Un emocionante ejemplo de entereza
Nacido Yankele Fuks en la vieja ciudad de Lodz, adoptó su nombre definitivo en Nueva York, adonde fue a vivir después de la guerra. A partir de entonces se llama Jack Fuchs. Diez años después vino a visitar unos tíos, y otros años después, ya cuarentón, vino, se enamoró, se casó y tuvo una hija. Más tarde enviudó, tiene tres nietas, fue a visitar Lodz y también Auschwitz. Ahí me dijeron que debía pagar la entrada. La primera vez que fui no me cobraron, dice, con típico humor judío.
Así es Jack Fuchs al borde de los 90 años, alto, la voz firme, las réplicas inmediatas, llenas de lucidez y simpatía, buen cocinero, buen anfitrión, abuelo afectuoso, memorista que tardó lo suyo en elaborar todo lo que había vivido y empezar a contarlo. Primero pensó qué daño se hace, o hace a otro, y en qué contribuye recordar ciertas cosas. Pensó para adelante: recordar lo que uno ha pasado, pero no vivir en el pasado. Y recién después empezó a dar charlas y escribió un par de libros: Dilemas de la memoria y Tiempo de recordar
La cámara lo sigue por la Facultad de Derecho, una escuela privada, otra estatal, recopila entrevistas televisivas, el acto de homenaje en la Legislatura de la Ciudad, algo de su regreso a Lodz con la hija, y también la visita de personas como Diana Wang, hija de sobrevivientes, y Elsa Oesterheld, a quien en los 70 le mataron al marido, sus cuatro hijas y dos yernos, y robaron dos nietos, mujer que en un gesto admirable se sobrepone a su tragedia y le dice con hidalguía El dolor en nosotros dos es esperanza, en otros es odio.
Así vamos oyendo algunos breves relatos de Fuchs a sus diversos auditorios, sobre el momento en que la familia fue descubierta y entregada por la propia policía judía del gueto y otras situaciones terribles, pero no cuenta mucho, y no dramatiza nada. El habla en especial de los espacios vacíos que suele tener la memoria, acaso en defensa propia, de la tercera persona que a veces asume para no derrumbarse. Y observa que ya no puede llorar.
Cuando llegó la liberación, y al fin se vio debidamente bañado y con ropa limpia, se dijo Ahora ya puedo morir. Morir dignamente, explica alguien. Pero siguió viviendo. Estamos condenados a vivir, sonríe con algún dolor. De su vida antes de 1940 solo tiene una foto que le llegó muchos años después. Allí están, gozando un día de sol, el padre, la madre, el hermano mayor, la hermanita, y había una hermanita más, que no salió en la foto. Solo él quedó vivo. De su viejo barrio, apenas hay unas casas abandonadas. La película ofrece allí un dibujo evocativo, agradable, de gente reunida ante los músicos ambulantes, un dibujo de lindos colores, que contrasta con las paredes descascaradas que quedaron. Pero ahí estaba el árbol del título. El hombre ve a ese árbol como una metáfora de sí mismo. Nosotros vemos a ese hombre como un ejemplo de entereza. Autor, Tomás Lipgot, documentalista sensible, sencillo, y sinceramente comprometido con sus retratados, como ya hemos visto en Fortalezas, Moacir, y Ricardo Becher, recta final. Digno de aprecio.