Almas muertas
En una antología de películas tristes del cine argentino reciente no podría faltar El aprendiz. Cuatro muchachos gastan sus días en alguna clase de actividad delictiva (aparentemente le cobran a alguien un diezmo por orden de otro alguien, figura que se establece siempre en el fuera de campo, como una presencia ominosa), y solo uno de ellos, el protagonista interpretado por Nahuel Viale, tiene un trabajo legal reconocible como empleado gris, apto para todo servicio, en la cocina de un hotel. Esta película singular registra el andar de los personajes como si se tratara de seguir los pasos de un grupo de seres condenados, criaturas errantes cuyo destino ha sido sellado de antemano. El que oficia de jefe módico de los cuatro es un pobre diablo con ínfulas, líder carismático cuyo estatuto despreciable se ve acentuado en la escala de pueblo chico que le da marco. Pablo, el protagonista, tiene un atisbo de romance y el sueño de un restaurant propio, pero ambas cosas parecen esfumarse, como si formaran parte del territorio de las cosas perdidas o irrealizables, las que no pueden concretarse o las que se rechazan dolorosamente, porque en el fondo se consideran parte de una felicidad impropia. El paisaje costero en un invierno que luce particularmente inhóspito parece trabajar con denuedo sobre el ánimo de los personajes e imponer en cada plano un tono fúnebre, como si cada acción fuera una despedida o el anuncio de la imposibilidad de un final feliz para cualquiera de ellos; en El aprendiz el sentimiento de tristeza es un mapa emocional y una morfología hecha de resolana, calles polvorientas y médanos solitarios que asoman a un costado del plano (nunca se ve el mar, salvo en una curiosa toma desde la altura, que tiene la duración de un parpadeo y sugiere un resto vulgar de alegría que a los personajes les está vedada sin remedio). Siempre desesperanzada y en varias ocasiones lúcida, la película se integra de forma elocuente a esa familia narrativa que hace prácticamente de cada escena un interrogante acerca de cómo filmar sin énfasis la amargura, el vacío ontológico, el balbuceo de un puñado de vidas que existen solo en un tiempo presente, ese estallido precario de luz que anima cada plano para luego cerrarse sobre sí mismo y desaparecer. Como en un eco cercano de otras dos películas protagonizadas por Nahuel Viale en los últimos años –Ocio y Antes, candidatas de pleno derecho a integrar esa improbable colección de películas tristes, ejemplos esmerados de amargura radical y personajes arrojados a la intemperie–, El aprendiz está menos interesada en caerle en gracia al espectador que en ofrecer los retazos de un martirologio siempre esquivo, en el que la sucesión de escenas parece operar como una serie incansable de escalones descendentes hacia alguna clase de infierno que a simple vista no difiere demasiado de la cotidianidad en la que los protagonistas se ven inmersos. Cuando Pablo debe desvestir a su madre esquizofrénica que se ha metido en el hotel disfrazada de camarera, o imita sin tomar conciencia de ello el gesto de su padre de prender el cigarrillo antes de convidarlo, advertimos que el director se revela por momentos como un especialista en detalles tenues, ligeramente elusivos, cuyo poder de evocación se expande sigilosamente por los planos, sin alardes pero también sin concesión. En última instancia, El aprendiz es una historia de criaturas aisladas, que no se ven como los demás pero son arrastradas por la misma corriente: solas y sin ánimo para oponerse a ella, solo les queda el presente, el tiempo sin épica ni esperanza de la supervivencia.