POR UN CINE-SENTIDO Y así vivir El cine creído, el cine pensado, el cine visto y el cine por ver. El cine verdad, el sin verdad. Una realidad ontológica y objetiva, una nueva e infinita subjetividad; el cine espejo, como imitación de la vida, como su copia fiel, como su autoretrato, como su más auténtica ficcionalización; el cine imposible, como un arte inabarcable, como una palabra sin sentido, como un grotesco absurdo. El cine, así nomás. Podríamos ser ambiciososo y podríamos intentar definirlo; buscarle conceptos, llenarlo de palabras, atraparlo para nunca más dejarlo ir. Podríamos y de hecho lo intentamos aunque de nada y para nada nos sirva, porque lo realmente difícil y complejo está y aparece en todo lo demás. En lo no dicho; en todo eso que no se puede decir. En la pregunta que surge acerca de su sentido y acerca de su utilidad: ¿Para qué sirve el cine? ¿Sirve en verdad? Preguntarse cómo y a través de dónde tiene que pasar su búsqueda. ¿Qué buscamos? ¿Qué se busca al hacerlo? ¿Qué se busca al mirarlo? Son preguntas que nos incluyen a todos y que se constituyen como un hecho social -como un hecho comunicacional-. Como respuestas aparecen palabras y aparecen conceptos -ética-estética-ideología-educación-entretenimiento-industria-poder-conciencia-, pero también y por supuesto, aparecen muchas más preguntas. Cada tanto, se vislumbra un sentido. Que se prende y se apaga, que pareciera estar en esa misma búsqueda. Un sentido que también está en sentir. ? Natalia Oreiro, Teo Gutiérrez Moreno y César Troncoso. La familia protagonista de Infancia Clandestina. ?"Las ideas inicialmente siempre tienen una raíz emocional, todo concepto político o social surge de una pregunta emocional de uno, que en algún momento tuvo una inquietud, algo que le pasó ante una realidad." De eso habla Benjamín Ávila al referirse a su primera película de ficción, a su Infancia Clandestina. De las ideas, pero sobre todo de las emociones. "De algún modo, la idea de la película es tocar esa raíz emocional, la que genera la idea. No la idea en si. Ayuda a ablandar, a volver a humanizar." Habla de la emoción que nos acompaña en esta historia cruda y difícil, inmersa y perdida en una época mucho más difícil aún, en donde precisamente lo ideológico era arrancado de los huesos. La década del setenta en la Argentina, la última dictadura militar. La historia de Juan, un chico que vuelve de su exilio en Cuba junto con sus padres, montoneros decididos a repatriarse y a enfrentar al enemigo en casa -casa tomada-. La historia de Ernesto, un chico que en plena entrada a la pre-adolescencia tiene que aprender a adaptarse no solo a su nuevo colegio y a sus nuevos compañeros, sino a un estado de situación político tan violento como envolvente, que impregna el aire y que lo tiñe todo, con la suciedad latente de una guerra que explota en silencio, escondida y por detrás. "Esta película lo cuenta desde lo cotidiano, como lo vivíamos nosotros. Era abrumador, no por lo terrible, sino porque era así." La historia de Ernesto y de Juan, que no son otra cosa que una misma persona: el Chango, como le dice su papá. Este pequeño protagonista (interpretado por el joven debutante, Teo Gutiérrez Moreno) en la etapa más importante para el desarrollo y la identificación social, creciendo en medio de una sociedad imposible, carente de libertades, perdida. Y si hablamos de crecimiento también hablamos de sentido, porque hablamos nada más y nada menos que de la dirección de nuestras vidas. Crecimiento que nace y que se completa en la búsqueda: la del joven protagonista por un lado, y la de su realizador, una treintena de años después, por el otro. Búsqueda que es doble, que es una continuación causal en el tiempo (las causas y las consecuencias de esas mismas causas), y que parte desde la emoción. Benjamín Ávila y su necesidad de contar y de contarse. Esta historia, su historia; su mirada, su recuerdo y su sensación; la mirada del adulto que fue niño y que ahora se mira serlo. La película como perfecta sublimación. ??Y todo esto que decimos está ahí. Está en los encuadres y está en la dirección. Está en el bosquejo perfecto que engloba el aspecto técnico de lo formal: la preponderancia de los planos cerrados, de los planos detalle, de las abstracciones y del mostrar la parte por el todo; el montaje por cortes desprolijamente precisos, con un ritmo que luce en secuencias como la del comienzo en el barco y el paso a la argentina o como en la fiesta de cumpleaños del Chango; el uso de la profundidad de campo y la importancia que cobra el enfoque y, también, por oposición, el fuera de foco -es por medio de su hábil manejo y utilización que se le da un valor claro a la mirada y que se remarca con precisión el punto de vista: es esa, más y mejor que nunca, la mirada del niño, que busca y que ve lo que otros (los adultos) no saben o no pueden ver-. ? Los ojos vendados. Un estado de situación. La abuela llegando a la casa de su familia, para el cumpleaños de su nieto. Cristina Banegas y uno de los personajes mejores logrados. Podemos claramente hablar de una idea especular que atraviesa la película, en donde implícitamente el juego de las miradas y los espejos cobra fuerza y vitalidad: el chico que mira, la cámara que lo mira mirar, y el director-protagonista (más que nunca) que se mira mirar su "realidad". Y siempre desde la emoción. Sus emociones. No cantar el himno, por no saberlo. No querer izar la bandera, por llevar "el sol de guerra". Sus recuerdos y sus sueños. Su abuela. Su tío Beto (Ernesto Alterio y los paralelismos pensados con La historia Oficial en la que actuaba su padre Héctor, que no hacía otra cosa que interpretar a un militar involucrado en la expropiación de bebés). El maní con chocolate. Los dibujos y las animaciones (Andi Rivas). La violencia y la incomprensión. El amor. La sexualidad. Las escenas oníricas que, con mayor o menor acierto, orquestan el filme (destaca el sueño que el Chango, parado frente a un inodoro al aire libre, tiene con ella, su compañera de colegio y su primer gran amor, que lo abraza y lo besa por detrás, y en donde la orina que había sido sufrimiento físico en la primer secuencia de animación -el tiroteo en la puerta de la casa-, ahora sabe ser placer y orgasmo; giro sutil e inteligente que no se da, por ejemplo, en el sueño que tiene con su tío, que se le aparece después de muerto, restándole fuerza y quitándole tensión a su desaparición, a su muerte repentina y sorpresiva, tanto para el chico como para el espectador). Todo esto dentro de una realidad tan irreal como la realidad misma. Tan absurda y tan ilógica. Una "irrealidad" extremadamente ilógica. Todo esto, y sobre todo, sus ganas sentidas y no pensadas, por escapar a otro lugar. Son muchos los temas que envuelven al filme, pero hay uno que, a nivel prensa, la caracterizó en particular. La política con sus aseveraciones, es en Infancia Clandestina un tema fundamental. Y lo valorable en mi opinión es el lugar desde el que lo político se construye, por el tipo de abordaje que la película hace y por la mirada de niño/adulto que lo hilvana todo. Porque su origen parte de lo que hablábamos antes. Porque la política llega cuando deja de ser puro mensaje y pasa a ser emoción. Sentir algo del otro. Sentir por el otro. Sentir al otro. Porque la política llega cuando el discurso se abre a la interpretación, y cuando el resultado no es otra cosa que la inclusión verdadera de todos esos discursos particulares y su puesta en acción. ???Y porque de emociones se trata es que me animo y me doy el gusto de hablar sobre una en particular, de carácter personal, que me recorrió al ver el filme: la sensación de que cuánto más cerca está, la cámara más libre es; de que es allí donde pareciera encontrar la mayor fidelidad posible, "la fidelidad siempre imposible"; y de que eso es tan así, que el hecho de que la cámara allí se quede se vuelve una necesidad casi inevitable para el provecho de la película: la necesidad de latir con los personajes, la de seguir el ritmo de los actores y no el de la estructura de un "guión". Cuando se da esta sinergia, mezcla de magia inexplicable y de trabajo profundo, es cuando la maquinaria inmensa se vuelve chiquita y cuando realmente se llega a apreciar en su totalidad, porque se naturalizan los personajes y porque las situaciones no hacen otra cosa más que fluir. Es cuando, de forma maravillosa, la emoción nos roza la piel y nos desnuda. Cuando el guión, tanto tiempo antes pensado y repensado, logra disolverse en las escenas (en el aquí y ahora del rodaje), y cuando la organización propia del cine se deja desestructurar. Es en los momentos en que la cabeza parte y se va, dejándole el lugar al sentir del que hablábamos antes -la famosa dicotomía entre pasión y razón; el famoso dilema entre usar la cabeza o usar el corazón-. Lo que pasa es lo que se siente y no lo que se piensa o lo que se pensó que iba a pasar cuando se concibió el filme, cuando se hizo el casting, cuando la familia Puenzo aceptó producir, cuando los actores ensayaron la escena, o cuando los técnicos prepararon los equipos. Y lo que se lamenta -o lo que al menos yo lamenté de Infancia Clandestina-, es que esta fluidez no sea constante y que así como bien sabe prenderse, no puede evitar apagarse y diluirse en la tipicidad narrativa, apareciendo allí las escenas innecesariamente discursivas (el momento en que el Chango le pregunta a su madre sobre el amor, en un plano cenital que los muestra a los dos desparramados en el pasto, o la secuencia de los niños en el campamento recreando la llegada de Colón al continente americano, como ejemplos exponenciales de esto que intento decir) y distanciándonos, al menos en parte, de lo verdaderamente sentido. Como si fueran necesarias las explicaciones evidentes de los personajes. Como si no bastara la mirada para poder entender. Allí pareciera estar el error. Y aquí pareciera cobrar fuerza la tesis inicial.?? ? ? "-Quiero estar con vos para siempre. -¿Me lo prometés? -Con toda mi alma." ??La sensación de que lo que vive en "verdad", es lo no dicho -la palabra que creemos siempre tan necesaria, y que no hace más que servir como elemento aditivo y decoroso, que le resta fuerza a la imaginación; siempre y cuando se trate de sentir y no de conceptualizar-. Lo que aparece después o antes de lo que se pensó hacer. Los momentos fuera de lo común, en los que la búsqueda de la mirada de Ávila encuentra no la recreación de su verdad pasada, sino su verdad actual. Su destino y su agradecimiento. Su sentido. ????En síntesis, hablemos de Infancia Clandestina como un acierto. Contar una historia tan difícil -por vivida, y revivida- no es cosa fácil, y el acierto está en poder contarla desde otro lugar, desde otro mundo y otra mirada, pura y sensata, que fue virgen en algún momento y que ahora rompe, mundanamente contaminada, con esa virginidad, revalorizándola, cubriéndola de sentido y hablando sin hablar, desde un proceso y una madurez pensados, pero sobre todo sentidos. No hace falta que la película al empezar nos diga "basada en hechos reales", porque eso ahí está, a nuestro alcance, a nuestro mirar, a nuestro sentir. Todos estos como factores importantes que se hacen notar y que están ahí en la forma del filme, que a su vez es contenido y que también, a su vez, transporta un determinado mensaje. Comunicación de formas y de contenidos que su torna válida solamente en la heterogénea interpretación. Sin conceptos. Porque lo realmente importante no es cómo nos llamemos, sino cómo queramos nosotros, hacernos llamar. "Soy Juan".
Sobre el espectador de Cine Después de Los paranoicos, su ópera prima, Gabriel Medina vuelve a aparecer en escena con una película... No. No, no y no. No nos va a servir hablar de Los paranoicos, y no nos sirve de nada hablar ahora y aquí del concepto de autor. Empezemos de nuevo, La ruta. Un auto. Y La araña vampiro, el título en rojo sangre; sin rodeos, con la simpleza más simple. Un joven que llega con su padre a una casa perdida en la montaña, en un primer nivel de búsqueda: el de encontrar la tranquilidad que no se encuentra en la ciudad; el de poder así despejar un poco los cuerpos y los problemas -o los problemas de los cuerpos-, tanto psicológicos como físicos. Cuál es el problema específico, realmente no lo sabemos. Y por qué no lo sabemos; porque no se nos da cuenta de ello. Sólo vemos personajes distantes, que dialogan poco y que parecieran estar levemente preocupados; personajes buscando en medio de una búsqueda apagada y monótona, como si esperaran que este nuevo contexto salvaje y boscoso, cambie algo de lo que hasta ahora fue; en la gran ciudad. Y no sabemos mucho más. Jerónimo; el joven se llama Jerónimo; eso sí lo sabemos. Y que se llevó su computadora portátil y que en vez de salir a recorrer o a cambiar de aire, mata el tiempo matando gente en los videojuegos. Y que también tiene a su madre, que los llama para preguntasr si está todo bien, y que por alguna rázón se quedó en la ciudad. Y que la primera noche, al dormir, lo pica una araña. La araña vampiro, a la que termina matando después, al despertar. Y punto. Todo eso por un lado. ??? "Ve a la montaña, busca tu guía y vuelve a la ciudad" Jack Kerouac; con esta frase abre la película. ???Por el otro estamos nosotros, como espectadores recibiendo información, enfrascados en la misma aventura y atravezando el mismo viaje laberíntico que el protagonista, sufriendo con él, padeciendo, siendo picados, y mirando. Mirar. Esa es la cuestión. Porque de eso pareciera hablarnos indirectamente esta historia. Del acto de aventurarse, de quebrar con el estado actual y rectilíneo de las cosas e inmiscuirse en un nuevo ritmo, vertiginoso y ascendente. Sea en la ficción, sea en la vida del espectador como parte última de la ficción -la recepción del mensaje como estadío fundamental de la comunicación-. Del acto de aventurarse, inclusive desde la activa pasividad que implica el mirar. Sin hacer absolutamente nada, el espectador es llevado imagen tras imagen, de un lugar a otro, viviendo y reviviendo constantemente el mundo de la ficción. Ficción que existe en él mismo porque sin espectador no sería nada. Y sin hacer nada, el espectador vive lo mismo que el protagonista. Y así es como la normalidad, puede volverse de una forma casi absurda, en una historia de película; o en una película en sí, porque durante esas dos horas de sala a oscuras, nuestra realidad no es otra que la de la pantalla. Y es en esta misma normalidad, que caduca para dar paso al desarrollo del conflicto, donde nos enteramos que la picadura de Jerónimo es mortal. Lo que hasta recién había sido el simple acto urbano de matar una araña, ahora se convierte en un momento de tensión crucial. Para salvarse de las secuelas mortales de la araña, dicen algunos de los habitantes de la zona que hay que ser picado una vez más, por una araña de la misma especie. Así pasó una vez con una niña que se salvó. Y así creen que ha de ser siempre. Lo que mata, cura, y lo que cura, mata. Un bicho de ciudad, picado en su literalidad, por un bicho de campo. El hombre en su condición animal, en medio de una atmósfera reventada y de un color definidamente desaturado. Con la minería a cielo abierto de fondo, como paisaje en clara descomposición. Dentro de una frase que pareciera funcionar como guía, que es la de "creer o reventar". Para no morir, Jerónimo necesita confiar; se ve obligado a creer y a seguirlo a Ruíz (una especie de Stalker, de conocedor del lugar) por la montaña, en una búsqueda casi a ciegas. Es en estos momentos en donde el relato adquiere mayor intensidad, y en donde el dilema del protagonista se vuelve efectivo: seguir siguiendo a un borracho desconocido o volver a la seguridad insegura de los brazos de su padre. Estos cruces desencontrados en la montaña, entre Ruíz y Jerónimo por un lado y el padre (Alejando Awada) acompañado del policía de la zona por el otro, se vuelven cruciales; son los que denotan la transformación del protagonista, el crecimiento en su búsqueda en su afán de salvarse. Él cree internamente en todo eso (como nosotros creemos en las historias que el cine nos cuenta, durante el momento en que son contadas) y eso lo hace seguir. Y la tesis sobre la espectación sigue su mismo rumbo, porque todo lo que Jerónimo va viviendo y todo lo que la estructura del film nos va mostrando, está ligado intimamente al proceso mismo de la recepción. Cuando Jerónimo deja de buscar es cuando finalmente encuentra lo que busca. Cae rendido entre las piedras, y las arañas empiezan a aparecer, una a una, saliendo de sus escondites y yendo hacia él. Es el previo manejo de los tiempos, en esa búsqueda casi interminable y dilatada, lo que potencia precisamente este encuentro final, lo que le da valor a este azar no tan azaroso que se explica en la profundidad del deseo. Llegar al objetivo final. Desenlazar. ??Párrafo aparte y digresión mediante merece la caracterización de Jorge Sesán (Pizza, birra, faso; Okupas) en su rol de Ruíz. Un hombre solitario que ahoga literalmente sus penas y su soledad de montaña en alcohol etílico. Un conocedor del terreno que no conoce otra forma de canalizar su dolor. Que sufre por la montaña, pero que sobre todo sufre por él mismo. Un loco en su cordura, que se habla por no tener a quién hablar. Un personaje tan complejo como contradictorio; valerosamente temeroso por un lado, peligrosamente bondadoso por el otro. Actuación a la que me gustaría personalmente posicionar en un nivel teatral, por el nivel de profundidad y los matices graduales que Sesán le regala al personaje, en una construcción detallista y dedicada, distinta a la de los tiempos de la industria cinematográfica, distante del trabajo actoral interrumpido que el cine en su forma y realización suele provocar (con los cambios de planos, con los cortes, con las repeticiones infinitas de una misma toma, etc.). Y es en este desarrollo donde su personaje se despega del de Piroyansky, que a mi modo de ver, termina quedando inacabado e incompleto: con un principio y con un final marcados, pero con un espacio mediante que no termina de procesar el proceso que el personaje protagonista se merece. ? ? La araña vampiro es un gran híbrido en donde géneros como el terror, el western, el suspenso y la comedia, se prenden y se apagan constantemente. ? ???Sea por el tipo de propuesta, sea por su contrariedad tan disonante, de Gabriel Medina y su historial sólo podemos agregar, satisfactoriamente, la sensación de que La araña vampiro sea o parezca ser algo así como su segunda ópera prima. Del Daniel Hendler que se armaba un cigarrilo de marihuana en la soledad de su departamento, subía el volúmen de su equipo y se ponía a bailar impulsivamente en Los Paranoicos, a la historia y al relato que acabamos de analizar, sólo encontramos -en la superficie, y sin intentar bucear en la profundidad análoga de los dos relatos- un pequeño y divertido símil: la canción del final (La Niebla, de Shaman y los hombres en llamas), que vuelve a constituirse como aquel tema de Farmacia (Nada de nada), en una nueva memorable y pegadiza banda sonora. Otro sencillo pero aplaudible acierto. ??En síntesis y a modo de cierre final, hablemos de La araña vampiro como aventura que, fiel a su estilo estructural clásico, termina con un cambio, que es interno pero que también, cobra peso en su exteriorización simbólica. Porque Jerónimo vuelve en su auto con una semi-sonrisa -nada más y nada menos que la sonrisa de haberse pensado muerto y de haber vuelto milagrosamente a la vida- pero también, como comprobamos cuando nos muestra su otro perfil, con una marca en el ojo; la secuela de la picadura sanadora de la araña. Dejando librado, cualquier tipo de símbolo, a la subjetividad de cada espectador, lo importante es saber que el protagonista, lo que hace es volver; volver a la ciudad, volver a su vida. Y la importancia está en que precisamente eso, es lo mismo que hacemos también nosotros. Volver a nuestras vidas y a nuestro devenir cotidiano y cotidianamente estrambótico. Luego de habernos sentido morir por un rato, luego de habernos reincorporado milagrosamente. Quizás sonriendo, quizás no tanto. Pero eso sí: con la marca de una nueva aventura; la marca de La araña vampiro. Con la marca en los ojos.
EL TIEMPO DE LOS MOMENTOS De subjetividades se trata Con un comentario a la pasada, con una imagen publicitaria vista desde arriba de un colectivo, con un trailer de youtube, y de miles de maneras más es cómo empieza el vínculo entre una película y su espectador (en singular, porque cada película está hecha de forma diferente para cada espectador). También, y sobre todo, empieza con la información previa que se pueda o no tener sobre la misma: empezando por el título (gran carta de presentación), por su elenco (el "star system", el "sistema de estrellas": caras bonitas o talentos conocidos que son muchas veces las que nos llevan a comprar el producto cinematográfico, a "pagar para ver"), por su director/a y sus películas previas (las hayamos o no visto), y también por la crítica mediática, por lo que hayamos leído o escuchado del film, por lo que nos hayan dicho o contado del mismo. Y en este momento previo a la sala a oscuras, es donde nos conviene situarnos para empezar a hablar de la última película de Terrence Malick, tan elogiada como criticada, tan comercial (no hablo aquí de las formas, sino de lo estrictamente redituable, de lo que vende: tener a Brad Pitt y a Sean Penn como protagonistas) como poco común. Con puntajes críticos (en diarios, revistas e internet), que van del 1 al 10 sin puntos medios. Y el hecho de que las aguas estén tan dividas antes de meternos a navegar en ellas, claramente le da un gusto especial al asunto, hace que la expectación tome otro color, y es el de ver en qué lado nos vamos a situar nosotros. Si vamos a ser de los que se van puteando con los pochoclos en la mano, o de los que se van callados hasta que no pisan de nuevo la calle y la realidad exterior. Pero estereotipo y chiste mediante, hago la siguiente aclaración: no se trata acá de ningún extremo (público pochoclero versus público "cool" que sólo frecuenta festivales de cine), ni de mejores ni peores. Sino que se trata de subjetividades. De valores. De pensamientos. Sobre gustos no hay nada escrito, y de eso se trata. De sintonizar o no. De comprar o no. De dejarse llevar o no. Y la película, desde que empieza hasta que termina, nos pide y nos exige eso, que nos dejemos llevar. Que dejemos de lado la pretensión previa a la película (de lo que hablábamos antes) y que nos perdamos en lo que la película realmente es. En lo que nos muestra. En lo que nos cuenta o no. Lentes angulares y mucha profundidad de campo. Una estética visual llamativa y vistosa. Y esto es importante, porque creo yo que ahí está el punto del por qué tantas opiniones dispares. En la diégesis (la historia en sí) y en el relato (la forma de contar esa historia). En la construcción de sentido. A medida que vamos viendo la película, y a medida que los planos y los tiempos se suceden y se alternan (de la prehistoria a la Estados Unidos de los años 50; de ésta a la Estados Unidos actual; y etcétera y etcétera -entendiendo aquí por etcétera, todos los momentos de la creación infinita e inexplicable del mundo que una película de dos horas y diecinueve minutos pueda abarcar-), es la misma película la que nos va pidiendo que dejemos de lado la búsqueda diegética, el querer hilvanar a cada momento lo que estamos viendo, con lo que acabamos de ver y con lo que veremos a continuación (en síntesis, la construcción de la historia); es la misma película la que nos conduce hacia otro plano -el plano de las sensaciones-, la que nos lleva a preocuparnos y a darle importancia a cada plano por sí mismo y por sí solo, en su insignificancia (o no) en relación al resto de los planos. Lo que Malick pone en escena, ayudado, o mejor dicho complementado por la inmejorable fotografía del mexicano Emmanuel Lubezki y la música del francés Alexandre Desplat, son las raíces y las ramas de una historia (o de varias historias) en la que el tronco deja de ser lo más importante. La historia en sí queda inconexa para el espectador en la pantalla, y será tarea de él completar los huecos o querer conceptualizar si es que siente de verdad la necesidad de completar algo de lo que vivió y sintió dentro de la sala, una vez fuera de la misma. Pero claramente eso no es aquí lo importante (contrariando la estructura de relato a la que el cine nos tiene acostumbrados). Lo que Malick hace es una película de momentos. Una película que pulsa (pulsión: energía psíquica profunda que orienta el comportamiento hacia un fin y se descarga al conseguirlo), que nos habla directamente al inconsciente y sin necesidad de usar las palabra (los diálogos son efímeros y cuando aparece la palabra, cobra una monumentalidad sonora que despierta las mismas sensaciones que la música -también monumental- que acompaña la mayor parte de la película; no hay necesidad de que interpretemos lo que las palabras nos dicen, no hay porqué conceptualizar; lo importante es lo que sentimos a nivel sensorial, la música de los susurros, el compás verbal), afirmando el hecho de que las palabras mienten, de que las palabras cubren, y de que la mejor manera de contar, es mostrar (hablar en imágenes). El Árbol de la Vida es una película que late, que roza la vida en su costado más humano, por la naturaleza de los gestos y de las acciones. Y es acá dónde más se expone el gran trabajo de dirección. No vemos actores actuando ante la cámara (por más que lo hagan) sino que vemos pura humanidad fluyendo, una interpretación sutil de cada uno de los personajes, que es lo que carga de vida cada momento. Claramente no hay alguien detrás de cámara diciéndoles "ahora hagan esto", sino que hay un guía que enmarca lo justo y necesario, para después dejar fluir, dejar hacer. Esto se ve y por eso es que Malick consigue el material que consigue. Hay una búsqueda de belleza, una búsqueda de verdad. Y esa búsqueda encuentra vida. Hay vida en el estado interior del material fílmico (como decía el cineasta ruso Andréi Tarkovsky, sobre la búsqueda que debe movilizar al realizador). Hay vida en cada gesto protector de estos dos padres, sobre todo cuando dejan de lado a "los personajes inmersos en su contexto social" (una sociedad conservadora y patriarcal, en donde el padre es la voz de la familia, y en donde la mujer queda relegada a la crianza de sus hijos, al trabajo en el interior del "hogar, dulce hogar"), y se dedican a sentir lo que de verdad les pasa a esos personajes, pero por adentro: callando (los silencios dulces de esta madre, que hablan y que comprenden), mirando, sonriendo, sintiendo el tacto (una caricia o una mano de este padre, que resume mejor que nada cualquier sentimiento). Y hay mucha vida en estos tres hermanos que corren y se tropiezan por las calles de su barrio; que se divierten de verdad en cada juego que encuentran (no son chicos actuando, sino que vemos niños jugar), y que no sólo se dedican a eso, porque también sufren y sienten con pesar la angustia de crecer. Ahora bien, de Sean Penn y de sus tránsitos por el "presente", no diría lo mismo, o al menos no lo pondría en una misma escala de valor. Pero que está perdido está perdido. Si eso es lo que buscaba Malick, lo logró, porque se ve a un actor realmente perdido y sin saber que hacer con su "actuación" (sin necesidad de hacer referencias al talento conocido de este individuo). Uno de los grandes momentos de los jóvenes protagonistas del film. Encuentro y conexión. Y a todo esto, intercaladamente, aparece el contrapunto de la magnificencia universal, que por momentos más, por momentos menos, le agrega otra gran faceta a la expectación: una intelección mucho más abstracta, más lejana y más espectacular, pero no por ello menos cercana al despertar de nuestros sentidos. Desde lo maravilloso de cada paisaje natural y los puntos de vista (la ubicación de la cámara) meritoriamente encontrados para cada uno de ellos, hasta los efectos visuales realizados por Douglas Trumbull (el mismo de 2001: Una Odisea del Espacio) que dan forma a imágenes inalcanzables y que también lo hacen, como el resto del conjunto de los aspectos formales de la película, de maravilla (y si de aspectos formales se trata, abro paréntesis para aplaudir el montaje y los movimientos de cámara que guían nuestra mirada de una forma pocas veces experimentada: la película nos invita a bailar un ritmo en donde la cámara vibra con los personajes, en donde los movimientos de los planos secuencia nos hacen vivir con verdad la intensidad espacio-temporal, y en donde los cortes del montaje se acoplan a este ritmo dado por los movimientos dichos, formando parte y acentuando esta gran sinfonía visual). Hechas todas estas apreciaciones, doy lugar por un momento a la otra cara de la moneda. A la de los otros momentos. Y es que es cierto, al último film de Malick (ganador de la Palma de Oro en el festival de Cannes) se le pueden remarcar varios momentos en que la búsqueda de verdad (de la que hablábamos antes) cae en lo ya conocido, en situaciones que pierden peso por estar al borde de lo que se conoce como cliché (sobre esto, yo haría hincapié lamentablemente en la última secuencia, que me parece que no es el punto final que la película merece; por bellas que sigan siendo las imágenes, la significación de esa playa termina cayendo en lo conceptual, y no está a al altura de ninguna de las secuencias que vemos en el jardín de la casa de la familia, por dar un ejemplo comparativo a nivel espacial). Pero también es cierto, que nada de esto cobra la fuerza necesaria para desbalancear el asunto, o por lo menos, para desbalancear mi punto de vista subjetivo (de subjetividad se trata, lo aclaramos desde el inicio). En síntesis. Una película ambiciosa por donde se la mire, a la que paradójicamente hay que ver, creo yo, sin pretender nada, sin pedirle nada a cambio. Olvidar todo lo visto y empezar de nuevo. Y aunque nada parezca cerrar, El Árbol de la Vida es una película que llena. Una película con la que hay que dejarse fluir. Bien por Malick.
CUERPOS CON VIDA La apropiación del espacio De Wenders a Bausch: Pina. Una película que comienza a gestarse veinticinco años atrás, producto del encuentro y el choque entre estas dos personalidades, en movimiento con sus respectivas artes: cine y danza; danza y cine. Una relación de amistad y admiración mutua que, paradójicamente, comienza lejos de la misma Alemania de posguerra que los vió nacer y crecer a los dos. Pina Bausch y la idea de transponer su arte de la expresión corporal a la pantalla, de la forma más fiel posible. Una idea que buscó por años y sin suerte, su forma de realización. En palabras de Wim Wenders: “Ella tenía un deseo existencial de que su obra existiese en otro medio, que no tuviese que ser representada cada vez para permanecer. Pero yo no encontraba el modo de trasladar su lenguaje al cine”. Una idea latente que quedó forzosamente relegada a un segundo plano, hasta que finalmente encontró los medios para nacer. Nacer con un pequeño gran detalle: Pina murió dos días antes de comenzar con los ensayos. Así fue que la película volvió a tambalear, ya no por cuestiones técnicas, sino por esta profunda y dolorosa causa que parecía dejar sin sentido todo lo anteriormente proyectado. Pero por suerte allí estaban los miembros del Tanztheater de Wuppertal (compañía creada por la coreógrafa en cuestión), quienes lograron disipar esta nube de incógnitas, haciendo entrever nuevamente que la esencia allí estaba, que continuaba intacta, y que la revolución corporal (revolución de la danza, desde adentro de la misma) a la que Pina había dedicado su vida, seguía latiendo en ellos y en sus movimientos. “Los integrantes del Tanztheater me lo demostraron, cuando al día siguiente de la muerte de Pina dieron la función anunciada para esa noche, como cualquier otra noche. Había que seguir bailando, pese a todo, y eso me convenció de que también había que filmar la película.” Las imágenes saben impactar por su fuerte significación. La película está impregnada de símbolos. Fue entonces que las cuatro obras que habían sido previamente seleccionadas por Pina y Wenders (Café Müller, Le Sacre du Printemps, Vollmond y Kontakthof) finalmente consiguieron convertirse en momentos perdurables en el tiempo. Tal como ella quería. Y el resultado es este gran film que nos habla sin palabras, de un mundo que no muchos conocemos, pero que está abierto a todos: un mundo sin barreras. Y es ésta, a mi entender, una de las tesis principales de la película, en paralelo con uno de los principales ideales de Pina Bausch: posicionar a la danza en su verdadero lugar, como instrumento de expresión que está vivo en todos, y no solamente como cosa de eruditos; el arte en todos; la danza en todos. Salgan a bailar, no importa cómo, no importa con qué. En esta línea, no está de más mencionar el juego etario constante que la película propone, con jóvenes que se vuelven viejos y con viejos que se mueven con la fuerza de la juventud. “Bailen, bailen, que si no estamos perdidos”. Y también estaremos perdidos si no nos cuestionamos, si no nos preguntamos, si no sufrimos el vivir. Y es por esto, que son las grandes pasiones, los temas que recorren las diversas interpretaciones que aparecen a lo largo del film: el amor por sobre todas las cosas, los vínculos, la sensualidad y la sexualidad, el dolor, la tristeza y la soledad. De un extremo al otro, con transiciones que por momentos funcionan más y por momento menos (se destacan ciertos fundidos que le sirven a Wenders para conectar los diversos momentos en un mismo espacio, así como también, los distintos espacios entre sí), en este gran melodrama físico, se pasa de lo dramático a lo cómico, sin puntos medios; con movimientos que van de lo sutil, a lo abrupto y lo marcado. Y es en este medio de este devenir de pasiones que tenemos también, de forma intercalada y como pequeños paréntesis en la narración, a los miembros del Tanztheater mirando en silencio a cámara. Con sus rostros mudos, y con sus voces en off. “Para las partes solistas recurrí al mismo método de Pina, que les hacía preguntas para que los bailarines se las contestaran. (…) Todas las preguntas que les hice estaban referidas a ella". Y ellos contestaban, pero sin hablar. En el mejor homenaje: el de sus alumnos haciendo por y para ella algo de lo que ella les dejó. Porque son ellos los que nos cuentan a Pina en la película, y nos la cuentan bailando, por medio de sus maravillosas interpretaciones, tan perfectas como íntimas; son movimientos que nacen de motivaciones personales, que crecen en el interior de cada uno como preguntas existenciales y que explotan por fuera con la inercia de la expresión, con la libertad de los movimientos. Vitalidad apreciable tanto por los que entienden como por los que no. Y he aquí uno de los grandes aciertos de esta propuesta diferente y profunda. El hecho de que podamos hablar y entender sin problemas, el lenguaje de la danza contemporánea. El hecho de que todo esté ahí. Como están ahí, en medio de la gente, de las calles de la ciudad, de los parques y de los medios de transporte, estos bailarines llegando a todos, saliendo y escapando de las cuatro paredes de los “grandes teatros”, en este dilema interior-exterior que la película plantea. Y que estén ahí, en locaciones increíbles, en escenarios maravillosos (acompañados de la mejor manera por los vestuarios y por un diseño de arte impecable) que otorgan un nivel visual y cromático que claramente realza la espectacularidad de los movimientos, en una fusión armónica y muy bien lograda; en una fusión musicalizada de la mejor manera, con estilos tan variados como lo es la variedad de las nacionalidades de los diferentes protagonistas. La utilización de objetos, es otra de las premisas de la escuela de Philippine Bausch a la hora de bailar. Y la ideología de Pina atravesándolo todo; su mirada guiándolo todo. “Porque ella miraba muy profundamente dentro de ellos (…). Era una gran especialista en leer lo que el alma le dice al cuerpo.” Como lo cuenta en la película una de sus alumnas, cuando Pina la llama aparte y le dice: “Vos sos la más frágil del grupo; y esa es tu fortaleza”. O haciendo todavía más práctica su manera de pensar, el momento en que otra de sus alumnas le dedica su baile, jugando con la ironía y poniéndose en sus zapatillas de ballet dos pedazos de carne cruda (“Esto es carne de ternera”), en una metafórica crítica a la danza clásica y a sus métodos, tanto de base como de enseñanza: sus movimientos estructurados, su orden, y el sacrificio físico que implica su práctica. Y la filosofía de Pina, en el otro lado de la balanza, con otros métodos y con otra práctica; los pies descalzos, los pelos al viento y el fluir vital. En síntesis. Un film puramente físico, con una medida puesta en escena, con movimientos maravillosos (el abrazo/caída repetido, en Café Muller, por no poder contenerme en mencionar alguno), con momentos fellinianos con los intérpretes bailando alegremente y en fila india en medio de un espacio abierto (recordando el final de 8 y ½), y con un gran manejo de la espacialidad: el 3D está explotado de la mejor manera por Wenders, que sabe dar provecho a la profundidad de campo, al volumen de los cuerpos y al movimiento interno del cuadro (con su respectivo manejo de los diversos planos del campo visual). Una película que mueve y que sacude, produciendo ganas de bailar. De bailar sin saber, porque no hay que saber para bailar. Y un final que no podía ser de otra manera. Sin ningún golpe bajo y sin ningún intento por conmover. Un final festivo, una gran danza, y una gran burla a la vida misma. Porque la película nos hace olvidar que Pina está muerta. Y nos hace dar cuenta que quizás no lo esté.
LA MUERTE EN ROSA Cuando la lágrima es inducida La última película de Gus Van Sant. Restless, pésimamente titulada Cuando el amor es para siempre para quienes vemos y consumimos en español. Una película perdida y escondida entre páginas de internet, de la que poco se habló, de la que casi ni nos enteramos, y que paradoja mediante, no fue estrenada en las multi-salas de nuestro país, sino que fue directamente exportada y empacada a dvd. La historia de dos adolescentes Indie (tópico por excelencia del director), Enoch y Annabel (Henry Hopper y Mia Wasikowska respectivamente), que se conocen en un funeral ajeno a la vida de ambos, pero que marcará el punto de partida de una relación de amor y comprensión mutua, que tendrá sus días contados a partir de la noticia de un cáncer terminal con el que Annabel tendrá que lidiar. Información que recibimos prontamente y que nos predispone de una manera particular ante un vínculo de amor que recién comienza. ¿Cómo sobrevive y cómo se sobrelleva una relación que tiene su final inminentemente marcado por la fatalidad de la vida? Tema más que interesante de tratar, pero lamentablemente muy maltratado en esta producción. Porque lo que podría ser distinto, no lo es, y porque la angustia de la existencia, no pareciera casi contar en esta película, "rosada" de principio a fin. Tenemos a dos jóvenes en proceso de enamoramiento, a los que pareciera darles lo mismo el saber que en tres meses uno de ellos no va a "estar más". Pero no porque las actuaciones sean malas (de hecho, no lo son), sino porque ningún dejo de profundidad es puesto en escena. No hay preguntas, no hay peleas, ni diálogos que valgan la pena. No se profundiza en el sentir de los personajes y en su proceso o no de aceptación, cuando la historia realmente lo amerita y lo pide. Mia Wasikowska y Henry Hopper, hijo del fallecido actor y director Dennis Hopper, a quien Van Sant dedica esta película. Lo que vemos es un relato superficial, literalmente "de película", en el que no se aprovecha la carga vital que una historia de este tipo podría desarrollar. El claro ejemplo de esto, es la escena en que la "angustia" de Enoch llega a uno de sus clímax, y es entonces cuando lo vemos en el cementerio rompiendo la tumba de sus padres. Y lo pongo de ejemplo porque es en mi opinión un procedimiento simplista, un símbolo vacío y convencional, una forma fácil y ligera de hacer imagen lo que por la cabeza de este personaje realmente pasa o pareciera pasar. Y lo que más se lamenta de una película así, además del hecho de tener al mismo director que supo hacer aquellos tan logrados planos secuencia que construyen aquella gran película que fue y que es Elephant, es el sentir la sensación de cuando una buena historia es mal contada. Porque así como es interesante la pregunta principal que plantea el film, son interesantes los mal aprovechados los rasgos psicológicos de los personajes: el hecho de que Enoch frecuente funerales ajenos de gente desconocida, por el trauma que le produjo no solo la pérdida de sus padres, sino el no poder haber estado en su funeral (cuando los padres murieron, él estaba internado, producto del mismo accidente, al cual pudo sobrevivir); el vínculo y la naturalidad ante la muerte de un personaje como el de Annabel, acostumbrado a las constantes operaciones y al devenir en un ambiente tan particular y frío como lo es un hospital; o inclusive la presencia de Hiroshi, el fantasma acompañante de Enoch, que en su vida pasada fue envíado a la muerte como kamikaze en la guerra, y al que lo único que parece interesarle en su actualidad fantasmal es jugar a la "batalla naval". Y el final es otra de las grandes decepciones de esta cinta, porque por más que uno sepa ya a la mitad de la película que todo va a terminar nada más y nada menos que en la muerte, uno espera una resolución un poco más inteligente, más significativa, que diga algo más, que deje algo más. Pero no. Lo vemos a Enoch a punto de dar un discurso en el funeral, con los momentos de felicidad de Annabel intercalados por medio de flashbacks. Recurso fácil e inducido, como el conjunto de la película en sí. Como la música, como los diálogos, como la prescindible escena de la noche de "Halloween". Y hablo de inducir, porque es una película que carece de lo sutil, que se sustenta en el manejo del espectador, que lo induce a la lágrima, sin dejarlo preguntar, sin dejarlo pensar más que, lo puro que pareciera ser el amor así visto y así mostrado en la pantalla. Planos publicitarios. Imágenes que bien podrían formar parte de las nuevas tendencias de la temporada de invierno 2012. En síntesis: un film con buenas ideas, fatalmente llevadas a la práctica. Desde el guión y desde la puesta en escena. Una gran brecha que se abre entre historia y relato, porque tenemos una historia interesante, a la que realmente se le podría sacar el jugo, pero que finalmente es relatada de mala manera, cayendo en la cursilería y en los clichés de cualquier comedia comercialmente romántica. Chico-chica, se conocen, se enamoran, se pelean una vez, y se terminan casando rodeados de todos los "simpáticos" personajes secundarios. Aquí no tenemos este final, pero están puestos todos los condimentos en la mesa para que la sensación del espectador, muerte mediante, no diste de eso. Pero con lágrimas para todos, claro está.
EL DRAMA HUMANO Cada cual con su color El qué hacer con la muerte, y sobre todo, el qué hacer con la vida, son los dos pilares fundamentales del existencialismo, no solo como pensamiento, sino también y sobre todo, como práctica viva: existir; tener vida; transitar la angustia de una vida sin garantías; buscar el modo de trascender, de traspasar los límites de la experiencia posible; avanzar a ciegas; y así, sin nunca llegar a saber, relacionarse con los demás -entes tan existentes e incomprensibles como nosotros mismos-. Así es que, entre existencias, nos encontramos cuerpo a cuerpo con Matt King (George Clooney), un padre de dos hijas que se cuestiona, tal personaje Shakespeareano, entre el "vivir" y su no-vivir, mientras pasa las tardes en una habitación de hospital viendo cómo su esposa, irremediablemente y sin elección, lucha contra la muerte, luego de haber sufrido un serio accidente en el mar. Suceso inesperado que como todo accidente podría haber sido evitado pero que azarosamente sucedió, y previo al cual fuimos testigos, en el momento mismo en que miramos aquella sonrisa jovial y aventurera, aquel aire vital e incorrompible con el cual abre la película: la esposa de Matt, Elizabeth, andando en moto acuática, viviendo y sintiendo, sin saber. El guión de la película es una transposición de la novela homónima de Kaui Hart Hemmings, escritora de orígen hawaiano. Y en vez del accidente en cuestión, un suavemente abrupto fundido a negro nos lleva a los créditos iniciales del film, a un diseño colorido y floreal, a una música autóctona de la isla de Hawái y a un gran desconcierto. El mismo con el que nos encontramos a aquella mujer rubia que minutos antes sonreía implacable, ahora con la boca abierta, los ojos cerrados y una mezcla de cables y aparatos médicos que la rodean. El mismo que, contra lo que uno conoce o espera ver, nos mostrará una Hawái gris y pesada, entre lluviosa y nublada. Intención estética, cromática. Puesta en escena. Un clima y un color que exterioriza las emociones, que acompaña y sostiene el cuadro de los personajes. Con un mar que aparecerá siempre de fondo, como presencia abrumadora, como inocente y traicionera naturaleza. Como protagonista secreto, camuflado en su grisácea opacidad. Para afirmar esto, basta verlo a Clooney corriendo por la playa y por sus pensamientos, con un cielo maravillosamente gris acompañándolo. Y basta verlo también a lo largo de todo el film, a lo largo de su proceso y de su viaje, de su gestualidad y sobre todo de sus reacciones, para afirmarlo como un gran actor, que comprende que la impotencia y fragilidad de su personaje ante lo que le toca afrontar, puede simplemente verse reflejada en su modo de caminar y de moverse, en su modo de correr desarmándose. Frágil es Matt King aunque se muestre duro e impenetrable. Sensible es, aunque se muestre distante. Es Matt King quien le dice a su esposa, entre reflexiones internas, que ahora sí está preparado para ser un buen padre y un buen esposo. Es él quien lo dice sabiendo que se engaña a sí mismo, que si antes no lo estaba, ahora tampoco lo está, y que es esa su forma de consolarse, de llenar el vacío que le produce la inminencia de los hechos, que es esa la forma más fácil de ocupar su mente con palabras positivas, para así no dar tiempo al mal pensamiento, al pensamiento de lo fatal. Es Matt King el que sube las escaleras del hospital pensando en la mejora de su esposa, proyectando viajes y reencuentros, minutos antes de recibir la noticia médica de que nada más hay por hacer, de que nada volverá a ser como antes y de que tienen la obligacíón legal de desconectar a su esposa lo antes posible. Sobre él recaerá el deber de contar la triste noticia a todos sus conocidos, en especial a sus dos hijas, Alexandra y Scottie (la mayor y la menor, respectivamente). Será Matt el que tendrá los días contados para despedirse. Y es este uno de los núcleos de Los descendientes, el saber que nada puede hacerse, el procesar la lenta despedida, el dar lugar a la aceptación. ?? Hablábamos antes de desconcierto, y es esta línea la que por momentos, nos encontrará riendonos en medio de la tragedia, inmiscuidos de pies a cabeza en este gran drama humano que nos empapa de universalidad, con ciertos rasgos y sufrimientos que nos desnudan a todos por igual y que traspasan cualquier frontera social, económica y cultural. El drama de Los descendientes es un drama universal y existencial, y es por esta razón que, a mi entender, la misma película en su relato es la que lleva a un total segundo plano la historia de Matt con sus primos, el conflicto (o no-conflicto) de no saber a quién vender las últimas tierras vírgenes que quedan en Hawái y que ellos heredaron de sus antepasados. Porque este no-conflicto, en oposición al y a los conflictos reales -lo banal y lo trascendente, como en la vida misma- termina funcionando como un hilo conductor apagado que sirve para dejar traslucir todo lo demás. Para llevar esto a lo práctico, basta con ver la primer reunión que mantienen todos los primos, en la que la cámara se va acercando a Matt, mientras las voces y las discusiones se van apagando, y solo queda el pensamiento en off del protagonista: "Elizabeth se pondrá bien, lo sé. No es su hora, aún.". Pero lo será, y él ahora lo sabe. Matt junto a su hija Alexandra. Es fundamental en el film la consistencia de los personajes secundarios (el padre de Elizabeth; la mujer de Brian Speer; el tontamente querible Syd) Los descendientes es un film formalmente incompleto, pero a su vez, simplemente eficaz. Es una película que parte de clichés, para escaparse de ellos, para ser una historia autónoma y única, que nos envuelve de principio a fin. Mérito aparte para el trabajo de Alexander Payne, que sobre todo desde la dirección (a pesar de haber estado también involucrado en el proceso del guión) crea este clima y esta átmosfera que pocas películas logran generar, tratando temas ya gastados como el amor y la muerte de una manera fresca, con un relato que se nutre de emociones vivas, que nos hace fieles y comprensivos acompañantes de las corridas exageradamente físicas de Clooney, de sus recorridos por la playa, de su búsqueda absurda y a la vez, comprensivamente racional. Porque en medio de la tristeza de la futura pérdida y de la presente despedida, tendrá que lidiar con otra realidad, cruda, humana y terrenal: la infidelidad de su esposa, que pensaba presentarle el divorcio. Y así hubiera sido, si nada de lo que fatalmente sucedió hubiera ocurrido. Y esta nueva y difícil noticia (es su hija mayor, Alexandra, quien se la da), este balde de realidad, es el que reformulará todos los conceptos que Matt tenía de su vida hasta el momento, el que lo desorientará de un modo tal que lo primero que le saldrá hacer, será correr impulsivamente, chancletear alejándose de su casa, dejando atrás su jardín de flores de colores y el cartel de bienvenida que reza la frase "Relax". Relajate Matt, mientras te enterás que tu mujer, si no estuviera en coma, estaría en la cama de otro; relajate mientras en tu cabeza creés y pensás que no hay nada peor que lo que te está pasando, que inclusive es mucho peor que lo que le pasa a Elizabeth, que no tiene conocimiento, postrada como está en el hospital. Relajate y viví, que es así de fácil, así de simple. O corré hasta la casa de tus amigos para preguntarles si saben algo, y enterate que sí, que estaban al tanto de todo y no te lo habían contado para cuidarla a ella porque también eran amigos de ella, y porque entonces no son tan amigos tuyos como lo creías. O sí. Y a pesar y a causa de todo Matt King quiere saber, necesita saber; no puede contenerse en preguntarle a Brian Speer, el amante de su esposa, si tuvo relaciones sexuales en su cama, en su habitación; no puede contenerse de preguntarle si la quería; no puede resistirse a la tentación de hablar con la esposa de Speer cuando la ve en la playa; no puede no sentir lástima por esa mujer que fue traicionada al igual que él, y tampoco puede irse de su casa sin robarle un beso en la boca, como si así fuera a sentirse menos traicionado. Matt King es humano durante dos horas de película, y todos estos matices y todas estas preguntas forman parte de su pequeño drama instantáneo -haber sido engañado sin saberlo-, que a su vez se engloba en una realidad mucho mayor -los problemas de pareja, las ausencias, los errores- que tiene a la cabeza el gran drama de la muerte. Interesante unión de conflictos es la que plantea la película, así como interesante es el tema del perdón. ¿Se puede perdonar? ¿Se puede olvidar? Quizás sí, quizás no. Lo importante es lo demás. Todo lo demás. Lo dice el mismo protagonista, en su desahogo y en su despedida, luego de tanto soportar: "Adiós Elizabeth. Adiós, mi amor. Mi amiga. Mi dolor. Mi alegría. Adiós.". Lo dice mirándola fijamente, lo dice después de besarla por última vez, en un instante hermoso, en un beso que transporta la carga de toda una vida, en un beso que no es robado, en un beso que es de verdad. ????? Es interesante, a lo largo del film, la experimentación de la sexualidad que hay en Scottie -la hija menor de Matt- que aparece por medio de guiños que funcionan como contrapunto del momento sexual del protagonista. Y es hacia el final de la película, una vez desconectada Elizabeth y una vez marcada su ausencia física, en donde vuelve a aparecer y a cobrar importancia la figura del mar. Porque es el mismo mar en el que ella se accidentó, el que ahora la recibe con la calma del día, azul y transparente; con su impasible naturaleza, a la que nada puede reprochársele ni preguntársele, con la que nada puede hacerse más que aceptar. Es al final en donde parecieran volver los colores a la vida, porque a pesar de la muerte y más allá de ella -o más acá-, los personajes aceptan su destino y su presente, y sin entenderlo, lo entienden. El ciclo humana e irremediablemente natural que se completa una vez más. Que termina. O que así empieza. Y la familia todavía a flote, reunida allí para arrojar las cenizas de la madre, de la esposa, y para despedirla con collares de flores. Y todavía más adentro del final, un epílogo acertado y certero, en donde los tres se sientan en el sillón a mirar juntos la televisión. Es aquí que es importante saber situarse en el lugar de la sociedad norteamericana actual (cosa que no nos resultará nada difícil, teniendo en cuenta lo inmiscuidos que estamos de su realidad), para comprender la importancia que tiene para ellos compartir un momento tal, la importancia que tiene el sentarse a ver todos una misma cosa. Es ese el espacio de reunión, de conformación familiar y será este el punto de partida de un todo singularmente nuevo. Y lo certero está, en el objeto material que terminan usando los tres para taparse, detalle sutil que da cuenta de una gran realización: es la misma frazada que cubría a Elizabeth en el hospital durante sus últimos instantes de humanidad, la que ahora los envuelve a ellos tres, tan frágiles, tan humanos.