Respuestas problemáticas
El cine, que más de una vez ha sido considerado (con razón) como ámbito natural de la filosofía, suele verse cooptado en nuestros días por un espiritualismo banal, una versión industrial de los misterios de la existencia que en ocasiones busca brindar un sosiego cósmico (y mercantilista) a la legítima angustia existencial que puede experimentar el ser humano (cual manual de autoayuda), y en otras se puede volver puro oscurantismo místico al supuesto servicio del entretenimiento. Practicar la especulación metafísica con imágenes no es, además, una terea sencilla, y menos en el contexto descripto: las trampas de la búsqueda de un sentido acechan a cada paso, y el riesgo siempre latente es caer en el ridículo.
Pero de tanto en tanto aparecen directores que encaran el desafío, y quizás no hubiera otro tan adecuado como el norteamericano Terrence Malick para hacerlo, a juzgar por sus antecedentes (Malas Tierras, Días de Gloria, La delgada línea roja y El nuevo mundo). Ganador de la Palma de Oro en el último Festival de Cannes por la obra que abordaremos, El árbol de la vida, Malick ha compuesto tan sólo cinco películas en 38 años de carrera, un cuerpo de obra escasísimo que sin embargo lo ubica como uno de los directores más personales y venerados de la actualidad. Y no es para menos, pues sus películas constituyen obras absolutamente originales donde la especulación filosófica se intercala con una concepción panteísta del mundo, que se traduce en una puesta en escena subyugante, capaz de redescubrir la naturaleza para el espectador. El árbol de la vida es, empero, su obra más ambiciosa y más fallida al mismo tiempo, donde Malick parece haber encontrado los límites para un cine que parecía en continua expansión, en perpetuo descubrimiento del mundo (y de la relación entre la cámara, la luz y la materia).
Una cita bíblica abre la película: “¿Dónde estabas cuando yo fundaba la tierra?” (Libro de Job). Luego, la voz en off de uno de los protagonistas hablará de la existencia de dos caminos, el de la naturaleza (que sirve para satisfacerse a sí mismo) y el de la gracia (divina). A continuación pasamos a los años ´50 y al seno de una familia modelo del interior norteamericano, los O’Brien, criada bajo el mandato protestante. Se trata de una visión idílica: los inconfundibles planos secuencia de Malick, que flotan en continuo movimiento entre los personajes y las cosas, muestran al padre (Brad Pitt) y la madre (Jessica Chastein) jugando con sus tres hijos varones, mientras la voz en off insiste con sus planteamientos existenciales (aunque aún no cuestiona a Dios). Pero una tragedia sobrevendrá, y la vida de los O’Brien cambiará abruptamente. El filme saltará al futuro, donde Jack (Sean Penn) el hijo mayor sigue acosado por el recuerdo de su hermano muerto, en medio de una ciudad ultramoderna, totalmente alejado del ámbito natural en el que creció; y luego retrocederá abruptamente para narrar los inicios del mundo, donde todo fue oscuridad, luz y polvo, fuego y tierra, lava y mar, hasta el surgimiento de los primeros organismos unicelulares, los peces y los dinosaurios.
Acompañado por una música sacra casi omnipresente, por momentos excesivamente solemne, la reconstrucción del génesis de Malick introduce quizás una nueva veta en la filmografía del director, que abandona su proverbial naturalismo y apela a los efectos especiales (aunque se sigue concentrando aquí en los usos de la luz y los colores). El filme volverá a los años ´50, para mostrar los padecimientos de Jack en la relación con un padre severo, de raigambre militar, y su problemático vínculo con aquel hermano muerto, de quien sentirá unos celos cada vez más grandes. Las dudas existenciales no tardarán en asaltarlo, como también a sus padres, aunque el filme ya se habrá vuelto rutinario y convencional, y empezará a mostrar sus hilachas.
Ambiciosa a más no poder, por momentos deslumbrante y luego ridícula, la película de Malick es una obra maestra imposible, que termina cayendo en los peores lugares comunes que se pueda pensar, desde el de-sarrollo de los conflictos de sus personajes hasta la iconografía new age que la domina en el último tramo: un reencuentro idílico en el mar, tan absurdo como innecesario, cerrará así un filme desparejo, perdido en su ambición de trascendencia. Los problemas empiezan cuando Malick pretende encontrar respuestas, y aquello que parecía profundo y poético en el inicio se revelará frívolo y artificial en el final. Ni siquiera sus deslumbrantes planos de la naturaleza podrán salvar a la película de la obsecuencia y la solemnidad, aunque allí se pueden vislumbrar algunos indicios de aquella película que pudo ser, señales sensoriales de que el mundo es un organismo viviente, acaso un misterio abierto perpetuamente a la interrogación.