La película de Terrence Malick está construida por meras notas al pie y comentarios laterales
Cada película de Malick es un acontecimiento insoslayable, y no sólo porque con cinco largometrajes en 38 años es uno de los directores menos prolíficos de la historia. Malick es un cineasta particular, constructor de un cine excepcional y de una ambición enorme. Uno de esos artistas huidizos, que escapa de las fotos y las apariciones públicas. Desde su irrupción con Malas tierras, en 1973, sus películas fueron aguardadas con enorme expectativa. Lo mismo ocurrió con El árbol de la vida .
Malick nunca ha contado simple y directamente una historia. Ha narrado, sí, pero con numerosos desvíos para contemplar la naturaleza y reflexionar sobre los actos humanos. La filosofía trascendentalista (buscar, desde el individuo, la relación con el universo), el panteísmo y los sonidos y las imágenes de apabullante belleza -suele filmar en "la hora mágica", cuando el sol recién ha caído y todavía hay luz- se convirtieron en marca de la poco industriosa fábrica Malick. Con esos recursos hizo sus grandes películas de los 70. En su regreso al cine después de 20 años con la magistral La delgada línea roja (1998) intensificó la reflexión, los desvíos, lo que podríamos llamar sus notas al pie. Pero esa mayor ambición por observar y comentar el mundo aún descansaba en personajes con rasgos particulares y en secuencias fuertes, nucleares, identificables.
El árbol de la vida está construida por meras notas al pie, profusos comentarios laterales (que no son ni siquiera eso porque no hay centro). La esquemática y esquelética historia emana de planos con angulaciones que llevan el adjetivo "raras" como una cruz: esta semblanza de una familia texana en los 50, con padre demasiado severo, madre sojuzgada y tres hijos varones es superficial y reiterativa, y está plagada de situaciones trilladas (y esto no es cine de género que pivotea orgullosamente sobre lo conocido). Y en su ambición Malick agrega. la creación del mundo: hay subyugantes planos de paramecios, del fuego original, de medusas y de dinosaurios. Por momentos El árbol de la vida parece una combinación contrahecha y caprichosa de Fantasía , de Disney, y 2001 , de Kubrick, por otros ofrece un melodrama familiar en su etapa de bosquejo, con cámara en mano, fotografía llamativa y música grave. No es obligatoria una narración fuerte, pero en El árbol de la vida esas absolutistas notas al pie sin un cuerpo que sostener (la línea del personaje de Sean Penn en la actualidad, primera vez que Malick cuenta "el presente", apenas amaga con ser crucial) vienen cargadas con un sinfín de frases sentenciosas, con una gravedad muchas veces risible y con imágenes -como las de ese "cielo" en el que la gente tiene la edad con la que la conocimos en la película, o la de esa madre volando, o la de ese ataúd transparente de Blancanieves- que irradian ya no belleza malickiana, sino lastimosa banalidad fílmica que gira en falso. Así, Malick, gran artista, aislado del mundo, cae desde lo alto y desde lejos, mientras su ambición se convierte en pretensión.