La ópera prima de Mercedes Laborde nos presenta a Flavia, la protagonista absoluta del filme, en su proceso de duelo. Ha perdido a León, quien fuera su pareja durante ocho años y ahora debe recompone su vida sin saber exactamente cómo encarar este cambio, con muchas más dudas que certezas.
Laborde acompaña a Flavia (Lorena Vega) muy amorosamente: la construye con todas sus dudas, presenta sus marchas y contramarchas, la describe con toda la incertidumbre propia que trae aparejado el hecho de encarar esta etapa de cambio rotundo.
Flavia intenta acomodar, como puede, las piezas del rompecabezas pero aparece permanentemente la contradicción de que León no caiga en el olvido mientras que en algún punto debe desapegarse de sus objetos materiales, de sus recuerdos, de sus vivencias en esa casa que compartieron.
Pero donde Flavia se siente más insegura, donde más desorientada parece estar, es en cómo recomponer el lugar que ocupará Lucía, la hija de León, en este nuevo estado de cosas. Lucía la conecta irremediablemente con ese León que ya no está. Juntas deberán encarar el mismo proceso pero, claramente, de formas muy diferentes.
De algún modo se acompañan, se ayudan, lo deconstruyen. De alguna manera se unen para seguir recordándolo e intentarán aprender a despedirlo. Laborde construye el relato mediante esas pequeñas “polaroids”, esos momentos cotidianos donde muestra a Flavia al desnudo, sin red, intentando recomponer su historia después de la tormenta.
Sus intentos de conocer –aunque eventualmente- a otros hombres, el vínculo con su madre y los encuentros permanentes con Lucía (en donde aparece también su madre y su notable imposibilidad de contenerla en este momento tan particular), su trabajo, la vida misma: todo está teñido de la tristeza de no tener a León junto a ella.
Lorena Vega, una actriz de una gran trayectoria en el teatro independiente, con notables trabajos en “Todo tendría sentido si no existiera la muerte” “Parias” “Salomé de Chacra” y las actualmente en cartel “Yo, Encarnación Ezcurra” y “La vida Extraordinaria” se pone al hombro “EL AÑO DEL LEON” siendo un personaje prácticamente presente en cada escena del filme.
Su delicioso tour-de-force va ganando cuerpo a medida que va avanzando la película, y si bien en las primeras escenas pareciera que cuesta encontrar el punto exacto del personaje, Vega va dotando a su Flavia de diversas tonalidades hasta encontrar su nuevo anclaje a medida que vaya transitando su duelo.
Las escenas con Malena Moirón (Lucía) destilan ese universo pequeño e íntimo construido entre mujeres, esa simbiosis simple y compleja al mismo tiempo y Laborde lo propone de una manera sencilla y profunda, con una mirada cálida y contenedora para este microcosmos femenino.
El afuera, la ciudad, el entorno como elemento de permanente amenaza y conflicto para un periodo tan particular como es el duelo, queda personalizado en Mónica, la mamá de Lucía y la anterior pareja de León, papel al que lamentablemente Julieta Vallina no logra sacarle provecho y aparece como desdibujada y distante en la mayoría de las escenas.
A partir de una escena en particular, intensa, bellamente filmada, en donde Flavia va al cementerio de la Chacarita y la vemos frente al nicho en esas solitarias galerías, alejada de su bicicleta y en silencio, aparece un nuevo tiempo de decisiones, un punto de inflexión que el guion aprovecha al máximo y nos regala un par de escenas posteriores que son el cierre perfecto para que comiencen a soplar vientos de cambio.
“EL AÑO DEL LEON” es de esas películas pequeñas pero profundas, una historia sencilla pero entrañable y personajes con los que uno empatiza rápidamente y puede contactarse en su verosímil cotidiano, en sus dudas, en sus flaquezas, en sus propias contradicciones y fundamentalmente en sus ganas de vivir acorde con sus deseos.