Cuando la vida es cine
El cine, como la vida misma, como los milagros, está llena de sorpresas y de enseñanzas. Cuando promocionaban el árbol de la vida de un tal Terrence Malick al que nunca había conocido antes, debo reconocer que me impactaban ya las fotografías que rondaban la web aunque no así el tráiler que finalmente habían lanzado. Presumía con esa música y cadencia de imágenes, un drama existencialista más, bastante presumido por cierto y lleno de extraños simbolismos. Fue tanta la alharaca que finalmente se armó con motivo de su estreno en España que no pude contenerme de participar en la discusión: o la amaban o la odiaban. Tenía que tomar partido.
Como buena pasionalmente estúpida que soy a veces- y es que no me cabe otra definición- miré los primeros 10 minutos que me sacaron de quicio y me puse a opinar sin más: que sí, era pretenciosa, que no la iba a pagar en cine por muy maravillosa que fuera visualmente, que esto y aquello. Como la trifulca seguía, tenía que terminar de verla. Yo, que siempre sostuve que había que ver algo en su totalidad para juzgar, me impulse verla entera. Lo hice a sabiendas que encontraría millones de razones para sostener porqué era una absurdidad de película. Y de pronto, y a pesar de que en un primer visionado hubo cosas que no me iban gustando me puse a pensar y comparar: ¿porqué un film, por ejemplo, como las Alas del deseo, no me parecía pretencioso y este sí?, ¿por qué me molestaba que Malick de pronto jugara con tanto simbolismo en medio de una historia tan bien montada como esta familia de la década del ’50?
La respuesta no fue fácil. Estamos acostumbrados, casi sin darnos cuenta, a un cine de consumo. Y cuando digo de consumo, no lo digo estrechamente relacionado al pochoclismo, sino al aspecto físico de la cosa. La narrativa tiene que tener ahora una determinada dinámica, un determinado mensaje, una determinada estructura. Lo que se salga de eso parecerá justamente eso: pretencioso, absurdo, infumable. Recordé entonces esas maravillosas palabras de Orson Welles “Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como un ojo en el corazón de un poeta” y me di cuenta que no estaba viendo simplemente una película. Un artista me estaba expresando sus dudas, sus ideas, sus conceptos en formato audiovisual, sí, pero recitado.
¿Por qué, si había cosas criticables, el film me había quedado zumbando? ¿por qué había logrado emocionarme en varias escenas? ¿por qué llegó la noche y no podía sacarme las imágenes y las preguntas de mi cabeza? Fue entonces cuando me di cuenta que en menos de 24 horas había visto el film dos veces, que sentía ganas de verla en cine, que no podía parar de hablar de ella. El film finalmente por todo eso, se resumía en una sola palabra: impactante.
El árbol de la vida cae irremediablemente en esa categoría de películas en las que te quedás mirando el techo mientras expelés un eeeeeeeeeeeeeemmmmm cuando te preguntan de qué se trata. Imposible decirlo, sépanlo. Desde el título es obvio que nos habla Malick de todo aquello que envuelve el concepto cabalístico del origen de la existencia. Habla de la creación entera, de las esferas de la vida, de la familia, el amor, la naturaleza, el creador, todo, todo, pero todo. Que muchos perecerán en el intento es innegable, que otros la podrán saborear quizá con el tiempo como el buen vino que decanta, que otros la odiarán, seguro. Pero lo que no se puede negar es que es un film que pasará a la historia, que no tardará en incluirse en esa interminable lista de films que hay que ver antes de morir, que no dejará indiferente a nadie.
Es un film que como la semilla misma de la vida va germinando adentro de uno pacientemente, aflora cuando menos nos imaginamos. Porque como reza el film: Nada permanece quieto.