Escuchar para ser testigos
El ejercicio de la palabra, como forma de memoria y como acceso a la verdad, tal como lo consagran las tradiciones judías, es la base de este film en el que Jack Fuchs, que estuvo en el campo de exterminio de Dachau, entrega sus recuerdos como un legado.
“Primero vino la palabra”, es lo primero que dice Jack Fuchs a cámara, citando a la Biblia, aunque más tarde no tendrá ningún empacho en aclarar que jamás creyó en Dios. “En el caso de la Shoá, primero fue el hecho. Por eso, después de la guerra nosotros no podíamos hablar de la Shoáh, porque no sabíamos qué nombre darle.” En verdad, y tal como él mismo reconoce, le llevó bastante más que “después de la guerra” a Jack Fuchs hablar de su condición de sobreviviente de los campos de exterminio nazis. Le llevó cuarenta años. Después de eso no dejó de hacerlo, como testimonian no sólo sus contratapas en Página/12, sino sus libros Tiempo de recordar (2006) y Dilemas de la memoria (2006). El ejercicio de la palabra, como forma de memoria y como acceso a la verdad, tal como lo consagran las más ancestrales tradiciones judías. Basado en parte en el libro de conversaciones homónimo, entre Fuchs y la psicoanalista Eva Puente, El árbol de la muralla no podía ser sino un film hablado.
Pero se trata de un film hablado por alguien que no es, por suerte, una reproductora de casetes, sino una persona. El brillo pícaro en los ojos, el sentido del humor (“no es la primera que estoy en Auschwitz, es la segunda”, dice en su regreso al campo de exterminio, “la diferencia es que la vez anterior no tuve que pagar para entrar”), la calidez (“¿quieren tomar algo, un tecito?”, les pregunta a los miembros del equipo de filmación), algo de idische tatele incluso (“¿seguro que no quieren comer nada?”). Un film hablado por alguien a quien, con cuarenta años de residencia en la Argentina, el castellano todavía le cuesta. Con un acento y una gramática que parecen como si hubiera llegado ayer, o anteayer, a Fuchs cada tanto se le olvida alguna palabra y tiene que decirla en polaco. O prefiere, en una ocasión formal –como cuando lo nombran Personalidad Destacada en Derechos Humanos– que sea otro quien lea su texto. Otra, más precisamente, su nieta Florencia, que le hace a veces de lazarilla idiomática, otras de entrevistadora informal.
“Se me mezclan todos los idiomas”, dice Fuchs, durante una visita a Polonia. Se entiende: al polaco y el yiddish de cuna, este nativo de Lodz le sumó el inglés (terminada la guerra emigró a Estados Unidos, y allí permaneció casi veinte años) y el castellano, desde que llegó a Buenos Aires, en 1963. Se entiende que los idiomas se le mezclen en ese momento y no en otro: está de regreso en su ciudad, allí donde alguna vez estuvo el gueto. Pero a este sobreviviente sonriente no lo van a correr con aquello de que la infancia es la patria del hombre. “No tengo ningún sentimiento, porque nada de lo que veo se parece a mi pasado”, frena a alguien que parece estar pidiéndole lágrimas. “Me gusta hablar con vos, porque como hija de sobreviviente, yo tengo un poco la idea de que en el principio fue la Shoá, como si antes de eso no hubiera habido nada”, le dice su amiga Diana Wang (otra de sus amigas es Elsa Oesterheld). “Pura tragedia, muerte, exterminio. Pero vos me traés una imagen viva, pujante, vibrante, de cómo era la vida en Polonia.”
Fuchs es lo suficientemente generoso como para no querer ser propietario exclusivo de la verdad (en lugar de afirmar, suele pensar en voz alta) ni de la tragedia. “Asociar el nazismo exclusivamente con la destrucción de los judíos es cometer dramáticas omisiones, que nos perjudican a todos”, recuerda en un texto. “Entre las víctimas del nazismo estuvieron los opositores políticos, las personas con discapacidad, los testigos de Jehová, los homosexuales, los ciudadanos polacos, los gitanos...” Tan generoso, que reconoce que se sigue “autocensurando”, filtrando los recuerdos (estuvo en Dachau, perdió al resto de la familia en Auschwitz), para que al interlocutor el relato no se le vuelva intolerable. No se esperen de El árbol de la muralla cadáveres apilados, hombres-esqueleto, kapos sádicos, ejecuciones sumarias. Basta con una sola afirmación, más poderosa que mil descripciones: “Si la guerra duraba dos días más, yo no sobrevivía”.
Fuchs sobrevivió, ya cumplió 88, no ignora que la naturaleza humana no se parece a las películas de Disney (“Por algo el primer mandamiento dice ‘No matarás’, ¿no? Quiere decir que la gente se mata”), no olvida nada y, sin embargo, sonríe. “Mataron a millones, pero no nos pudieron deshumanizar”, dice. “Mi abuelo me decía que el que escucha se convierte en testigo”, le recuerda a la nieta. Como quien entrega un legado, de modo muy alusivo y sin hacer sentir el peso del legado. El espectador escucha, y se convierte en testigo.