Después de su apuesta a la comedia con Moldavsky y Jorgelina Aruzzi en “Ex Casados”, Sabrina Farji vuelve al terreno del documental (como sus trabajos anteriores “Desmadre” o “Los Felices”) para contar la historia de Mariquita Sánchez de Thompson, para muchos una figura vinculada con los libros de Historia de la escuela primaria como la organizadora de tertulias en donde luego se entonó por primera vez el himno nacional argentino. Pero para muchos otros escritores, biógrafos, actores, actrices y para la propia directora, una clara figura de feminismo en el Río de La Plata donde en su historia personal no solamente se pone en juego estar implicada en la liberación de la Nación sino también en su independencia individual. Farji atraviesa en este trabajo diferentes texturas estéticas con las que va ilustrando el relato: utiliza fotos, cuadros, fragmentos de cartas, reportajes a historiadores y filósofos, el relato en off (con las voces de Victoria Carreras y Fabio Aste) como diferentes formas de poder armar un collage al que se suman las actuaciones de Zoe Gotusso y Mayra Bonard con un cuidado diseño de vestuario y la selección de locaciones atípicas que dan un marco escenográfico creativo y original en espacios completamente despojados y hasta subsuelos en donde la iluminación juega también un rol particular. Poniendo el foco en una mujer completamente decidida a romper, ya en aquella época, con los mandatos sociales y la ley del hombre, los testimonios de María Saenz Quesada, Dora Barrancos o Adriana Tursi, van ilustrando diferentes aspectos de su vida personal y familiar donde Mariquita se construye como una verdadera figura revolucionaria en busca de una autonomía que se disputa dentro de su propio orden familiar. , mujer revolución se acerca al enigma de Mariquita Sánchez de Thompson y descubre nuevas respuestas para preguntas que aún hoy nos seguimos haciendo. Más allá de esta imagen de una mujer empoderada en pleno siglo XIX, también hay una historia de amor que va completando la narración, huyendo de un matrimonio por compromiso y buscando su verdadero amor (¡de quien luego tiene la osadía de separarse!), con toda lo que eso significaba para su época: una verdadera mujer vanguardista, una figura apasionada por la construcción de su libertad personal. Farji acierta en una puesta donde no elige un documental de cabezas parlantes ni se ajusta a ninguna estructura formal. Por el contrario, bucea en todas las posibilidades que les da este gran personaje con implicancias sociales y políticas, para rescatarla del encasillamiento en el dato banal de la mujer en cuya casa se presentó en sociedad a nuestro Himno Nacional, sacándola de esa imagen tradicional en la Historia, donde las mujeres tienen lugares colaterales, para ponerla en el verdadero centro de la acción. En ese tránsito, Farji no puede evitar la autoreferencialidad y mezclarse a título personal en el relato, lo que no sólo suena forzado y resta fluidez sino que además una mirada totalmente externa hubiese favorecido la propuesta. Zoe Gotusso en la versión más joven de Mariquita y Mayra Bonard en la versión adulta aportan dos improntas bien diferenciadas en donde además, Farji aprovecha un interesante juego visual de mezclar lo antiguo con lo moderno, el miriñaque con un celular, una mujer del siglo XIX con tatuajes y combinar la danza, el canto y la actuación además de aportar dos figuras cargadas de sensualidad. “MARIQUITA: Mujer Revolución” se propone redimir a una de las figuras femeninas más importantes de nuestra historia y logra sumergirnos en una versión completamente diferente a la que estamos acostumbrados.
En “Los cuerpos dóciles” (2015) el documental de Matías Scarvaci y Diego Gachassin el protagonista absoluto era el abogado penalista Alfredo García Kalb, especialista en la defensa de jóvenes del conurbano bonaerense. Como una suerte de continuación de lo recorrido, Scarvaci ahora presenta en “EL LIBRO DE LOS JUECES” un punto de vista diferente, para poner ahora el foco en el desempeño de dos jueces sumamente particulares. Con una mirada similar a la que se mostraba sobre el trabajo de Garcia Kalb, Scarvaci sobrevuela la crítica a un sistema penal que no logra ser útil en su rol de reinsertar a los presos en la sociedad. Las clases condenadas son siempre las socialmente más vulnerables, quienes deben lidiar con situaciones complejas y parecen no tener posibilidades de torcer su destino. Ahora la cámara de Scarvaci acompaña a Walter Saettone (Juez de Instrucción Penal de la provincia de Buenos Aires) y Alejandro David (Juez de Ejecución Penal), quienes diariamente trabajan en el campo del derecho penal restaurativo, visitando comisarías y cárceles cuidando que no se vulneren los derechos básicos que les asisten a los reclusos. Tal como sucedía recientemente en “Llamen a Joe” (Germán Siseles, 2023) presentada en el último BAFICI (retrato del abogado penalista Joe Stefanololas, vinculado con una enorme cantidad de estrellas del rock nacional), las figuras de Saettone y David no son precisamente la de los jueces tradicionales que se construyen en nuestro imaginario y eso queda demostrado en su trabajo cotidiano, el compromiso y la empatía con cada situación de injusticia. La atenta cámara de Scarvaci, los registra minuciosamente en sus rutinas y en el vínculo que establecen con cada uno de los presos y a medida que conocemos algunas de sus historias, el documental va adentrándose en otro terreno: el contacto que ellos tienen con los familiares de las víctimas. A partir de este disparador, el documental comienza a trabajar fuertemente en la idea del perdón con testimonios muy movilizantes de quienes han debido enfrentarse judicialmente con quienes han causado un dolor irreparable, vinculando víctimas y victimarios. “EL LIBRO DE LOS JUECES” genera el espacio de discusión social necesario para plantearse la dicotomía entre quienes piensan que a quienes han delinquido hay que aplicar la “mano dura” y quienes trabajan sobre la humanidad de quienes están privados de su libertad. El trabajo de Saettone y David claramente apunta a trabajar sobre la reinserción, la posibilidad de un futuro para cada una de estas historias y trabajar el perdón, como una de las formas más potentes de sanación. Otro de los puntos interesantes del trabajo de Scarvaci es poder contar el costado humano de estos jueces y el contacto cotidiano por medio de su trabajo con este universo complejo en donde conviven estas contradicciones del sistema en donde se imparte violencia sobre la violencia y donde se estigmatiza a los condenados sin posibilidad de generar una salida. A través de un relato dinámico y eficaz, se permite poner en cuestión este sistema condenatorio que excluye y margina. Ahí está disponible nuevamente la cámara de Scarvaci para radiografiar un sistema judicial que no funciona como debiera y, fundamentalmente, nos invita a dejar de lado nuestros preconceptos y todo juicio condenatorio sobre quienes pasan su vida entre rejas y necesitan que les sea devuelta su condición de personas.
Es casi un ritual, que todos los años aparezca dentro de la cartelera, uno de esos crowd pleasers, esas películas que le gustan a todo el mundo y que genera, casi automáticamente, un envolvente boca a boca que la convierte también en un éxito de público. “EMPIEZA EL BAILE“ parece absolutamente destinada a ingresar directamente en esta categoría. Dentro de una cartelera algo alicaída y con falta de propuestas novedosas (sobre todo para un público maduro que no tiene ganas de ver una más de superhéroes o la nueva entrega de un descuartizador serial), con tanto producto mediocre y fallido, es indudable que este último trabajo de Marina Seresesky representa una bocanada de aire fresco, y ratifica esa sensación de que no hace falta contar historias pretenciosas ni grandilocuentes, sino contar una pequeña historia pero con sensibilidad y talento. Narrar desde lo pequeño, no es una tarea sencilla -aunque muchas veces desde afuera, lo parezca- y Seresesky logra plasmarlo en un guion que apunta directamente a las emociones, sin ningún tipo de sensiblería. Sus personajes, que ya pasaron hace rato los 60, pertenecen a esa generación de la cual las películas, en general, parecen no tener ninguna intención de convertirlos en protagonistas de sus historias. Carlos (Dario Grandinetti) y Margarita (Mercedes Morán) fueron, en su momento de esplendor, una de las mejores parejas de baile de la historia. Pero eso fue hace mucho tiempo y hoy Carlos vive en Madrid con su familia, ha dejado atrás esa Buenos Aires que le permitió desplegar una exitosa carrera, mientras que Margarita, como suele suceder con gran parte del mundo artístico, vive con extremas dificultades económicas pero sobre todo con el peso del olvido y abrazada al recuerdo de épocas más doradas. Un llamado con una noticia completamente inesperada de parte de su inseparable amigo Pichiquito (Jorge Marrale), trae a Carlos de nuevo a su Buenos Aires natal para comenzar una “aventura“ fuera de todo pronóstico, que lo empujará a revivir todo su pasado y retomar algunos de los asuntos que ha quedado pendientes, con esa invalorable posibilidad de volver a elegir. Si bien uno de los condimentos fundamentales para que uno quede atrapado en esta historia es el hecho que Seresesky escribe con una mirada cargada de nostalgia, pero en la que también irrumpe el humor sutil y la fina ironía, hay otro innegable atractivo en “EMPIEZA EL BAILE” y es el trío protagónico de lujo que aparece en pantalla. Quien haya visto a Carmen Machi en “La puerta abierta“, acompañada de la recordada Terele Pávez, sabe de la pericia de Seresesky para sacar lo mejor de cada uno de sus actores y actrices. En este nuevo desafío la acompaña una triada absolutamente perfecta, que sabe cómo manejar los tonos de cada una de las situaciones para pasar de la comedia al drama, de momentos con mucho humor a aquellos otros más conmovedores, y lo hacen con total naturalidad y soltura. Es prácticamente imposible destacar a alguno de los trabajos por sobre el de sus compañeros, ya que todos tienen oportunidad de componer momentos con gran lucimiento y aprovechan todas las posibilidades que les brinda el guion, al máximo. Sin embargo, Mercedes Morán, como Margarita irradia una luz especial: además de tener los diálogos más chispeantes y los pasos de comedia más divertidos, ella sabe perfectamente cómo sacar partido y construir con ironía y sagacidad a esta mujer completamente vulnerable y deseante de tener una nueva oportunidad para reconstruir sus pedazos. Seresesky tiene la habilidad de bucear en temas delicados con absoluta espontaneidad, sin sentenciar a sus personajes y así recorre los amores pasados, las cuentas pendientes, la vida de los artistas (que puede pasar del éxito más consagratorio al olvido absoluto), los sueños por cumplir y ciertos secretos difíciles de confesar: temas que van formando parte de esta historia, enhebrados en forma armónica y escapando absolutamente de toda solemnidad. El estreno de “EMPIEZA EL BAILE“ se agradece entonces porque ofrece una historia tierna, contada desde los sentimientos, tres actuaciones impecables y es de esas películas que uno se quedaría un rato largo más esperando ver cómo continúa la vida de estos personajes, que ya, apenas salimos del cine, nos quedaron grabados en el recuerdo.
El debut en la dirección de Michael Jacobs (con una larga trayectoria en productos televisivos) con “QUIZAS, PARA SIEMPRE” –traducción demasiado libre del “Maybe, I do” original que plantea las dudas para dar el “Si quiero”, mientras que el título local se refiere más a un amor duradero y para toda la vida- es uno de los productos más fallidos de la temporada, con el pecado mortal de desperdiciar a un elenco de primeras figuras que naufragan con un guion precario y anodino. Michelle y Allen (Emma Roberts y Luke Bracey que ya habían sido pareja protagónica en “Amor de Calendario”) están a punto de formalizar. Aparentemente el hecho de que sus vidas quedarán vinculadas con el famoso “para siempre” los asusta y les hace dar varias pasos para atrás y replantearse si son verdaderamente el uno para el otro. Como un pequeño “manotazo de ahogados” recurrirán a la ayuda de sus familias y no tienen mejor idea que dirimir algunas de esas dudas que los están atravesando con una cena en donde sus padres se van a conocerer por primera vez. Los padres de ella son Howard (Richard Gere) y Grace (Diane Keaton) dos megaestrella hollywoodenses que se han lucido en comedias de todo tipo, y para no ser menos los padres de Allen están encarnados por Mónica (Susan Sarandon que con más de 70 primaveras es realmente una bomba en la pantalla) y Sam (William H. Macy), con lo que teniendo esos cuatro actores en pantalla, haciendo de soporte a la pareja protagónica, en apariencia, nada podría salir mal. Pero el pronóstico falla y vemos al elenco completamente perdido, haciendo agua con un guion completamente inverosímil y pueril que no les permite el más mínimo lucimiento: la pizca de comedia de enredos está en que ambas parejas se conocen (Howard y Mónica son amantes hace unos meses y Grace con Sam se han encontrado días atrás en un cine e intentaron un encuentro romántico) lo cual dará lugar a situaciones incómodas en los primeros momentos y, un poco más tarde, al concebido pase de facturas y reproches de todo tipo cuando algunas de las verdades salgan a la luz. La historia avanza con diálogos sobreabundantes que lo explican todo, grandes actores prácticamente monologando frente a la pantalla y reaccionando a lo que sucede, de forma muy poco creíble. Sumemos además que estos jóvenes en cuestión que dudan de ese amor para siempre, enarbolan frases ampulosas que casi nadie utilizaría en su cotidiano y que sólo marcan un desarrollo impostado de la historia con discursos plagados de lugares comunes y que, en el fondo, están completamente vacíos. Sumémosle a esto que una imprecisa dirección Jacobs hace que Diane Keaton calque de memoria por enésima vez y una vez más, el esquema Annie Hall que ya ha repetido infinidad de vez, aunque en esta ocasión con diálogos poco inteligentes (es asombroso los imperdonables descuidos de vestuario que hacen de Keaton prácticamente una caricatura). Sarandon se pasea en pantalla completamente excedida, tratando de darle fuerza a un papel que carece de peso propio e intentando encontrar alguna química con Gere (supuestamente avivados por el fuego de la pasión de los amantes clandestinos) que, lamentablemente es inexistente. Willam H. Macy termina por descarte siendo el más correcto del cuarteto aunque los trazos gruesos del vínculo con su hijo se construye a través de diálogos que son imposibles que en boca de cualquier actor suenen naturales: sin embargo, Macy hace realmente lo imposible para que todo llegue a buen puerto. Para colmo de males, la duración tampoco ayuda y algunas situaciones se estiran con un timing que a este tipo de comedias no le sienta bien. En manos de cualquier otro elenco, “QUIZAS, PARA SIEMPRE” puede llegar a tomarse como un ejercicio de comedia que, aunque fallido, puede llegar a entretener. Pero al ver todo este elenco de estrellas consagradas, queda el sabor amargo de que se podría haber hecho algo muchísimo más interesante, aprovechando el potencial de cada uno de ellos. Lo que, lamentablemente, no sucede.
La ópera prima de la brasileña Carolina Markowicz (después de un interesante recorrido por festivales internacionales con sus cortometrajes) es una verdadera revelación y toda una sorpresa: un guion que aborda una temática difícil de consolidar en la pantalla, un punto de vista muy particular alejado de la clásica mirada femenina y un elenco que sostiene una tensión creciente, con un enorme trabajo de César Bordón. Unas cuantas razones, y otras propias que puede ir encontrando cada espectador, para acercarse al cine a ver el estreno de “CARBÓN”. Con el marco de las afueras de San Pablo, en la zona más rural y vulnerable de la región, una familia que se encuentra pasando por aprietos económicos decide aceptar una propuesta para ganar una suma de dinero que a simple vista parece un trato sencillo. La enfermera que visita al anciano que está postrado en la casa familiar, les propone usar esa habitación para hospedar a un narcotraficante argentino que ha simulado su muerte (Miguel, a cargo de César Bordón) y que por lo tanto, necesita un refugio clandestino donde sea imposible ubicarlo, ofreciendo a cambio una importante suma de dinero para que el ofrecimiento resulte atractivo. El arquetipo que trabaja Markowicz desde su propio guion haciendo eje en la figura de Miguel, permite, en principio, no solamente referirse a una marcada diferencia de clases y a los problemas sociales que padecen los sectores más empobrecidos, sino que al mismo tiempo instala en la figura del huésped agresivo y violento, el elemento que desequilibra la endeble estructura familiar imperante previo a su llegada y que impacta, de diferentes formas, en cada uno de los integrantes (es duro ver cómo afecta fundamentalmente la vida del hijo de esta familia, que se ve inmerso en situaciones sumamente complejas para su edad). Lo que en las primeras imágenes se puede presentar como un drama con tintes sociales y la visión realista de un grupo completamente fuera del sistema, va dando paso a una sátira con pinceladas de humor negro y virada al costado más políticamente incorrecto volviendo. Markowicz trabaja sobre el filo de la navaja la temática de aquellos límites morales (si es que los hubiera) que se corren bajo la típica premisa de que el fin justifica los medios. Con una fuerte inspiración en el cine de Kleber Mendonça Filho, en esta ópera prima la directora trabaja sobre la desolación y el desamparo de la sociedad actual, de los sectores más marginados e indefensos, que de una forma distópica trabajaba “Bacurau” y que, en este caso, elige tratar con un humor ácido y directo, sin dejar de lado el testimonio y la denuncia que subyacen bajo el relato. También, quizás sin proponérselo, dialoga con otros de los títulos del mismo director, “Aquarius”, cuando en una escena de “CARBÓN” el cura del pueblo cita un fragmento de la Bibilia donde menciona a “la madera infectada de termitas”. La cámara saber reflejar las tensiones que se van desenvolviendo entre los personajes, sobre todo la ambivalente relación que entabla Irene, la dueña de casa con Miguel, y con un marido que no sólo no la protege del “inquilino” sino que parece tener otros intereses, algunas pulsiones ocultas que no salen del todo a la luz. Una familia convencional, apegada a los mandatos y creencias religiosas, y fundada en la dignidad con la que viven –aún en su pobreza material-subvierte su escala de valores ante la aparición de una propuesta económica en donde, una vez más, el dinero parece oscurecerlo todo. Si bien el planteo de Marcowicz es sumamente interesante, mucho más lo es el modo en que va develando las capas de su relato y cómo va tomando posición en pequeños detalles y acciones que van desarrollando sus personajes. Para ello, cuenta con dos trabajos de excelencia que se potencian con una muy buena química en pantalla. Maeve Jinkings es Irene: una mujer abatida por la enfermedad de su padre, las presiones económicas, un matrimonio que parece llenarla de insatisfacción y que ve en Miguel la posibilidad de generar recursos económicos, aunque con la llegada comienzan a generarse otro tipo de tensiones entre ellos. César Bordón (que sigue sumando muy buenos trabajos en el cine como su protagónico en “El Tío” o sus participaciones en “Un crimen argentino”, “Relatos Salvajes” o “El silencio del cazador”) se apodera de su personaje y logra trabajar diferentes tonos, jugando con los idiomas (portugués y español), aprovechando a disparar algunas líneas en perfecto argento en los momentos más desbordados de Miguel, lo que le dan un toque sumamente particular. “CARBÓN” elige dejar de lado esa dualidad típica de buenos y malos, para abocarse a una tarea mucho más compleja, donde la ética recorre una delgada y borrosa línea. Y allí la directora pone su cámara al servicio de la reflexión, el cuestionamiento, la crítica y demanda esa toma activa de posición por parte de cada uno de los espectadores.
Filmada en plena pandemia, se estrena “LA RESIDENCIA”, una película dirigida por Fernando Fraiha: conocido por “La Venganza” (2016) y director de algunos capítulos de “Bajo la mirada de nadie”, la delirante historia de un ángel desobediente que muestra el lado B del cielo divino. Basada en la novela “Cordillera” de Daniel Galera, el nuevo filme de Fraiha tiene dos fuertes protagonistas que avalan esta coproducción. Representando a la Argentina, Darío Grandinetti se pone en la piel de Holden, quien dirige una residencia de escritura ubicada en lo profundo de la Patagonia. Entre los pocos elegidos que asisten esta temporada se encuentra Ana (interpretada por la actriz brasileña Débora Falabella, estrella del mundo de las telenovelas, reconocida por su papel en “Avenida Brasil” y en “La fuerza del querer”), quien intentará en esta clínica de escritura poder finalizar su propio proyecto de escritura, una novela corta llamada “Violeta”. “LA RESIDENCIA” explora de diversas formas pero más inclinada al ritmo de thriller psicológico, el acercamiento al mundo creativo de la escritura, la composición de los personajes, las tramas literarias (que hacen por supuesto espejo en el mundo del cine a través del guion) y cómo llegar desde la propia dramaturgia al mundo de la ficción que vive en cada personaje. Obviamente son muy pocos los elegidos para esta particular residencia en el fin del mundo y allí llegarán cada uno de ellos con sus proyectos de escritura para entregarse a los caprichos de Holden, quien despliega métodos sumamente particulares para acercarse al hecho narrativo con cierto despotismo y crueldad. Fundamentalmente sostiene que cada uno de los que participen en sus talleres deberá abandonar sus propias identidades para ir confundiéndose tanto emocionalmente como psicológicamente con sus propios personajes y con el devenir de las historias que cada uno de los escritores tiene planteada en su cabeza. Cada uno de los escritores participantes de la experiencia irá viviendo esta consigna a su manera. En particular, Ana comienza a sumergirse en esa borrosa línea entre realidad y ficción donde se confundirá con Violeta en ese intento de amalgamar sus propias vivencias con el mundo de ficción que le propone esta nueva mirada creativa. Pronto ya no podrá controlar este proceso y comenzará a sentir el desequilibrio de que todo se va saliendo de su control y poniendo su mundo en crisis. El guion del propio Fraiha e Inés Bortagaray parte de una premisa interesante sobre los laberintos del proceso creativo y la complejidad de dar a luz un texto: con un tópico que permanentemente se pone en crisis sobre la posibilidad del autor de despegarse de su propia biografía frente al acto de escribir, cuánto puede crear libremente un escritor sin que haya algún trazo que tenga que ver con su propia realidad. Hay varios elementos que crean en “LA RESIDENCIA” una atmósfera particular: filmada en Ushuaia, la sensación de “encierro” y de ascetismo, de falta de contacto con la sociedad, se hace muy presente. Los diálogos confesionales y un elenco que es funcional a la propuesta, también suman a ese clima particular en el que debe desarrollarse la historia (Mariano Sayavedra como Sergio y Pablo Sigal como Estéban tienen roles muy destacados) con un halo de enigma y de misterio que va in crescendo. Grandinetti se apropia totalmente de su Holden y una vez más brinda una composición brillante y Falabella tiene muy claro cómo mostrar la vulnerabilidad de Ana y su dualidad con Violeta. El contrapunto entre ellos y la tensión sensual que va generando el relato, va sumando a una construcción interesante, que sólo sobre el tramo final peca de previsible y no logra dar una vuelta de tuerca final ingeniosa para cambiar el curso de lo que era demasiado obvio. De todos modos, la apuesta de Fraiha por un clima diferente y la producción de ideas que van sembrando cada uno de los escritores dentro de su residencia, pueblan el relato de diversas experiencias creativas que hacen que “LA RESIDENCIA” sea un producto diferente, que no se parezca a nada de lo visto últimamente en el cine nacional.
A partir de las críticas y comentarios que fue recibiendo “IMPERIO DE LUZ” en el circuito de festivales en donde ha participado, se la fue posicionando como una nueva “Cinema Paradiso”, bajo los ojos de Sam Mendes. Si bien el último trabajo del director de “Belleza Americana” “Sólo un sueño” o “1917”, tiene un cálido homenaje al cine de los ’80 y no pierde en ningún momento ese tono de nostalgia que cubre todo el relato, el eje de la historia es Hilary (otra gran composición de Olivia Colman), una mujer que ha pasado sus días trabajando en el cine “Empire” –nombre que incluso habilita el juego de palabras con el título original-, un cine antiguo del sur de Inglaterra, en la ciudad costera de Kent. Hilary debe lidiar con una salud mental y emocional inestable y por lo tanto, encuentra en su trabajo su propio refugio y es una parte muy importante en su vida al límite de soportar algunas concesiones abusivas de su jefe (Colin Firth, en un pequeño gran papel) como forma de permanencia en su trabajo y que, de alguna manera, la hiciera sentir especial. Todos elementos y situaciones que, en tren de trazar paralelismos, la acercan más al universo de la protagonista de “La Rosa Púrpura del Cairo” de Woody Allen que a la obra de Tornatore. Pero el tema del cine no es el alma del relato que propone Mendes, sino que lo toma como un excelente medio para poder desplegar –mientras se desarrolla la historia- un homenaje a las salas de cine enormes, que ya casi dejaron de existir, que inexorablemente hablan del paso del tiempo, de cómo ha cambiado la forma de ver y sentir el cine, de aquellas películas que marcaron nuestra adolescencia, mientras participan de la trama otros cambios sociales y culturales que se estaban viviendo en aquella Inglaterra donde reinaba la primera ministra Margaret Thatcher. Pero Mendes tiene claro que el centro de la historia es Hilary y construye alrededor de ella un melodrama clásico con centro en la llegada al cine de Stephen, el nuevo empleado afrodescendiente que por un lado, permite ver el conflicto racial que seguía siendo importante en la sociedad británica de la época y por el otro, la posibilidad de que Hilary viva un romance diferente, debiendo lidiar con la intolerancia social que, junto con su delicada salud mental, hacen que rápidamente comience a mostrar su costado más endeble. Mendes aprovecha algunos encuentros furtivos iniciales de Stephen y Hilary para recorrer las salas de cine abandonadas que quedaron en el primer piso del Empire (como una premonición de lo que sucedería luego con las grandes salas de pequeñas ciudades) y junto con la estratégica posición de su cámara, logra los momentos más bellos de la película, gracias a la exquisita fotografía de Roger Deakins, dos veces ganador del Oscar, que ha logrado una nueva nominación por este trabajo. Quizás por temas de la distribución y apostando a mayores nominaciones en la temporada de premios, “IMPERIO DE LUZ” queda opacada por otras de las películas de la temporada de filmes “oscarizables”. Pero el pulso de Mendes para contar la historia (aunque quizás le sobren algunos minutos) y para dirigir su elenco, la convierten en un producto interesante que además tiene ese toque de referencias cinéfilas que no encripta sólo para los entendidos sino que las exhibe directamente como vehículo ideal para recordar aquellas épocas donde vimos en pantalla grande “Carrozas de Fuego” “Locos de Remate” con Richard Pryor y Gene Wilder, el “Toro Salvaje” de Scorsese o la inolvidable “All that Jazz”. Si bien el guion de Mendes no es brillante y transita por los caminos más clásicos del género, el elenco realza el nivel de la propuesta: en pequeños papeles los reconocidos Colin Firth y Toby Jones engalanan el elenco, sumándose el joven Tom Brooke como uno de los compañeros del cine. Micheal Ward (de las series “Top Boy” y “The A list”) en el rol de Stephen genera un buena química con la Hilary de Olivia Colman, quien nuevamente aprovecha todos los matices de su papel para brindar otra gran interpretación y seguir creciendo en cada uno de sus personajes. Y sobre el final, cuando ella esté sola en el centro de la platea mirando en esa pantalla inmensa “Desde el Jardín”, ese sutil homenaje al cine queda plasmado en un diálogo perfecto entre dos personajes que deben lidiar con la incomprensión y la violencia del mundo que está apenas salimos de cada sala cuando se prenden las luces.
Después de ver “Border” no queda la menor duda que Ali Abbasi es un director del que resulta prácticamente imposible permanecer indiferente. Su cine provoca, inquieta, incomoda. En su nuevo filme “HOLY SPIDER” ya no recurre a una fábula tan fantástica como perturbadora, sino que esta nueva historia, se encuentra basada en la historia real de Saeed Hanaei, quien entre 2000 y 2001 asesinó a 16 prostitutas en una de las ciudades más sagradas de Irán, Mashhad, bajo el lema de “limpiar de impurezas su ciudad”. Es así como un honorable padre de familia y trabajador dentro del rubro de la construcción, se pone a sus espaldas esa misión que siente, de tener que ordenar y purificar la ciudad, erradicando lo sucio, el pecado, las impurezas para preservar el orden moral y construir una ciudad más digna y menos corrupta. Cabe aclarar que Abbasi decide partir a “HOLY SPIDER” en dos películas de tono y objetivos bien diferentes. Más allá de estas dos mitades perfectamente bien diferenciadas, en ambos casos lo que privilegia es usar la cámara de una forma que impacte y conmocione al espectador, duplicando la apuesta al tratar ciertas temáticas completamente tabú dentro del cine iraní –si bien la producción es europea-, apelando incluso a secuencias explícitas y poniendo todo dentro del campo, sin que nada quede sin subrayar, lo que construye una mirada cruda e impresionante del caso. En la primera parte algunos pequeños detalles comenzarán a construir las condiciones en las que viven las mujeres en los países de cultura islámica con la presión machista omnipresente, cruzada con un fundamentalismo que hasta impide asignar una habitación de hotel a una mujer sola sin estar casada. Allí donde la vida de una mujer no pareciera tener valor alguno, el protagonista decide matar impiadosamente a las prostitutas con las que se va cruzando y Abbasi se empeña en un tono revulsivo y sórdido –aunque sumamente efectivo- que recuerda al Fatih Akin de “El guante dorado / El monstruo de St. Pauli” donde la oscuridad y la atrocidad es extrema. En ese caso Abbasi no ahorra ningún subrayado, no deja nada fuera de la pantalla y lo que pretende denunciar llega de forma llana y provocadora: una sociedad que indirectamente valida el hecho de que “el fin justifica los medios” pero impone en esta delgada línea entre víctimas y victimarios, el tema de la culpa y sobre todo el de la religión que lo atraviesa todo y está presente en cada uno de los actos cotidianos. Dentro de este esquema moral que “HOLY SPIDER” pretende poner en jaque, aparece con un lugar preponderante cómo el fundamentalismo impone discursos radicales que se van perpetuando a través de las generaciones y justamente uno de los objetivos de poner esta historia en pantalla podría ser despertar conciencias hacia un cambio. Así se estructura la segunda parte de la película con un ritmo de thriller donde aparece una periodista que intenta encontrar y desenmascarar toda la verdad respecto del asesino (Zar Amir Ebrahimi, ganadora como mejor actriz en Cannes por ese papel), donde construye un rol de figura femenina heroica pero que al mismo tiempo hace caer a la historia en diferentes estereotipos incluido el típico relato de juicio y posterior condena -con los vericuetos de un proceso judicial en una cultura como la que describe-, desplegando un discurso ético y moral mucho menos lanzado que el de la primera parte y mucho más políticamente correcto. Aún con las disparidades que pueden presentar en tonos y puntos de vista estas dos partes tan diferentes, “HOLY SPIDER” es una obra que crece como alegato potente frente a estos crímenes y que sobre todo intenta revelar cómo ciertos sectores de la sociedad -inclusive algunos medios- apoyaron a estos actos completamente aberrantes moviendo los límites de la ética, de acuerdo con la connivencia propia del sistema y revictimizando a quienes fueron asesinadas. Abbasi vuelve a expresarse como un autor que quiere sacudir al espectador, moverlo a la reflexión y lograr que quede absolutamente involucrado en el clima de la historia. Algunos pensarán que en ese afán hay una cierta manipulación, una exposición indebida y sin pudor de los rasgos más sórdidos de la historia. Otros, que aún con ciertos excesos, estamos en presencia de un cineasta que con pinceladas de Gaspar Noé, Xavier Dolan, Lars Von Trier o el mencionado Akin –como podrían ser Michel Franco, Escalante o Larraín dentro de los directores latinoamericanos-, buscan un estilo propio con un sello de autor, poniendo el ojo de la cámara donde otros aún no se atreven.
Precedida de una catarata de premios en diversos festivales y Asociaciones de Críticos, sumadas las 7 nominaciones al Óscar y los dos Globos de Oro ganados como Mejor Película y Mejor Director, “LOS FABELMAN” llega finalmente a la pantalla grande con una historia simple y emotiva, en donde el Maestro Spielberg repasa, con una historia de tintes claramente autobiográficos, el inicio de su pasión por el cine. El leit motiv de “captura cada momento” es algo que recorre la totalidad del film, donde la cámara, aliada incondicional de Sam Fabelman (un perfecto e inequívoco alter ego del propio Steven Spielberg), irá dejando testimonio de cada uno de los momentos vividos tanto en el descubrimiento de la posibilidad de narrar una historia y comenzar a hacer cine, como de detener el tiempo y dejar plasmados fragmentos de una historia familiar en un puñado de imágenes que quedarán guardadas entre los recuerdos más preciados. En “LOS FABELMAN” Spielberg vuelve al tono de épica, pero sin centrarse en un gran momento de la Historia, sino sumergiéndose en la suya propia para narrar en tono de biopic completamente atravesado por la nostalgia, momentos de su infancia y su adolescencia en donde, entre otras tantas cosas, descubre su pasión por el cine. Impulso que le permitió consolidar más de 50 años de carrera desde su “Reto a Muerte” de 1971 pasando por títulos inolvidables como “E.T.”, “Indiana Jones”, “La lista de Schindler”, “Jurassic Park”, “El Color Púrpura”, “Tiburón” o “Encuentros Cercanos del tercer tipo” sólo para mencionar a algunos de ellos y mostrar no sólo el arco creativo de un autor que supo transitar absolutamente todos los géneros, sino que como cineasta logró adaptarse y generar contenidos propios de cada uno de los movimientos que fue teniendo el cine en su medio siglo de carrera. Con un tono de fábula que le sienta muy bien a la historia (la elección del apellido de la familia justamente permite ese juego de palabras), Spielberg va narrando momentos particulares de su infancia, desde la primera vez que asiste al cine y queda sorprendido frente a la creación de Cecil B. de Mille de “El espectáculo más grande del mundo” hasta algunos de su adolescencia siempre con su historia familiar de fondo. Spielberg pone un acento especial en la relación que mantiene el protagonista con sus padres (brillantes interpretaciones de Michelle Williams y Paul Dano) que se muestran con dos personalidades completamente diferentes. Mientras ella es una artista que toca el piano y ama bailar, afectuosa para con sus hijos, él es un estructurado ingeniero que se muestra frío y distante en los afectos y preocupado por mejorar su posición laboral, arrastrando a la familia en un cambio de puesto que agrava algunos conflictos. Pero hay un punto de crisis del cual el propio Sam fue testigo justamente a través de la lente de su cámara, un momento bisagra dentro de la historia familiar que queda captado en imágenes y donde él se verá involucrado directamente subrayando la potencia del cine como testimonio de cualquier acontecimiento. Spielberg nos conduce durante dos horas y media por este relato con una fuerte impronta en primera persona y si bien lo dota de todos los condimentos necesarios para disfrutar de grandes momentos: la religión ya marcada desde el colegio secundario en donde prácticamente no había chicos judíos y él era el diferente, la visita de un tío materno (con una deliciosa participación de Judd Hirsch), el apoyo familiar a que descubra y crezca en su carrera artística –situación que no le había sucedido a su madre con sus propios padres que le truncaron su vocación-, los juegos infantiles con los primeros experimentos cinematográficos para hacer chocar un tren, el despertar sexual, la despedida de la secundaria, la vida luego de la separación de sus padres, la búsqueda de un primer trabajo…, se percibe en algunos momentos una clara noción de Spielberg de cómo conducir el espectáculo sin necesidad de hacer grandes esfuerzos y optando por el camino más previsible (por momentos haciéndonos acordar demasiado a relatos sobre la infancia y la adolescencia de Woody Allen como “Días de Radio” o las primeras secuencias de “Annie Hall”). Sobre el final, Spielberg sabe darle un cierre inteligente y un guiño cinéfilo que se venía esperando –porque justamente la película no apela a referencias cinéfilas permanentes sino que se construye desde un lugar más popular y para todo el público en general- cuando narra su encuentro con el gran John Ford (protagonizado por nada menos que David Lynch!) y aparece ese frase que marcó un rasgo distintivo en su carrera: “Cuando el horizonte está en el fondo es interesante. Cuando el horizonte está arriba es interesante. Cuando el horizonte está en medio es aburrido y soso.” Evidentemente Spielberg lo entendió a la perfección, porque siempre supo poner su punto de vista desde un lugar donde pudiese marcar una diferencia. Esa que sigue conservando aún en “LOS FABELMAN” y su enorme talento para contar historias.
La ópera prima de Mattia Temponi, que tuvo su première mundial en el Festival de Trieste Science+Fiction, habla sobre el aislamiento debido a la amenaza de un virus –con efectos no deseado en los humanos que pueden llegar a convertirse en zombies-, aun cuando la historia fue concebida previamente a la pandemia y los efectos del COVID, por lo que posteriormente a todo lo acontecido, le da un sentido mucho más fuerte a su propuesta, así como había sucedido hace poco tiempo atrás con “Toxico” de Ariel Martínez Herrera con Jazmín Stuart y Agustín Rittano. “EL NIDO” es una película de una locación única y de dos personajes centrales (aparecen algunos otros, pero sólo en un par de escenas con roles poco significativos dentro de la trama), lo que favorece al clima opresivo y de encierro del que necesita la historia para desarrollarse pero que, por otra parte, requiere de la seguridad de Temponi en la dirección para no caer en una puesta excesivamente teatral, lo que el director logra evitar con suma pericia y con movimientos de cámaras que acompañan al relato en forma fluida. Sara despierta en uno de estos refugios (a los que alude el nido del título) sin tener demasiada conciencia ni cómo ni porqué llegó allí: su único vínculo será con Iván, un voluntario que cumplirá todos los procedimientos necesarios para suministrarle la medicación para el que el virus no siga su curso y controlar que se cumpla con el aislamiento indicado. Dentro de este encierro se va desplegando por una parte una situación de comunión e intimidad entre los personajes y, por el otro, un juego de gato y ratón, relacionados con la imposibilidad de escape y con el peligro latente de un rebrote u otra manifestación del virus del que Sara es portadora. La italiana Blu Yoshimi es Sara y Luciano Cáceres le da vida a Iván, generándose entre ellos una muy buena química en pantalla aun cuando por los avatares de las coproducciones el tono italiano de Yoshimi suene algo forzado e inexplicable, pero que rápidamente se olvida por el buen desempeño de la pareja en las distintas situaciones que les propone el relato: desde momentos más confesionales, hasta otros de extrema tensión y con especial detalle en ese vínculo que se va generando entre ambos a partir de esa obligada reclusión, sobre la que se irán aportando algunos datos que impulsan los pequeños giros dentro de la trama. Toda la propuesta de Temponi cobra otra dimensión en este momento de post-pandemia cuando hablar de encierro, contagio, infecciones y fortalece mucho más la idea de vulnerabilidad, de peligro y ese acecho constante que pesa sobre los dos personajes, cada uno con sus propias motivaciones para continuar dentro o para escapar del nido. La cámara de Temponi se mantiene inquieta para mantener a sus dos criaturas en pleno movimiento, mientras van apareciendo inclusive algunos vestigios vinculados con el síndrome de Estocolmo –o a la inversa- donde captor y víctima comienzan a confundir(se) algunos sentimientos y sensaciones, donde se entremezclan espacios de manipulación y despotismo, . “EL NIDO” se refuerza con un tramo final altamente vibrante donde aparecen más fuertemente los trazos relativos al género, con el impacto de lo fantástico y el terror, abriéndose del registro de thriller psicológico que venía envolviendo a los dos personajes. Aún con ciertas irregularidades propias de una película de una locación única que tiene que mantener en vilo a estos dos personajes, este primer ejercicio de Temponi detrás de la cámara es interesante no solamente por lo que propone el guion del propio director junto a Gabriele Gallo y Mattia Pulleo sino por las otras lecturas que pueden darse actualmente a partir del impacto de la pandemia. Hay, además, una lectura adicional vinculada con una primera escena en donde el nido se expone en un spot publicitario, que puede reinterpretarse sobre el final del filme donde justamente ese espacio que se presume seguro y de contención termina siendo asfixiante y peligroso.