A Gonzalo Tamayo se lo ve algo perdido. No termina de conectar con sus estudios, aunque ya es un chico grande, va algo desaliñado, entre amores con una prima, las clases al vecinito del edificio, la relación con su madre. Pero en su decisión de apostatar, de ser borrado de los registros de la iglesia católica donde fue bautizado y tomó la comunión, se lo ve completamente seguro. Su pequeña cruzada particular es a la vez absurda y totalmente razonable. De manera algo cándida pero implacable, Gonzalo argumenta frente a jerarcas de sotana porqué quiere dejar de formar parte de la institución. Por qué no cree.
El director uruguayo Federico Veiroj hace con este asunto una comedia austera pero atractiva, atravesada por un humor latente, que no intelectualiza ni cae en la tentación de sumar largas parrafadas filosóficas sobre Dios o no Dios. Con inteligencia, Veiroj y su equipo, apuestan por mostrar, por seguir a su personaje decidido a no dejarse convencer de que lo suyo no vale la pena. Tampoco lo juzgan. Si estamos ante un diletante, un sobreadaptado o un rebelde sin causa queda a criterio del espectador. Y así, desde su detalle, El Apóstata se mete con la relación de los individuos con las instituciones, o la imposibilidad para salir de ellas. Nada menos.