Yo no tengo fe
Inspirada en la historia real de un joven que trató de apostatar; es decir, conseguir que la Iglesia Católica lo autorizara administrativamente a abandonar la institución, esta nueva película del director de Acné y La vida útil es una ácida crítica con mucho humor absurdo, provocación e imaginación contra la burocracia, la obediencia y la vigilancia. Una película bien española (la cuna de la Inquisición y del franquismo) a cargo de un notable cineasta uruguayo que, a su manera, dialoga con el cine de Marco Ferreri, Luis Buñuel, Ingmar Bergman, Carlos Saura y Marco Bellocchio, entre otros.
Como en aquel viaje de ida y vuelta entre una filmoteca (el cine) y la calle (la realidad) que dibujaba la maravillosa La vida útil, anterior película del uruguayo Federico Veiroj, El apóstata se hace fuerte en sus pequeños gestos circulares. Ahí está la fascinante escena en que la cámara se arrima al rostro del protagonista, Gonzalo –el actor no profesional Álvaro Ogalla–, para luego descender por sus ropas hasta el suelo, luego hasta una versión adolescente y macarra de sí mismo, y luego de vuelta al presente, al rostro complacido del protagonista. En este sinuoso vaivén entre un presente turbulento y un pasado añorado se revela el modus operandi de un hombre decidido a no consumar un camino vital que siente demasiado demarcado: condicionado por los rituales de la Iglesia, pautado por la hipocresía de la institución familiar (de tintes burgueses), condenado por la mediocridad de la academia, maltrecho por la incomprensión de los demás y, finalmente, cincelado por una cóctel personal de inmadurez y egolatría.
Hay otro revelador gesto circular en El apóstata, más relevante que el giro de unos discos de vinilo o el envío periódico de cartas (¡escritas a mano!). Me refiero a un vertiginoso plano en el que Gonzalo y el obispo al que da vida Juan Calot orbitan alrededor de la cámara de Veiroj sopesando las razones para apostatar del obstinado protagonista. Un ejercicio de dialéctica racional y de bamboleo estético que termina con el obispo señalando hacia una ventanilla en la que dará comienzo el vía crucis burocrático y kafkiano de Gonzalo, que descubrirá en las dificultades para borrar su nombre de los archivos de la Iglesia una prueba más del espíritu autoritario y hermético de dicha institución.
Círculos y más círculos, como los que llevan a Gonzalo una y otra vez hasta la cama de su prima Pilar (Marta Larralde), el objeto de deseo prohibido que termina revelándose como eje central de la odisea insurrecta del protagonista. Y luego también espirales, las que la película va construyendo, progresivamente, de los márgenes de la realidad hasta el corazón de la fantasía y la ensoñación, aunque cabe decir que el buñueliano primer plano de la mano de Gonzalo, con pipas en lugar de hormigas, rima cristalinamente con otra imagen que puntúa la sublevación final del protagonista: el resplandor entre mágico y ridículo de un par de monjas vestidas de blanco cegador.
Todos estos patrones geométricos que delinean la narración y la forma de El apóstata se desmarcan de la tendencia hacia el minimalismo y la claridad de los anteriores trabajos de Veiroj. Aunque La vida útil ya contenía algunos espejismos entre la realidad mundana y la fantasía cinéfila, la película nunca resultaba laberíntica, como sí ocurre en ocasiones con El apóstata. Uno llega a echar de menos la escritura elíptica y la economía formal de la obra previa de Veiroj. Escrita a ocho manos entre el director, Ogalla, Gonzalo Delgado y Nicolás Saad, El apóstata se asoma peligrosamente al subrayado –como cuando la madre le espeta “eres un egoísta” a Gonzalo– y al exceso simbólico –las uvas del jardín celestial/infernal soñado por Gonzalo, la incontinencia nocturna del protagonista–, cortocircuitando el misterio potencial del relato.
Sin embargo, El apóstata termina resultando un triunfo cinematográfico debido justamente a su naturaleza inquieta e incontinente. La película ensaya locuras freudianas: unos viajes físicos a la infancia que tocan el cielo con el rostro cantarín de la prima Pilar adornado por su voz de niña. El experimento tiene un cierto acento bergmaniano. Y, luego, en la recta final, ya embrujada por un cierto surrealismo, la película adopta un tono rabioso y operístico que hace pensar en la exaltación que a veces se apodera de las imágenes del italiano Marco Bellocchio, eterno azote de la hipocresía eclesiástica. Veiroj prueba, a veces se equivoca, a veces acierta, pero nunca se aleja de su protagonista. Se debe a él. Está con él y le dedica uno de sus característicos grandes finales, donde confluyen ritual y sublevación, responsabilidad y gamberrismo, aprendizaje e inocencia, ingredientes mágicos de esta energizante pócima libertaria.