La primera escena de “El Ángel” (2018), de Luis Ortega, dictaminará todo el devenir del relato y la simbiótica relación que el protagonista, interpretado por el debutante Lorenzo Ferro, mantendrá con el espectador.
Ese vínculo, estrecho y sólido, de total empatía a expensas de su recorrido delictivo, plasmado de manera impactante en imágenes y acciones que omiten juzgar, dejando a la audiencia esa tarea, es uno de los puntos más fuertes de la propuesta.
La violencia y los hechos son tolerados porque, desde, y por, el carisma de “Carlitos”, ese asesino que mató y cometió robos con total impunidad y que supo desafectarse de la realidad que lo contenía con otra diferente, atrapa.
Ferro hipnotiza, con sus diálogos cortos, su mirada seductora, y bucles que lo hacen aniñado, Shirley Temple del hampa local. Inspirada en la vida del recluso más longevo de la Argentina, Carlos Robledo Puch que mantuvo en vilo a la prensa y la sociedad durante los años ’70 del siglo pasado, “El Ángel” decide transitar un camino diferente al imaginado y esperado.
Si bien su regodeo con los robos, con la sexualidad de “Carlitos”, con cierto desparpajo en el vínculo que tiene con su coequiper Ramón (Chino Darín), con acercamientos a los personajes secundarios y con sus decisiones, podrían alejar la relación con el espectador, la atracción del protagonista exige, aunque esté en el 99 por ciento de las escenas, su rápido retorno a la pantalla cada vez que sale de cuadro, por lo que ya no importa qué se cuenta, sino cómo se lo hace.
Carlitos delinque, se arriesga cada vez que roba, porque es su manera de gritarle al mundo que está vivo.
Harto de la escuela, las obligaciones, la formalidad del trato en su casa, con padres (correctos Cecilia Roth, Luis Gnecco) que no entienden su manera de salir al mundo, son solo tomadas como circunstancias en su vida, hasta que cae en las manos de Ramón y su familia (solventes y divertidos, Merecedes Morán, Daniel Fanego), allí comienza su relato y el devenir en el que encuentra su forma de ser.
“El mundo es de los ladrones y de los artistas, el resto tiene que salir a laburar” dice en un momento, y desde allí el universo de música, estética, vestuario, reconstrucción que Ortega propone, recobra sentido e impulsa esa conexión hacia otro lugar. Carlitos se esconde con Ramón en una pensión de mala muerte, en un acto, que lo pinta tal cual es, le deja a un linyera un broche valioso.
Carlitos roba por aventura, mata por diversión, no es consciente, o al menos es lo que se nos presenta, de aquello que lo está empujando fuera de los cánones y parámetros sociales. Se frustra cuando Ramón prefiere las luces de la televisión a estar con él.
Desde allí, a “El Ángel” no se le pedirá, fidelidad con el caso, con los hechos que se narran, al contrario, sólo se buscará la continuidad de ese eterno presente, fugaz y hermético, donde conviven gemelas, motos, camperas de cuero, pulsiones sexuales, obras de arte y armas.
Al avanzar en su aventura, Carlitos se olvida de todo, y comienza a narrar en primera persona su paso por el mundo, su hipnótico encuentro con los padres de Ramón, los desengaños con éste, la incorporación de un tercero a los robos, y, principalmente su soledad.
Y si bien, a diferencia de sus producciones anteriores, en donde el minimalismo iba acompañado de una sencillez en los planteos, la opulencia y la ambición que acompaña esta propuesta, se condice con el principal enunciado de esta especie de “Bonnie and Clyde” urbana, en la que la composición de Ferro como ese villano entrañable, potencia su lograda propuesta y borra todo gesto dañino en cada acto de Carlitos.