Shining happy people.
La historia del cine ha dado grandes cineastas católicos, creyentes o incluso místicos. Dreyer, Rossellini y Bresson son buenos ejemplos de cuando la fe religiosa se trasmuta en creencia en el cine. Terrence Malick, en cambio, tal vez sea víctima de la edulcorada filosofía new age en boga, cuya espiritualidad pueril atraviesa películas tan disímiles como Avatar y Comer, rezar, amar. El árbol de la vida parece por momentos la publicidad de un seguro de vida. La creencia se convierte aquí en redundancia pomposa, un sermón infantil ocupa gran parte de película, la voz en off subraya lo que muestran las imágenes mientras el discurso de predicador insiste con sus metáforas y alegorías. Naturaleza y cultura se enfrentan con ansias de trascendencia en un relato autobiográfico y cósmico (y a veces también cómico) que pretende abarcar en un mismo impulso la vida de una familia norteamericana y la creación del mundo.
La película comienza con una disertación sobre la gracia y la vida. La gracia, definida como una disciplina ingrata, está encarnada por un padre demasiado estricto que impone su ley. La vida se refugia en el cuerpo de una mujer sometida aunque madre cariñosa de tres hijos varones. A pesar de las elipsis temporales y algunos planos inspirados, la historia de esta familia conservadora de Texas en los años cincuenta es convencional y esquemática. Pero antes de instalarnos en la pequeña casa, es necesario que se cree el mundo como preludio de los tormentos familiares. Malick utiliza las computadoras y los efectos especiales para colocar el misterio de la creación sobre la totalidad de la pantalla durante veinte interminables minutos. La ingeniería visual es vulgar y nos lleva del magma al polvo galáctico, del líquido uterino a un enjambre de medusas pasando por una increíble escena de dinosaurios con remordimientos humanistas. El álbum de recuerdos de los primeros tiempos del mundo es comentado por una voz en off que murmura cuestiones vagas, acompañada de mares de música litúrgica con pesadas orquestaciones que apoyan la visión telúrico-psicodélica.
El caos original y la formación de los planetas están modelados sin otro encanto que el que le confirió la joven tradición del cine de ciencia ficción digital. La belleza irreal de algunos planos se codea con un kitsch tecnológico risible (el eclipse y las cascadas bien podrían formar parte de esos power point con nubes, música clásica y frases de Coelho que inundan las cadenas de correo). Con todo, hay que reconocer que cuando los humanos vuelven a la pantalla, Malick logra capturar cierta densidad en el aire del grupo familiar. Pero el retrato nostálgico de los pequeños momentos cotidianos está intercalado con planos absurdos de Sean Penn (con una cara de culo permanente), que viene siendo la encarnación adulta de las frustraciones de uno de los hijos. Un espectro atormentado errando por algún downtown (símbolo urbano del liberalismo) o atravesando el marco de una puerta hacia otra dimensión, que siempre cae mal a fuerza de interrumpir la historia de su propia infancia.
Malick vuelve incansablemente y sin sutilezas sobre la misma estructura. Las concluyentes vueltas al orden, a un reencantamiento del mundo, poseen un manifiesto tono grandilocuente e impostado. El bestiario primitivo es evacuado por ridículas apariciones de mariposas, pompas de jabón o girasoles. Las imágenes de un cielo con personajes felices sin edad vestidos de blanco a orillas del mar, sumadas a las de un ataúd de cristal, una burbuja de la eternidad y una madre que levanta vuelo, parecen una campaña publicitaria para el espíritu colectivo escrita con letras mayúsculas universales y abrumadoras.