Esteticismo vacuo
¿Qué es ser un cineasta ambicioso? ¿Reconstruir la historia del universo? ¿Mostrar el drama que acarrea la muerte de un hijo y mezclarlo con prolijas estampas del Cosmos? ¿Ocuparse de temas supuestamente trascendentes? Los críticos deslumbrados con la última película de Malick (ganadora en la edición 2011 de Cannes), a juzgar por sus argumentos, parecen conocer la respuesta. Para quien escribe, no es más que un producto que se toca el ombligo todo el tiempo. No tengo otra forma de expresar la decepción que me produjo El árbol de la vida, un insufrible regodeo visual montado fragmentariamente que dura más de dos horas y podría ser, por su estética, un trailer de cinco minutos.
La historia (si es que hay una), inspirada acaso en retazos autobiográficos, alterna entre el pasado de una familia americana de los cincuenta y el presente de un integrante (Sean Penn) que revive oníricamente el dolor por la pérdida de uno de los hermanos en medio de rascacielos, signos obvios de una feroz modernidad. Al comienzo, se escucha su voz profiriendo “el mundo está mal… todo es codicia… y cada vez empeora” (¡todo un hallazgo!). Paralelamente, el director introduce una cantidad de imágenes que parten del Big-Bang y marcan un camino evolutivo, es decir, una especie de paraíso sensorial en busca de emociones que, más allá de su preciosismo formal, está vacío de contenido. A diferencia de cineastas como Herzog, capaz de ir a buscar imágenes a los confines del mundo para recontextualizarlas, como parte de una postura radical contra un mundo contaminado de artefactos visuales, Malick elige apoyarse en parafernalias digitales que evocan las presentaciones de PowerPoint que se reciben por correo electrónico. Es difícil permanecer indiferente ante esto en una pantalla de cine, es cierto, pero también es complicado digerir cada plano como si fuera el último, con el abuso de la steadycam y esa sensación de mareo que genera el acercamiento a los personajes con reiterados cortes. Para colmo, la última media hora desemboca en una pobre representación de la muerte que, en todo caso, sustituye algún atisbo de reflexión filosófica por una postal new age.
El árbol de la vida es el cúmulo de ciertos vicios que ya se insinuaban en La delgada línea roja y El nuevo mundo: saturación de la voz en off, los movimientos danzarines de la cámara que asfixian y la meditación sobre temas filosóficos. Es la clase de filmes que tienen la habilidad de promover en los críticos diversas nomenclaturas genéricas: “sinfonía visual, poema sinfónico, melodrama familiar”, entre otras. Una pérdida de tiempo ante una acabada muestra de egocentrismo expresivo.
Me pregunto, tratándose de un director excéntrico y escurridizo, que ha construido un aura de misterio en torno a su figura, que suele aparecer muy poco públicamente, que maneja la cámara para dar indicios de su omnipresencia y nos susurra frases tan trascendentes sobre el universo, que inaugura la película con un enigma bíblico, Malick, ¿no será Dios?