Se han derramado sobre este film una enorme cantidad de adjetivos: “poético”, “personal”, “único”, etcétera. Suenan a elogios, pero ni toda la poesía es buena, ni toda obra es personal o única. Este quinto film de Terrence Malick (autor de las bellísimas “Días de gloria” y “La delgada línea roja”, una carrera tan escueta como coherente) es una pesada alegoría religiosa. Parece complicada por sus trucos de mezclar tiempos y mover la cámara o montar planos a veces oníricos, pero la voz en off y los diálogos nos explican absolutamente todo. He allí el gran problema de un film cuyas ideas “religiosas” son de catequesis infantil: Dios existe, la Naturaleza es brutal pero la Gracia nos salva, la familia es complicada, pasan cosas malas pero todo tiene un sentido, al final nos vamos todos al Cielo. Si le parece que esto es un resumen ramplón, lamentamos decir que es la descripción más precisa de este film, Palma de Oro de Cannes. No en cuanto a la forma: Malick cuenta en un momento –esto se elogió mucho, pero es más bien breve– una secuencia donde muestra el nacimiento del Universo, desde el big-bang hasta la desaparición de los dinosaurios (sí, igual que en la vetusta “Fantasía”, y también con música clásica, que sobreabunda en la película para “demostrar cultura”). Parece un gran misterio, pero no es más que una nota al pie, para después centrarse en la historia de una familia común de los EE.UU. en los `50. Todas las ideas “metafísicas” (palabra comodín para lo raro) son puro perogrullo. Dejamos constancia de que puede fascinar, pero que su afán de videoarte es la negación del cine.