EL TIEMPO DE LOS MOMENTOS
De subjetividades se trata
Con un comentario a la pasada, con una imagen publicitaria vista desde arriba de un colectivo, con un trailer de youtube, y de miles de maneras más es cómo empieza el vínculo entre una película y su espectador (en singular, porque cada película está hecha de forma diferente para cada espectador). También, y sobre todo, empieza con la información previa que se pueda o no tener sobre la misma: empezando por el título (gran carta de presentación), por su elenco (el "star system", el "sistema de estrellas": caras bonitas o talentos conocidos que son muchas veces las que nos llevan a comprar el producto cinematográfico, a "pagar para ver"), por su director/a y sus películas previas (las hayamos o no visto), y también por la crítica mediática, por lo que hayamos leído o escuchado del film, por lo que nos hayan dicho o contado del mismo.
Y en este momento previo a la sala a oscuras, es donde nos conviene situarnos para empezar a hablar de la última película de Terrence Malick, tan elogiada como criticada, tan comercial (no hablo aquí de las formas, sino de lo estrictamente redituable, de lo que vende: tener a Brad Pitt y a Sean Penn como protagonistas) como poco común. Con puntajes críticos (en diarios, revistas e internet), que van del 1 al 10 sin puntos medios.
Y el hecho de que las aguas estén tan dividas antes de meternos a navegar en ellas, claramente le da un gusto especial al asunto, hace que la expectación tome otro color, y es el de ver en qué lado nos vamos a situar nosotros. Si vamos a ser de los que se van puteando con los pochoclos en la mano, o de los que se van callados hasta que no pisan de nuevo la calle y la realidad exterior. Pero estereotipo y chiste mediante, hago la siguiente aclaración: no se trata acá de ningún extremo (público pochoclero versus público "cool" que sólo frecuenta festivales de cine), ni de mejores ni peores. Sino que se trata de subjetividades. De valores. De pensamientos. Sobre gustos no hay nada escrito, y de eso se trata. De sintonizar o no. De comprar o no. De dejarse llevar o no. Y la película, desde que empieza hasta que termina, nos pide y nos exige eso, que nos dejemos llevar. Que dejemos de lado la pretensión previa a la película (de lo que hablábamos antes) y que nos perdamos en lo que la película realmente es. En lo que nos muestra. En lo que nos cuenta o no.
Lentes angulares y mucha profundidad de campo. Una estética visual llamativa y vistosa.
Y esto es importante, porque creo yo que ahí está el punto del por qué tantas opiniones dispares. En la diégesis (la historia en sí) y en el relato (la forma de contar esa historia). En la construcción de sentido. A medida que vamos viendo la película, y a medida que los planos y los tiempos se suceden y se alternan (de la prehistoria a la Estados Unidos de los años 50; de ésta a la Estados Unidos actual; y etcétera y etcétera -entendiendo aquí por etcétera, todos los momentos de la creación infinita e inexplicable del mundo que una película de dos horas y diecinueve minutos pueda abarcar-), es la misma película la que nos va pidiendo que dejemos de lado la búsqueda diegética, el querer hilvanar a cada momento lo que estamos viendo, con lo que acabamos de ver y con lo que veremos a continuación (en síntesis, la construcción de la historia); es la misma película la que nos conduce hacia otro plano -el plano de las sensaciones-, la que nos lleva a preocuparnos y a darle importancia a cada plano por sí mismo y por sí solo, en su insignificancia (o no) en relación al resto de los planos. Lo que Malick pone en escena, ayudado, o mejor dicho complementado por la inmejorable fotografía del mexicano Emmanuel Lubezki y la música del francés Alexandre Desplat, son las raíces y las ramas de una historia (o de varias historias) en la que el tronco deja de ser lo más importante. La historia en sí queda inconexa para el espectador en la pantalla, y será tarea de él completar los huecos o querer conceptualizar si es que siente de verdad la necesidad de completar algo de lo que vivió y sintió dentro de la sala, una vez fuera de la misma.
Pero claramente eso no es aquí lo importante (contrariando la estructura de relato a la que el cine nos tiene acostumbrados). Lo que Malick hace es una película de momentos. Una película que pulsa (pulsión: energía psíquica profunda que orienta el comportamiento hacia un fin y se descarga al conseguirlo), que nos habla directamente al inconsciente y sin necesidad de usar las palabra (los diálogos son efímeros y cuando aparece la palabra, cobra una monumentalidad sonora que despierta las mismas sensaciones que la música -también monumental- que acompaña la mayor parte de la película; no hay necesidad de que interpretemos lo que las palabras nos dicen, no hay porqué conceptualizar; lo importante es lo que sentimos a nivel sensorial, la música de los susurros, el compás verbal), afirmando el hecho de que las palabras mienten, de que las palabras cubren, y de que la mejor manera de contar, es mostrar (hablar en imágenes). El Árbol de la Vida es una película que late, que roza la vida en su costado más humano, por la naturaleza de los gestos y de las acciones. Y es acá dónde más se expone el gran trabajo de dirección. No vemos actores actuando ante la cámara (por más que lo hagan) sino que vemos pura humanidad fluyendo, una interpretación sutil de cada uno de los personajes, que es lo que carga de vida cada momento. Claramente no hay alguien detrás de cámara diciéndoles "ahora hagan esto", sino que hay un guía que enmarca lo justo y necesario, para después dejar fluir, dejar hacer. Esto se ve y por eso es que Malick consigue el material que consigue.
Hay una búsqueda de belleza, una búsqueda de verdad. Y esa búsqueda encuentra vida. Hay vida en el estado interior del material fílmico (como decía el cineasta ruso Andréi Tarkovsky, sobre la búsqueda que debe movilizar al realizador). Hay vida en cada gesto protector de estos dos padres, sobre todo cuando dejan de lado a "los personajes inmersos en su contexto social" (una sociedad conservadora y patriarcal, en donde el padre es la voz de la familia, y en donde la mujer queda relegada a la crianza de sus hijos, al trabajo en el interior del "hogar, dulce hogar"), y se dedican a sentir lo que de verdad les pasa a esos personajes, pero por adentro: callando (los silencios dulces de esta madre, que hablan y que comprenden), mirando, sonriendo, sintiendo el tacto (una caricia o una mano de este padre, que resume mejor que nada cualquier sentimiento). Y hay mucha vida en estos tres hermanos que corren y se tropiezan por las calles de su barrio; que se divierten de verdad en cada juego que encuentran (no son chicos actuando, sino que vemos niños jugar), y que no sólo se dedican a eso, porque también sufren y sienten con pesar la angustia de crecer. Ahora bien, de Sean Penn y de sus tránsitos por el "presente", no diría lo mismo, o al menos no lo pondría en una misma escala de valor. Pero que está perdido está perdido. Si eso es lo que buscaba Malick, lo logró, porque se ve a un actor realmente perdido y sin saber que hacer con su "actuación" (sin necesidad de hacer referencias al talento conocido de este individuo).
Uno de los grandes momentos de los jóvenes protagonistas del film. Encuentro y conexión.
Y a todo esto, intercaladamente, aparece el contrapunto de la magnificencia universal, que por momentos más, por momentos menos, le agrega otra gran faceta a la expectación: una intelección mucho más abstracta, más lejana y más espectacular, pero no por ello menos cercana al despertar de nuestros sentidos. Desde lo maravilloso de cada paisaje natural y los puntos de vista (la ubicación de la cámara) meritoriamente encontrados para cada uno de ellos, hasta los efectos visuales realizados por Douglas Trumbull (el mismo de 2001: Una Odisea del Espacio) que dan forma a imágenes inalcanzables y que también lo hacen, como el resto del conjunto de los aspectos formales de la película, de maravilla (y si de aspectos formales se trata, abro paréntesis para aplaudir el montaje y los movimientos de cámara que guían nuestra mirada de una forma pocas veces experimentada: la película nos invita a bailar un ritmo en donde la cámara vibra con los personajes, en donde los movimientos de los planos secuencia nos hacen vivir con verdad la intensidad espacio-temporal, y en donde los cortes del montaje se acoplan a este ritmo dado por los movimientos dichos, formando parte y acentuando esta gran sinfonía visual).
Hechas todas estas apreciaciones, doy lugar por un momento a la otra cara de la moneda. A la de los otros momentos. Y es que es cierto, al último film de Malick (ganador de la Palma de Oro en el festival de Cannes) se le pueden remarcar varios momentos en que la búsqueda de verdad (de la que hablábamos antes) cae en lo ya conocido, en situaciones que pierden peso por estar al borde de lo que se conoce como cliché (sobre esto, yo haría hincapié lamentablemente en la última secuencia, que me parece que no es el punto final que la película merece; por bellas que sigan siendo las imágenes, la significación de esa playa termina cayendo en lo conceptual, y no está a al altura de ninguna de las secuencias que vemos en el jardín de la casa de la familia, por dar un ejemplo comparativo a nivel espacial). Pero también es cierto, que nada de esto cobra la fuerza necesaria para desbalancear el asunto, o por lo menos, para desbalancear mi punto de vista subjetivo (de subjetividad se trata, lo aclaramos desde el inicio).
En síntesis. Una película ambiciosa por donde se la mire, a la que paradójicamente hay que ver, creo yo, sin pretender nada, sin pedirle nada a cambio. Olvidar todo lo visto y empezar de nuevo.
Y aunque nada parezca cerrar, El Árbol de la Vida es una película que llena. Una película con la que hay que dejarse fluir. Bien por Malick.