LA VÍCTIMA ES EL CINE
La quinta película del prestigioso director, ganadora del la Palma de Oro en Cannes, es una muestra de autoindulgencia y arbitrariedad, en la que el cine queda hundido por capas de grandilocuencia estética y confusas posturas religiosas y filosóficas.
La característica más notoria de Terrence Malick es su singularidad. Se trata de un hombre que filma muy poco, que no da entrevistas y que no aparece en público. Casi un Tomas Pynchon del mundo del cine. Estas características parecieran darle de por sí un aire de artista interesante. O sea: el culto a la personalidad por encima de la contemplación estética.
Pero seamos justos: la singularidad de Malick radica, sobre todo (y es lo único que debería importarnos), en su propia obra. Cualquier cosa podrá decirse de sus películas, a favor o en contra, pero jamás que se parece a tal o cual cineasta. El cine de Malick es reacio a las comparaciones, sus imágenes consiguen un aire, un clima muy particular, que las diferencia tanto de la tradición más clásica de su país como así también de los parámetros industriales contemporáneos y de cualquier otra cinematografía, mainstream o experimental. No es poco mérito, aunque, claro, hoy día la originalidad es muchas veces un valor sobredimensionado. Es claro también que, desde Badlands (1973) hasta El nuevo mundo (2005), las decisiones estéticas y las formas narrativas utilizadas por este cineasta que en alguna oportunidad supo ser profesor de filosofía, están supeditas a una visión del mundo particular, que oscila entre la contemplación pasiva de lo bello y terrible de la creación y la reflexión producto de una busca de sentido para la existencia y una religación con la esencia del universo. Es por esto último que a Malick se lo puede incluir dentro de lo que se denomina “trascendentalismo norteamericano”, un corriente filosófica en la que se juntan los conceptos de monismo, idealismo trascendental y panteísmo (aunque a veces pananteismo) con ciertos elementos cristianos protestantes, el liberalismo, y algunos otros componentes como el hinduismo, por ejemplo. Como puede verse una mezcla bastante confusa y típica del la mentalidad norteamericana del siglo XIX, con la que, dicho sea de paso, el cine clásico de Hollywood supo ajustar cuentas de manera ejemplar. Pero esa es otra historia…
En El árbol de la vida, Malick no se sale de sus obsesiones, incluso parece querer intensificarlas para construir una oda, un himno al universo (que no excluye lo terrible) para recordarle al hombre su unión fundamental con la creación (es en esta busca de religación que El árbol de la vidapuede entenderse como una película religiosa). Intenciones que nadie puede invalidar, desde ya, y que hasta incluso se las puede elogiar de antemano por sus buenos propósitos y por su ambición. Ahora bien, el tema, el quid de la cuestión, es el camino estético buscado y los resultados conseguido para representar tales intenciones. Y es ahí donde Malick falla estrepitosamente, extremando los defectos que ya presentaba su anterior film y que en La delgada línea roja parecían asomar aún en estado larvario.
La película está construida sobre una narración fragmentaria. La mayor parte transcurre en la década del 50, y se centra en los vaivenes de una familia constituida por un padre muy severo y frustrado, su mujer angelical y santa de toda santidad, y los tres hijos que buscan su lugar en el mundo entre las opuestas personalidades de sus padres (naturaleza vs. gracia, vendría a ser). La atención está puesta sobre todo en el mayor de los hermanos, el más sufrido por la situación, y a quién también vemos ya de adulto -encarnado por Sean Penn- a través de las idas y vueltas temporales que propone la película. En esta oscilación entre los 50´ y la actualidad hay un punto medio, un hecho que sucede durante la juventud y adolescencia de los hermanos: la muerte de uno de ellos. Este doloroso hecho es el punto de partida para todas las preguntas y planteos que propone Malick, ya sea a través de sus personajes o por fuera de ellos (como cuando se manda con una larga representación del origen y la evolución del Universo, una muestra de la autoindulgencia y la arbitrariedad absolutas: todo vale en este pretensioso film).
El gran problema es que todos esos planteos oscilan (la oscilación parece ser el aspecto fundamental de esta confundida y confusa película) entre pensamientos fugaces, dudas o sentencias de los personajes (siempre por medio de sus voces en off) y un manejo de las imágenes y sonidos que explotan las virtudes audiovisualistas del director y su fotógrafo pero que de tan recargadas mueren en el regodeo y la cursilería, sin generar sentido o profundidad simbólica. Si las angulaciones particulares, los movimientos ostentosos y los cortes de montajes notorios resultan molestos por gratuitos, peor aún son aquellos planos en los que las acciones parecen tener la intención de alegorizar algo imposible de identificar concretamente. Así, la madre levita en su jardín y el personaje de Sean Penn deambula por una playa llena de personajes conocidos y no tanto. Esto último, ¿es una imagen de su futura muerte y entrada a un paraíso?, ¿es una representación de su interior, en la cuál es capaz de perdonar, superar la pérdida de su hermano y alcanzar armonía con el Universo? Imposible saberlo dentro de la lógica propia de la película.
El árbol de la vida es literal y pesada en su oratoria, a la vez que indescifrable y cursi en su aspecto audiovisual. Y por ello todo lo que podría llegar a plantear se pierde en un todo rebuscado y sobrecargado de espectacularidad.
Aunque tal vez, después de todo, entre tantas palabras, entres tantas cuestiones trascendentes tanteadas (creación, Dios, naturaleza, gracia, muerte), no haya ningún punto de vista, ningún pensamiento interesante, sino un sincretismo de creencias religiosas y filosofías que no pueden aportar más que confusión. Y cuya primera y principal víctima es, claro, el cine.