Es importante remarcar que pese a su título, “El árbitro” no es una película de fútbol; es decir, el deporte está presente pero no así su espíritu en tanto lo que genera e inspira dentro y fuera de la cancha. Tampoco hay un intento por rescatar cuestiones del cotidiano en cuanto al “folklore” de los hinchas, es más, ni siquiera se ve el mundo interno de los equipos o los jugadores, esa mística presente en cualquier vestuario o potrero del mundo. Por el contrario, pese a la buena cantidad de minutos dedicados a mostrar algunas instancias de varios partidos, el fútbol está utilizado apenas como una máscara, y acaso como un vehículo para el discurso sobre la diferencia de clases, de nivel económico, cultural, etc.
Rodada completamente en blanco y negro, el comienzo muestra a Cruciani (Stefano Accorsi) en un ritual poco convencional antes de salir a la cancha a dirigir lo que se adivina como un cotejo de primera división. Es un referí internacional con buenas chances de dirigir la inminente final de un torneo importante (suponga que es la Champions League). Para ello se conecta con dirigentes poco honestos que van marcando el camino de lo que debe hacer si quiere llegar a esa instancia. El montaje paralelo nos muestra un pueblo de zona rural con dos equipos que disputan una suerte de interzonal de alguna división muy, muy inferior. Con aires de western, vemos el equipo del terrateniente (malo, el hombre), chicaneando al de los trabajadores y desafiando al estilo duelo a ver quién gana. Más dogmático imposible. La diferencia entre ambos es abismal hasta que llega Matzutzi (Jacopo Cullin), un jugador argentino que mete muchos goles y viene a equilibrar un poco la balanza.
La película de Paolo Zucca intenta “no ser una más” del montón al alejarse de la esencia del deporte más popular del mundo. El punto es que al intentar esquivarlo a como dé lugar, la película gana en su planteo pero pierde “ángel”. El elenco colabora para darle un aire mundano a las situaciones comunes, aunque desde la dirección de actores y del guión se propongan situaciones algo extrañas (el ritual de besos entre los árbitros en el vestuari, por ejemplo).
De todos modos no deja de ser una fórmula habitual aplicada a un mundo que todos conocemos y, en todo caso, el humor funciona como un conector de algunos ejes dramáticos que van a tener que, eventualmente, encontrar la excusa para que los dos mundos; el del referí de primera y jugadores de última, se encuentren y a su vez se justifiquen.
“El árbitro” tiene con qué pelearle al tedio y a la falta de películas de éste tipo, aunque a veces quede en posición adelantada.