Se juega como se vive
En las antípodas, por un lado está la pasión que despierta el fútbol en cada simpatizante o hincha más allá de las fronteras, y del otro el negocio del fútbol con su consabida cuota de corrupción que llega hasta las esferas del referato, inclusive si la víctima de turno es nada menos que un árbitro con ansias de dirigir la final y en apariencia insobornable. Esas dos corrientes atraviesan con la misma energía el pequeño universo de esta coproducción entre Italia y Argentina, que el documentalista Paolo Zucca convirtió en largometraje tras su paso por el cortometraje del mismo nombre, que recibiera el premio David Di Donatello al mejor cortometraje en 2009 y el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cortometrajes de Clermont-Ferrand.
El árbitro es un film raro desde su concepción, aunque su trama sencilla aborda en primer lugar el derrotero de un club de la tercera de Cerdeña, el Atlético Pabarile, y su rivalidad eterna con otro equipo de la misma liga llamado Montecrastu, en paralelo a la historia de ascenso y crepúsculo de Cruciani (Stefano Accorsi), árbitro alcanzado por la ambición y la corrupción en las grandes ligas. Sin embargo, el film no logra decidirse en adoptar un estilo naturalista que roza el costumbrismo de pueblo chico para la epopeya futbolística del Atlético al incorporar al crack repatriado de Argentina Matzutzi (Jacopo Cullin) porque adopta, desde su estética blanco y negro, una grandilocuencia visual que lo alejan de todo realismo para sumergirlo a veces en el grotesco y cinismo ante sus personajes.
En la galería variopinta bocetada desde los estereotipos podemos encontrar un entrenador ciego, su hija que responde al temperamento de mujer fuerte y el archi rival de Montecrastu vinculado con la mafia o el desagradable árbitro que no tiene pruritos en arreglar partidos, anular goles lícitos o inventar penales para favorecer al mejor postor.
En ese vaivén entre la ampulosidad de las imágenes y la historia chiquita -que tranquilamente podría haber ocupado varias páginas de un cuento de Fontanarrosa- se entreteje la idea de fútbol como pasión que no se explica y que de alguna manera da revancha al más débil cuando en la cancha logra torcer el rumbo de un partido chivo ante el poderoso. En ese caso Pabarile representa al pobre como aquel Nápoli al que alguna vez la zurda de Maradona coronó entre los grandes y escupió sobre la soberbia de los clubes ricos arrebatándoles el título para que toda la Italia rica explotara de tristeza. Montecrastu es el extremo y en ese juego de contrastes tan marcado se pierde todo tipo de sutileza como la torpeza de introducir el tango cada vez que aparece el personaje proveniente de Argentina.