Carlitos camina por las soleadas calles del norte de la provincia de Buenos Aires con la latente impunidad que le ofrece su juventud y su apolínea belleza. Fascinante, incómodo y enigmático, el Robledo Puch de Luis Ortega tiene el mismo pulso perturbador que esa extraña familia de crimen y perversión que retratara con estilizada precisión en la miniserie Historia de un clan. Quizás aquí su mirada se corre aún más de las exigencias del policial, de un caso que fue tapa de los diarios, y hace que ese derrotero de robos extravagantes y brutales asesinatos exude a los ojos del espectador la visceral combinación de escándalo y atracción que solo el cine y su inmensa pantalla pueden alcanzar.
Ambientada a comienzos de los 70, la Argentina de Robledo Puch no deja de ser un teatro para ese dandismo criminal que atraviesa aquella sociedad en sus temores más arraigados, más indescifrables. El enigma detrás de la perfidia de ese ángel de alma negra, de la saña de sus actos, de su sexualidad provocadora, es la llave que Ortega mejor maneja. La elección musical, con "El extraño de pelo largo", de La Joven Guardia, a la cabeza, es la mejor prueba de ello, haciendo de cada canción un juego de representaciones, de guiños autoconscientes e irónicos (que incluyen al mismísimo Palito). Sin nunca aspirar a comprenderlo o explicarlo, Ortega muestra la fenomenología de su personaje: el capricho de sus actos, la obscenidad de su violencia, el sinsentido de ese mundo que se teje a su alrededor.
El encuentro de Carlos y su compañero Ramón abre la película a ese inquietante retrato de familia que encarnan Daniel Fanego y Mercedes Morán, reflejo invertido de ese hogar de orden y trabajo que dio vida a Carlitos. Es claro que son esas tensiones homoeróticas y esas corrientes subterráneas que explotan en el seno de la banda delictiva las que se apoderan de la película, más que el vértigo de una road movie de ambiciosos y delirantes criminales. Lorenzo Ferro y Chino Darín consiguen adherirse a ese exterior de colores chillones y pasiones superficiales que elige la puesta de Ortega; el primero con ese cuerpo menudo de facciones andróginas, el segundo con esa inconsciencia dramática centrada en la fuerza de su presencia.
Más cercana a la fábula pop que a la crónica de sucesos, El ángel no intenta dar respuestas sino que asume la fascinación y la inquietud de saber que hay misterios que son el límite y el fin de todo intento de explicación.