En medio de un vendaval de premiados títulos latinoamericanos que parecen manejar variables del mismo miserabilismo for export, la película de Federico Veiroj es un regalo a los sentidos, un descanso de tantas torturas, sacrificios y maltratos a los personajes y a los estómagos de los espectadores. Sí, es cierto, EL APOSTATA es más una película española que uruguaya, pero la sensibilidad creativa de Veiroj sigue ahí, como en sus películas previas: ácida, extrañada, desafiante, original, fascinante. En otras manos, esta película sobre un joven español que decide “apostatar” (ser excluido de todos los registros de la Iglesia Católica) podría haber sido tanto un drama oscuro como una película de denuncia convencional. En manos de Veiroj es un producto inclasificable: un poco Luis Buñuel, un poco Nanni Moretti y mucho de un coctel creativo y cinéfilo que a esta altura ya es una marca registrada del realizador de LA VIDA UTIL.
Más allá de la excusa argumental que lleva al protagonista, Gonzalo Tamayo (encarnado por el actor no profesional Alvaro Ogalla) a recorrer distintos “pasillos del poder” de la iglesia tratando de conseguir, legalmente, que le saquen el carnet de un club al que no quiere pertenecer, EL APOSTATA es el retrato de un joven confundido, un poco letárgico, que no sabe muy bien qué hacer con su vida y que sigue enamorado, como en su infancia, de su bella prima. La familia, tradicional, está espantada con él: con su poca dedicación al estudio, al trabajo y, en especial, con la verguenza que implicaría tener un apóstata en la familia. Y él, un poco para tener un objetivo en su desordenada vida, se obsesiona con la tarea legal que, cada vez, se va volviendo más bizarra, con sueños y pesadillas religiosas que lo van invadiendo.
No se trata, tampoco, de un modelo a seguir. Indolente y desafectado la mayor parte del tiempo, Gonzalo da clases a el hijo de una bonita vecina (la argentina/española Barbara Lennie, protagonista de otra original película española como MAGICAL GIRL), con la que parece tener cierta onda. Pero él, en realidad, está más obsesionado con de algún modo estar en pareja con su prima (Marta Larralde), el tipo de deseo carnal que lo hizo entender ya de pequeño que la Iglesia católica no era su lugar de pertenencia.
Veiroj va contando su historia en forma de la lectura de una carta, con viñetas específicas y muy distintas entre sí y con un uso de la música (diegética y extradiegética) que es único en el cine iberoamericano, ya que no responde a los parámetros convencionales de la musicalización cinematográfica, algo que ya había utilizado en LA VIDA UTIL para darle a sus filmes un carácter alejado del realismo estricto. Si bien sus historias tienen mucho de lo que podemos llamar “la vida real”, su tratamiento cinematográfico deja en evidencia el gesto, el juego, transmite la idea de que lo que estamos viendo es Cine.
La cada vez más bizarra y tierna historia –los personajes de Veiroj son siempre adorables aún en sus fastidiosas y un tanto ridículas maneras de actuar– y, en especial, el tratamiento que el realizador uruguayo da a sus materiales se acrecienta y valora aún más en un panorama cinematográfico como el reciente de América Latina en el que la sensación de “divertimento”, de contar un cuento que no responda a los cánones que han pasado a volverse tradicionales y previsibles, es cada vez más difícil de encontrar.
Si bien es distinta su búsqueda en lo específico, el cine de Veiroj está más cerca del de Martín Rejtman, Miguel Gomes, Matías Piñeiro, Isaki Lacuesta, Fernando Eimbcke o su compatriota Pablo Stoll, entre otros, que en la mayoría de los que hoy ganan premios en los grandes festivales internacionales. Se nota en su libertad creativa, en su apuesta por el humor, por el absurdo y un romanticismo sincero que transmite cada plano de sus películas. Y en su amor por las personas (por el protagonista y el de él por su prima y por su vecina) y, sobre todo, su amor por el cine como un espacio para la libertad creativa, el juego y la alegría.