Tamayo (Álvaro Ogalla) quiere apostatar y no se sabe bien por qué. No le bastan los beneficios seculares, como a la mayoría de ateos, agnósticos y demás indiferentes a la observancia de Dios (“dios”, escribiría Tamayo). En conversaciones con una prima que desea (y cuyo deseo satisface), o con un tal Javi, un amigo con quien dialoga en epístolas imaginarias, oídas en off, Tamayo alega querer borrar su nombre de las estadísticas: no quiere que la Santa Iglesia Católica sume otro poroto con su nombre. Así que reclama su certificado bautismal y hace un recorrido hasta las altas esferas locales, puro intríngulis diocesano, una y otra vez, hasta que logre borrar su nombre de la grey. En el ínterin, recuerda un pasado tormentoso, de cleptomanía, expulsiones de colegio y reprobados, una mácula que llega hasta su presente universitario, con el recreo de dar clases de apoyo a Antonio (Kaiet Rodríguez), el pequeño vecino del edificio a cuya madre también desea.
Ardiente de deseo e impugnación, Tamayo es un solitario que acarrea un problema existencial, un arquetípico antihéroe bressoniano sin hambre ni cicatrices –al menos no a simple vista–. Pero antes de la mitad del film, al director español Federico Veiroj, quien también refutó su DNI uruguayo, le brota el surrealismo y convierte a su antihéroe en un paranoico medular. De golpe, Tamayo se siente perseguido por nudistas que planean una manifestación (entre los que se encuentra su madre), interpreta que su prima le envía mensajes macabros en pleno almuerzo familiar, y la persecuta se remata con una confabulación de obispos. Como un Bebé de Rosemary en reversa, Veiroj se zambulle al túnel de la pesadilla: un mix no del todo calibrado que abreva de Buñuel y Polanski, con un antihéroe de mochilita y alpargatas.
El apóstata es un film con buenas ideas que no encontraron sustento, e intenta sostenerse con algo de terror psicológico y picaresca costumbrista. Como le ocurre al protagonista, su único pecado es argumental.