La tercera película de Federico Veiroj confirma el talento y la calidez del director más interesante de cine uruguayo del presente
Al personaje de El apóstata, un eterno estudiante de filosofía, le habría gustado conocer estas líneas de Philip Larkin: “Y una vez que has recorrido la extensión de tu mente, lo que / gobiernas es tan claro como un registro de cargas; / no debes pensar que alguna otra cosa existe. / ¿Y cuál es el beneficio? Solo que, con el tiempo, / identificamos a medias las ciegas marcas / que todas nuestras acciones llevan, podemos hacerlas remontar a su origen”.
Gonzalo Tamayo ya está grande para estudiar. Ya ha pasado los treinta, probablemente, y si bien tiene un cómodo departamento en Madrid y trabaja dando clases de apoyo a chicos que todavía van al colegio, todo indica que está impedido de tomar las riendas de su propia vida. Como sucede con cualquier mortal, identifica un enemigo simbólico que lo retiene, contrincante que se encarna en una institución pero que tiene ramificaciones en otras. Para Gonzalo apostatar de la fe católica que jamás eligió es también trabajar un necesario distanciamiento y una ruptura aplazada con su propia familia, institución primaria que distribuye los primeros signos con los que toda persona leerá en principio el mundo de los otros y edificará su lugar en él. Es por eso que la tercera película del uruguayo Federico Veiroj no es otra cosa que la solitaria lucha interior de un hombre frente a esos signos que detienen su deseo, o las ciegas marcas que lo constituyen, pero que asimismo intuye que existen posibles desvíos y grietas en ese armazón de signos prestados.
Basada parcialmente en la propia experiencia del actor, Álvaro Ogalla, debut promisorio frente a cámara, El apóstata empieza con un requerimiento del protagonista a la Iglesia que puede resultar anacrónico pero que aún hoy sigue sucediendo: el feligrés que quiera apostatar encontrará que borrar los registros que lo unen a la institución que representa su fe caída supone casi una épica de la paciencia. La burocracia no es aquí una prerrogativa del Estado burgués sino también un funcionamiento arraigado en el sistema administrativo de asuntos espirituales de una institución medieval que evoca un poder invencible. El pastor cuida celosamente del rebaño, y persuadir al creyente, cuando este se entrega a la dubitación, es una misión salvífica, como también ridícula. Los encuentros de Gonzalo con el obispo Jorge son excepcionales porque combinan el costado dramático de la situación con su dimensión cómica, incluso onírica; acaso este último término puede entenderse como la vía de acceso a una poética general que establece y organiza el tono flotante y difuso del relato.
En efecto, una forma de mirar El apóstata es como un conjunto de fragmentos oníricos que se sustituyen y conforman el argumento general, una duplicación del flujo de conciencia del personaje: un hombre pelea por su libertad de creencia, un hombre ya no quiere pertenecer a nada, pero todo eso se cuenta como en un sueño disimulado. Sin embargo, hay algunas secuencias que son concebidas voluntariamente de ese modo, y una en particular es de una eficacia magnífica, ya que pone de relieve el deseo del protagonista y la presencia castradora de la madre. La secuencia es de una elegancia indesmentible y reúne a varias personas en una convención heterodoxa que se celebra en un edificio cifrado; es también un reconocimiento honesto y amoroso por parte de Veiroj a uno de los grandes cineastas oníricos de todos los tiempos, el gran Darezhan Omirbayev.
La escena recién aludida se delata a sí misma en su cierre como un sueño, pero ese mecanismo de juntar situaciones extrañas persiste, pues las formas de asociación que el personaje suele tener bien pueden atribuírseles a las intrincadas relaciones que la actividad onírica pone en juego. La secuencia inicial, por ejemplo, tiene ese misterio: un primer plano sobre una mano en el césped, seguido luego por un plano de Gonzalo sentado en el suelo y de inmediato contrastado con otro en el que se ve a un hombre entre los arbustos de una plaza con un grabador en la mano mientras suena un pasaje de Romance pascual de los peregrinitos, tiene muy poco de naturalista y mucho de paisaje de sueños. En otra escena, a través de una ventana de la iglesia en la que Gonzalo tiene que hacer todos los trámites jurídicos para conseguir su apostasía se verá pasar repentinamente a un penitente azotándose; en una comida familiar, la voz de la prima de Gonzalo adolecerá de una transformación paulatina hasta acabar sonando como en la infancia. La puesta en escena deliberadamente enrarece la propensión de lo cotidiano a prescindir de cualquier elemento disruptivo; lo onírico fagocita lo real.
¿Cómo sucede? A veces cambiando la escala de la percepción, como cuando Gonzalo va a firmar el documento que lo desvincula de la entidad eclesiástica: los planos contrapicados y los picados con los que se transmite la interacción entre Gonzalo y los religiosos, que también materializan la asimetría del poder, o la irrupción de un elemento absurdo (un religioso masticando un muslo de pollo en un contexto inadecuado) fomentan una cualidad inverosímil que reenvía la representación a un escenario onírico. Veiroj, además, es uno de los directores de su generación que mejor comprende la utilización de música extradiegética en las películas. Los momentos elegidos para que intervengan fragmentos musicales de Prokofiev y Eisler son sorprendentes, ya que no se relacionan con la configuración emocional de los personajes o un apoyo melódico de la naturaleza del relato sino con un tono que remite a la tradición del cine clásico. Veiroj no quiere ser clásico (es imposible), pero para ser moderno hay que reconocer la trama de innumerables relaciones que un filme establece con otros. Veiroj es un cineasta cinéfilo, alguien que no filma como si nada hubiera sucedido antes.
Hay dos subtramas en el filme que están en sintonía con el deseo del personaje y el inicio de otro período de su vida. La relación que Gonzalo tiene con su alumno, el hijo de una vecina de unos pisos más abajo de su departamento, es mucho más que un artificio retórico del filme para darle una actividad al personaje. Los intercambios visuales entre el niño y el profesor deparan algunos breves momentos de ternura que a su vez igualan a los dos personajes en una aventura que ambos tienen que abordar: el niño empieza a sentir atracción por sus compañeras; el profesor, tal vez aún un niño cruel, como lo describe su prima en una discusión que tienen un poco después de tener sexo, necesita una nueva vida.
En las películas de Veiroj, los personajes siempre atraviesan un período de transición determinante para sus vidas. En Acné, el adolescente descubre el sexo y el estado de enamoramiento; en la magistral La vida útil, el viejo cinéfilo que se ha quedado sin trabajo debido a que la cinemateca en la que trabajó toda su vida ha cerrado debe encarar la aventura de poner en escena los aprendizajes que hizo con el cine para encaminar su nueva etapa de vida; en El apóstata, el estudiante crónico necesita romper con todo su pasado para terminar su carrera y reconducir los dictámenes del deseo a una fase aún desconocida.
Todos ellos participan de una tarea subjetiva que no siempre las personas deciden asumir, la de al menos probar escribir por ellos mismos los signos que configuran esa urdimbre de palabras con las que alguien no es ni nadie ni cualquiera ni todos. El apóstata es un noble y breve cuento sobre la autonomía, también una pesadilla liviana acerca de las creencias que no se eligen y que tienden a suprimir cualquier atisbo de desobediencia. Nada más hermoso entonces que ese plano congelado en el final, cuando el héroe y su aprendiz le dan las espaldas a las instituciones que piden humildad y acatamiento.