resultado una película demasiado artificial, con actuaciones tan estereotipadas e impostadas que es imposible sentir empatía por cualquiera de sus personajes. Hay además algo demasiado esquemático y sobre explicativo en El gran showman, con sus personajes enunciando a cada rato qué es lo que les pasa y qué es lo que aprendieron a partir de su experiencia en el circo. Al mismo tiempo, hay en la película situaciones que se sienten demasiado forzadas. Así es como en ningún momento se ve que alguno de los freaks le reproche a Barnum que les haya dado la espalda, sino que lo ponderan como un héroe de un segundo al otro ni bien este muestra un atisbo de arrepentimiento por sus errores para con ellos. Es verdad que esta sí es la primera película en la que vemos a Hugh Jackman bailar (en films anteriores como Los miserables o Happy Feet lo oímos cantar) y si bien despliega esta destreza con la gracia propia de un bailarín entrenado, nunca vemos al gran showman que el título promete (de hecho, uno tiene la sensación de que, tal vez por impericia del director, Zac Efron baila mejor que él). Esto puede tener que ver con un director que abusa de los cortes en los números musicales, de modo tal que Jackman rara vez es tomado en un plano general que nos permita apreciar sus aptitudes. De todos modos, quien más desaprovechada está es Michelle Williams, actriz enorme puesta en un papel demasiado secundario y cuya capacidad interpretativa en ningún momento se pone de relieve. Esto es lógico cuando un director dirige a una actriz de modo tal que la reduce a dos o tres morisquetas. Todo un signo, si se quiere, ya que se trata de una película que a duras penas llega a tener unas pocas ideas que valgan la pena.
TRES EPISODIOS PARA UNA MISMA GUERRA Es raro que la Guerra de Malvinas haya sido un tema tan poco abordado por el cine argentino. Fue, después de todo, no sólo uno de los episodios más trágicos de nuestra historia reciente, sino también una guerra lo suficientemente particular como para generar relatos atractivos. Teniendo en cuenta esto, Soldado argentino sólo conocido por Dios de Rodrigo Fernández Engler tiene el interés a priori de constituirse como uno de los pocos largometrajes nacionales que se animan a abordar un tema como este. El relato, claramente dividido en tres partes, narra al principio la historia de los soldados protagonistas antes de entrar en batalla. El segundo tramo se centra en la batalla misma. El tercero girará más que nada en torno a las secuelas de guerra de los sobrevivientes, sumado a la historia de uno de los soldados caídos. En este último pasaje, quien adquiere protagonismo es una joven (Florencia Torrente) convencida de que el cuerpo de su hermano caído en Malvinas yace en una de las tumbas bajo el pseudónimo que da nombre a la película. Soldado argentino… encuentra su pico más alto en la parte media, sobre todo en lo que se refiere a la descripción de la convivencia entre soldados y las escenas de combate. Este último incluso presenta grandes hallazgos, como aquel momento en que se muestra cómo tres soldados inexpertos disparan como pueden contra barcos ingleses que cuentan con tecnología claramente superior. En esas escenas, el director logra que el espectador se sienta en el lugar de esas batallas en la que los soldados argentinos combatían con elementos precarios y se encontraban en una tierra al mismo tiempo desoladora y confusa. A estas escenas se le suma otra virtud: la capacidad del director de elegir locaciones del interior de Argentina muy similares a las de las Islas Malvinas. Sin embargo, ya en este segundo tramo de Soldado argentino sólo conocido por Dios algo empieza a resentir el resultado final de la película: diálogos que devienen en discursos altisonantes y efectistas, y un abordaje poco convincente de los conflictos personales de sus protagonistas. Esto último resulta ostensible ya llegando a la tercera parte de la película, en la que se trata el conflicto vincular entre el personaje de Torrente y el del atribulado soldado Juan Soria (encarnado con gran sensibilidad y hondura por el joven Mariano Bertolini). Por momentos, el personaje de Torrente pareciera estar puesto al servicio de enfrentar al de Bertolini a las limitaciones y fantasmas que lo acucian desde la guerra. Una línea argumental que aparece de manera forzada dentro de la trama y que se resuelve a las apuradas, imposibilitando cualquier tipo de empatía con la historia de amor planteada.
DE NACIMIENTOS Y AUSENCIAS Tras su premiada ópera prima del 2011 Abrir puertas y ventanas, Milagros Mumenthaler realiza La idea de un lago, una película inspirada libremente en Pozo de aire, un libro de fotografía y poemas de Guadalupe Gaona. Este sensible relato atraviesa distintas etapas de la vida de Inés (Carla Crespo), una fotógrafa que está a punto de ser madre por primera vez y transita en soledad su embarazo, ya que ha dejado a su pareja (Juan Barberini). A medida que su embarazo avanza, Inés repasa su infancia, al tiempo que confecciona un libro autobiográfico de imágenes y poemas. Así es como Mumenthaler decide encarar la narración con dos líneas: la del tiempo presente y la de la infancia. Una de las diferencias más notorias es que mientras el presente es filmado de un modo sobrio, los recuerdos, en cambio, estarán atravesados por el imaginario de una niña. De este modo, por momentos será difícil diferenciar cuánto hay de fantasía y cuánto de verdad en esos flashbacks. No obstante, esto no impide que, conjugando los dos tiempos, Mumenthaler pueda explorar varios aspectos de la vida de Inés. Los vínculos de ella con su madre (grata reaparición cinematográfica de Rosario Bléfari), con su hermano menor, y sobre todo con la ausencia del padre de ambos (desaparecido en marzo de 1977). Esto último justamente empezará a cobrar un nuevo significado ante la inminencia de que la propia joven devenga madre. Hay otro elemento clave y es el hecho de que de su progenitor Inés sólo conserve una foto junto a ella en la casa familiar de veraneo. Justamente esta idea de limitar la figura de su padre a un recuerdo personal es lo que hace que La idea de un lago deje de lado el aspecto político-ideológico de la desaparición de su padre. También hay que agregar el hecho de que al abordar el relato desde la mirada de una niña no hay una noción del momento histórico, sino sólo una joven intentando comprender una ausencia de la que no puede dar cuenta. Desde este lugar, la película propone algo fascinante: partir de la base de que el espectador ya conoce la realidad histórica y los horrores políticos y sociales de la dictadura, para centrarse en otros aspectos más personales. A su vez, la película también ensaya la posibilidad de una recuperación a partir, por un lado, de una aceptación de la pérdida, y por otro, de una apuesta al futuro. La idea de un lago es, en suma, una película paradójica y fascinante: adulta, sin dejar de ser lúdica, melancólica, sin dejar de ser optimista, triste, sí, pero también esperanzada.
DE MEMORIA, PASADO, RAICES Y MUSICA DE QUEEN Aquarius comienza con una conmovida Clara celebrando el cumpleaños número 70 de su tía en 1980. Mientras tanto, la propia Clara recuerda que ha vencido un cáncer de mama. Y ese espacio de festejo, el departamento ubicado en la estructura edilicia Aquarius donde viven Clara y su marido de jóvenes, condensa las vivencias compartidas que ese grupo de seres -y Clara especialmente-, atesora. Ahí es cuando la película a empieza a establecer una de sus temáticas principales: que espacios y objetos contienen mucho más que lo material en sí y representan vivencias trascendentales para sus personajes. Luego de esto, la película presenta a una Clara ya mayor, convertida en una refinada crítica de música recientemente jubilada. Ese departamento es parte de Aquarius, un elegante aunque ya añejo edificio de la ciudad costera de Recife. Allí crió a sus hijos junto a su marido hasta la muerte de éste. Cuando una empresa constructora inescrupulosa se dispone a comprar su departamento luego de haber adquirido el resto de las unidades del edificio, la calma cotidianeidad de Clara se ve puesta en jaque. Sus tres hijos son hoy adultos jóvenes preocupados por una madre que envejece en una construcción solitaria. Pero también quisieran beneficiarse de la generosa suma de dinero con la que la empresa pretende seducir a su estoica madre. A partir de allí se establece un conflicto entre esta mujer y sus deseos por no vender un espacio que es a la vez portador de recuerdos y raíces, sus hijos y la propia empresa, que progresivamente irá emprendiendo acciones cada vez más inmorales a fin de lograr torcer su voluntad. Paralelamente a esta puja de intereses se cuenta la historia personal de Clara: la de su propio deseo sexual y de su relación con la música, que serán dos de sus motores vitales y funcionarán como posibilidades de liberación y disfrute frente al hostigamiento de la empresa constructora. A propósito de esto habrá en primer lugar una utilización virtuosa de la música (nunca sonó con más pertinencia y fuerza que en Aquarius la melodía de Queen) y en segundo lugar una escena de sexo que ella tiene con un joven prostituto, filmada con una delicadeza y contundencia ejemplar. El resultado es un film poderoso sobre el arraigo al hogar y la conservación de la historia personal, sostenido en la solvencia actoral de una Sonia Braga visceral.