La mirada del padre En este relato audiovisual, ópera prima de Agustina Comedi, coexisten –superpuestos, cruzados, aunque sin tensión entre ellos- tres niveles temáticos, cada uno con particulares rasgos estéticos. Tenemos el punto de vista político, anclado en la militancia y la sexualidad secreta de Jaime –padre de Comedi y centro del documental-, trabajado básicamente sobre testimonios de viejos conocidos y compañeros. Luego está el punto de vista personal de la directora, anclado en el redescubrimiento que hace de la historia de su padre: aquí el rasgo distintivo es la voz en off. Y finalmente aparece la propia mirada de Jaime, revelada en las imágenes que él mismo registró durante años con cámaras de video y super8. Sin duda de esto último surge lo más interesante de El silencio es un cuerpo que cae. Si el conjunto de entrevistas que componen el primer nivel, más allá de sus contenidos, resulta un tanto esquemático y luego la voz en off de la realizadora agota rápidamente su potencial, lo que van descubriendo esas imágenes encontradas es desde un principio el componente que enriquece todo. Una especie de revelador diario íntimo a través del cual su autor, de manera totalmente involuntaria, deja huellas de sus secretos, de su doble vida, de sus deseos. Resulta fascinante cómo al tratar de esconderse en su mirada no hace más que revelarse. Porque nada desnuda más que la propia mirada. Y así, disfrazadas de registros casuales, familiares o turísticos, las grabaciones de Jaime se van convirtiendo en una muy particular puerta de acceso a la intimidad de un hombre que había decidido dejar fuera de campo gran parte de su vida. Hay un notable mérito en el trabajo de montaje de Comedi, quien a través de su propia mirada va recomponiendo y reinterpretando la de su padre. Mejor dicho: la de ese otro Jaime a quien ella empezó a conocer recién luego de su muerte. Más allá del desarrollo de esta historia de re-conocimiento y de todo el material que se va acumulando con el correr de los minutos, podemos encontrar la clave, el punto exacto donde la mirada de Jaime queda totalmente expuesta, en el comienzo. Es decir, en la fascinación con la que recorre en detalle cada parte del cuerpo del David de Miguel Ángel que se revela. La intrínseca monumentalidad del David, cada uno de sus rasgos tan finamente esculpidos, son resaltados muy sugestivamente por la cámara de Jaime. Y allí, mientras la hija redescubre el otro yo de su padre, la realizadora paralelamente reflexiona sobre el poder de la mirada y la potencialidad de las imágenes. Y es entonces cuando el cine asoma.
El punto de partida de este documental es -o parece ser- un pequeño relato de ficción en el cual un joven arquitecto alemán debe escribir, a raíz del centenario de la fundación de la Escuela de la Bauhaus, un artículo sobre la influencia y los rastros de Walter Gropius en Argentina. Así entonces se lanza a buscar posibles huellas en diversas construcciones hasta llegar a la conclusión de que, más allá de las siempre citadas herencias francesa e italiana, existe también una marcada e imborrable influencia alemana en diversas edificaciones (un viejo y perdido silo, un mercado, una estación de subte, edificios, una imponente Catedral) de la Capital Federal y la provincia de Buenos Aires. El formato escogido es bastante simple: se trata de un recorrido por obras y lugares (de nuestro país y de Alemania) con una voz en off que pedagógicamente describe y analiza lo que las imágenes van reflejando. No mucho más. Sin duda hay una elección estética que apunta a despojar a las imágenes y al relato de cualquier posible ornamento. Y podría decirse que es una decisión lógica, una elección que está en consonancia con el estilo de las obras retratadas y que por lo tanto hay allí un acierto. Sin embargo, el resultado general es más bien anodino, mecánico y reiterativo. Si bien descubrir, y sobre todo redescubrir, construcciones que de tanto tenerlas cerca dejaron de resultarnos –paradójicamente- visibles es algo de por sí atractivo, Konstruktion Argentina en muy pocos momentos logra transmitir un atractivo genuino, cimentado en virtudes o recursos propios que no dependan exclusivamente del interés externo que se pueda tener sobre la temática del documental. Uno de esos pocos momentos corresponde al recorrido por la ciudad de La Plata, donde una serie de planos generales invitan a mirar esa emblemática ciudad de una manera diferente. En este redescubrir lo mil veces visto es que el relato respira y se ensancha, aunque sea por unos instantes. Y poco más es lo que ofrece este documental. No hay plus alguno, sólo el tema elegido y un recorrido que lo ilustra. Algo así como una sucesión de logradas fotografías comentadas.
Entre Viñedos cuenta la historia de tres hermanos que deben hacerse cargo, primero por la convalecencia del padre y luego por su muerte, de la bodega familiar y sus viñedos. El mayor regresa a la Borgoña específicamente por esta situación, luego de estar dando vueltas por el mundo durante varios años y de haberse establecido con su mujer e hijo en Australia. Es el más conflictuado de los tres, tanto por la difícil relación que mantuvo con su padre, que motivó el alejamiento de su tierra natal (dice haber estado también en Mendoza y Chile, es decir que optó por el nuevo mundo del vino, toda una definición y gesto de ruptura), como por su inconformismo un tanto infantil. Además está atravesando un momento de crisis matrimonial. Los otros dos hermanos se encuentran también en un presente crítico: el menor sufre el menosprecio de su suegro –dueño de otro establecimiento, más poderoso– y siente que siempre está corriendo detrás del saber de sus hermanos. La hermana del medio, que queda al frente de la bodega, tiene que asumir un rol que la llena de inseguridades. Como puede sospecharse, lo que cuenta la película es el camino que recorren estos tres personajes hasta lograr superar sus respectivas crisis, algo que llegará un año después, en el momento en el que deben decidir qué hacer con el vino que se va añejando en la bodega al mismo tiempo que comienza la nueva vendimia. Es decir, cuando ya se ha cumplido un ciclo. Y este paralelismo entre lo que les pasa a los personajes y todo lo que tiene que ver con el vino es el principal sostén de Entre Viñedos, de donde surgen los momentos más interesantes, como la escena en la que el más joven de los hermanos se revela contra su suegro y le grita que él y sus hermanos beben el vino y no lo escupen al degustarlo –lo que marca una diferencia fundamental entre el sentido de pertenencia y de la tradición frente a otro tipo mentalidad ya globalizada–, así como también aquellos muy obvios en los que las analogías se vuelven demasiado explícitas (“el amor es como el buen vino, necesita tiempo”, se escucha). Este tipo de oscilaciones son constantes y así se pasa de un gran momento como el de la celebración tradicional de fin de vendimia –un banquete de excesos casi ritualizado del cual son partícipes tanto los propietarios como también decenas de cosechadores– a secuencias musicalizadas que parecen de relleno, o flashbacks muy poco logrados que intentan reflejar el origen de los traumas de los personajes. Lo que mayormente se ve es en definitiva aquello que célebremente Hitchcock bautizó como “fotografías de gente hablando”, frase que pese a ser tantas veces citada nunca deja de resultar útil para definir este tipo de películas carentes de puesta en escena y que apuestan todo a la literalidad. Una lástima, porque por momentos el aire de la Borgoña, con su belleza natural y tradicional, con sus vinos que –lamentablemente, a la distancia– adivinamos tan únicos, se siente cerca y se disfruta. Se percibe el amor por esa tierra y el respeto a quienes la trabajan con dedicación y honestidad. Lo que falta es cine.
Un cuento fantástico: La Independencia de Irlanda Rachel y Edward, gemelos huérfanos y únicos habitantes de una mansión decadente, viven aislados del mundo exterior y a la sombra de tres reglas básicas que deben respetar: no recibir extraños, acostarse antes de medianoche y nunca separarse. Quebrar alguna de esas reglas provocaría la cólera de unos extraños seres que parecen habitar la parte baja de la casa y que durante las noches se apoderan de la propiedad. Los elementos de la historia son los necesarios y esperables para un clásico relato de horror fantástico. Y es justamente ese el camino que desde el primer minuto, y sin ningún tipo reparos, toma el director Brian O’Malley. Pero el camino es tan directo que el comienzo de la película resulta muy torpe y un tanto exhibicionista. Realmente los primeros hacen temer lo peor y surge la sospecha de que Los Inquilinos no será otra cosa más que un recorrido de tópicos genéricos vacíos y ya vueltos clisés, bien decorados con imágenes gratuitas y obviamente impactantes, con el plus de caer en el regodeo morboso de la perversa relación que los gemelos parecen destinados a consumar. Sin embargo, asistido por su autoconciencia irlandesa y la ayuda de Edgar Alan Poe –siempre bien dispuestos para estos asuntos–, O’Malley logra encausar su obra y dotarla de virtudes que, si bien no consiguen borrar del todos sus carencias, la vuelven una película digna de atención. Las referencias a Poe son varias. Pero dos son claras y fundamentales: por un lado tenemos la aparición –fantasmal– de un cuervo, símbolo poeiano clásico que, en primera instancia, indica un estado anímico particular (“….al filo de una lúgubre medianoche, mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido”, comienza diciendo el narrador del poema) que luego deriva en una condena que parece eterna. Quien ve al cuervo (¿busca, convoca?) en Los Inquilinos es Edward, justamente aquel de los hermanos que elige entregarse a las reglas y permite extender la maldición. Tan entregado está que no soporta las intenciones de su hermana, que es quien busca librarse de esa eterna pesadilla. Y de esa diferencia surge el perverso romanticismo de Edward, una siniestra melancolía de la que el cuervo es, mediante el despliegue de la puesta en escena, su emblema particular. El tratamiento del director de este símbolo es muy acertado: parte de lo universalmente identificable –el cuervo poeiano– para transformarlo en otra cosa, en algo con un sentido un tanto diferente del original, más propio de su personaje y del relato (sobre el final de la película este símbolo será acertadamente retomado, como una temible sombra siempre al acecho). Por otro lodo, hay también en Rachel referencias a Poe. Promediando el film le recita a su pretendiente (y luego salvador) algunas estrofas del poema “El lago”. Pero su melancolía no es la misma que la de su gemelo. Su estado de ánimo responde al deseo de escapar, pero también de sentirse condenada al recordar que ninguno de sus antepasados lo ha logrado. Hay terror ante el mal inevitable y eso es lo que refleja al recitar las estrofas (“…la muerte estaba en el fondo de la ola envenenada”). Esta puja de posturas opuestas encontrará resolución mediante un tercer personaje: Sean, el ya mencionado pretendiente de Rachel, quien además es la clave para desentrañar el sentido último de Los Inquilinos. Este personaje vuelve a su tierra mutilado luego de una guerra. La historia transcurre en los comienzos de los años veinte del siglo pasado, o sea mientras se llevaba a cabo la Guerra de Independencia irlandesa contra Gran Bretaña. A este personaje los lugareños lo tratan de traidor, es decir que ha peleado para el bando contrario (cabe aclarar que en la acertada ambigüedad de la película sobre este punto existe la posibilidad de que el personaje tal vez haya peleado en la Primera Guerra Mundial). Sobre todo esto son pocas las palabras que se dicen en la película, sin embargo, el fuera de campo se vuelve primordial y envuelve de sentido a todo el relato: nos permite ver en Rachel a esa Irlanda que busca despojarse de sus inquilinos (más bien invasores) que parecen ser eternos; mientras que en Edward distinguimos a la porción irlandesa que ha entregado su alma y quedará condenada. ¿Y qué podemos ver en Sean? La puesta en escena es clara: mientras pelea contra los seres que invaden la mansión, un clavo le atraviesa la mano, y luego –ya cargando ese unívoco signo crístico– desciende a los infiernos y entrega su vida para salvar la de Rachel. Para Irlanda su independencia significa también el triunfo y la afirmación de su fe católica, indivisible de su identidad nacional y factor polémico esencial frente a su enemigo. Por esto es que esa resolución, simbólica y no explícita, es el acierto final del director O’Malley, que yendo de Poe y lo fantástico a lo político y lo religioso (católico), logra superar sus propias torpezas y limitaciones.
Dos improvisados delincuentes contactan a un tercero, excéntrico y profesional, para dar un elaborado golpe: secuestrar a una joven muy parecida a la estrella pop del momento (misteriosamente desaparecida), hacerla pasa por ella y cobrar el rescate. A su vez, esa joven, que está embarazada, tiene que decidir si acepta casarse con el duro ladrón de autos al que conoció dos semanas atrás. Hay también un dúo de universitarios que sobrevive robando electrodomésticos, un gordo barrabrava enamorado, su gemelo policía y unos cuantos personajes más, igual de disparatados, absurdos, caricaturescos o directamente imposibles. Hasta ahí la premisa narrativa de esta comedia criminal que decide jugar –aunque a veces se hace difícil dilucidar si eso es intencional o no- en el terreno de la parodia por medio de la estilización extrema. Desde los vestuarios y las actuaciones hasta los diálogos, todo está tan saturado que los efectos cómicos a los cuales apuntan los recursos desplegados carecen de efectividad. Desde ya resulta imposible pensar que pueda existir algo de profundidad. Seguramente los directores dirán que eso ni les interesa. Se nota que la idea es jugar en la superficie de las situaciones, divertir y divertirse. Sin embargo, y como suele pasar con este tipo de proyectos, lo que puede percibirse es que sus hacedores la han pasado mejor durante el rodaje de lo que luego terminan pasándola los espectadores. El problema entonces reside en que Mala Vida es fallida incluso considerándola desde sus propias reglas. Pero hay algo que llama la atención y que se destaca muy por encima de las diferentes situaciones del deshilachado relato: la cuidada dirección de arte y, sobre todo, el prolijo y muy logrado trabajo de fotografía. Es evidente que hay detrás gente que conoce el oficio y que se ha preocupado no solo para que cada plano se vea bien, sino también para lograr acentos narrativos o dramáticos en cada una de las escenas y secuencias. Y ello genera, aunque seguramente de manera involuntaria, una contradicción, una tensión estética que le da algo de vida a una película carente de vitalidad, y que pese a su intención de jugar en superficies de regodeo y diversión –empresa por demás limitada, infantil, pero válida seguramente para quien la elige- se acerca más bien al aburrimiento mientras no deja lugar a otra cosa que no sea indiferencia.
Una película coherente La clave de esta película (¡y que por favor quede registro de nuestra generosidad por llamarla así!) está en el plano que le da comienzo: desde una terraza de Roma la cámara nos muestra algunos techos, una hermosa cúpula, un poco de las calles. Luego la cámara ingresa al moderno departamento en cual transcurrirá toda la acción. ¿Qué tiene este pequeño plano secuencia de especial o particular como para que afirmemos que hay en él una clave? Bueno, no mucho, simplemente se trata del típico movimiento de cámara utilitario y sin sentido que intenta decirnos que lo que estamos viendo es cine y no una obra teatral. Y este vano intento de engaño ya nos dice todo lo que necesitamos y hubiéramos preferido no saber sobre Hablemos de Amor (Dobbiamo Parlare). Pero hagamos un esfuerzo y tratemos de avanzar un poco más. La trama gira en torno a dos parejas. Por un lado está la pareja inquilina del nombrado departamento, aparentemente muy feliz, compuesta por un escritor y su bellísima mujer, quién además colabora, sin obtener reconocimiento alguno, en los libros del primero. La otra pareja, mayor en edad, irrumpe una noche con sus dramas derivados de una sospecha de infidelidad mientras sus amigos se preparan para asistir a una exposición de Basquiat. Y como todos podemos imaginar al instante, este conflicto terminará derrumbando la aparente fidelidad de los más jóvenes. ¿Y en qué otra cosa que no sea una sesión sin gracia de lugares comunes puede derivar todo esto? En este sentido debemos reconocer la absoluta coherencia de Sergio Rubini (director, guionista y actor), quien no defrauda y recorre todas y cada una de las obviedades posibles: chistes sobre la falta de sexo en las parejas, sobre sus prejuicios raciales, sobre las diferencias socioeconómicas y, por supuesto, sobre las posiciones políticas de sus protagonistas, que están bien estereotipadas. Así entonces tenemos a los progresistas (los más jóvenes) y a los de derecha (los mezquinos mayores). Todo mostrado sin matices, sin ingenio y sobre todo sin gracia. La comedia en el cine requiere de timing y exactitud en la puesta en escena y el montaje, pero también de cierta creatividad y sofisticación. Y de todo ello carece Hablemos de Amor, que se conforma con ser una simple reproducción teatral mecánica. Hay un detalle que llama la atención. Ya desde el comienzo vemos un pez al que la cámara le presta una particular atención (incluso la voz en off del comienzo pareciera pertenecer al animal, algo que sobre el final será retomado). A lo largo de la película el pez y la pecera en la que habita seguirán siendo cada tanto una referencia de las acciones. Podría haber en esto algún tipo idea, algo que eleve el relato más allá de todo lo obvio que estamos viendo. La pecera en sí puede ser una fuente simbólica interesante –hay en la historia del cine unas cuantas peceras memorables- pero en esta ocasión está totalmente desaprovechada. En los últimos minutos ese objeto se ve reducido también a la chatura y obviedad generales. Porque como decíamos antes, Hablamos de Amor es un película muy coherente.
A mitad de camino. Las pocas virtudes de El Pacto ya están presentes en su primera secuencia. Una joven llega a la casa de su madre –recientemente muerta- para pasar la noche allí hasta el momento del funeral. El manejo del tiempo, el clima generado, la construcción del espacio, todo contribuye para que en pocos minutos entremos en ese estado de extrañeza que todo relato de horror-fantástico debe ofrecer. Este comienzo prueba que el director debutante Nicholas McCarthy maneja muy bien ciertas cuestiones formales, y hasta incluso se muestra imaginativo para resolver algunos momentos, como por ejemplo el del diálogo entre la joven protagonista de esta primera secuencia y su pequeña hija, que resulta sugestivo y aterrador. Estos aciertos, que a lo largo de los minutos se irán repitiendo, no alcanzan sin embargo para que El Pacto sea un film de horror-fantástico valioso. ¿Por qué? Porque así como acierta en el aspecto formal, McCarthy no consigue ir más allá de la mera representación, limitándose a poner en circulación elementos consignados para provocar susto y nada más que susto. Se trata, claro, de un signo de los tiempos: el del cine a medio camino, a medio hacer, destinado a errar sin rumbo porque no tiene un centro del cual partir ni al cual volver. Muchos podrán decir que alcanza, en el caso específico de una película de horror-fantástico, con que genere una buena dosis de espanto. Siguiendo ese razonamiento, a una comedia le alcanzaría simplemente con generar risas, y podríamos continuar así con el resto de los géneros. Pero de aceptar este planteo, estaríamos empobreciendo de manera imperdonable los fines del arte y la riqueza simbólica que puede alcanzar. Y también desperdiciaríamos –negaríamos- nuestras propias capacidades de apercepción y de lectura de esa dimensión simbólica. El Pacto se queda en la superficie. Es verdad que circulan en la puesta muchos elementos (cuadros, figuras, cruces, nombres, una iglesia) que remiten al catolicismo, y que en ellos podría haber un más allá de lo puramente superficial. Pero todo eso no es más que un maquillaje, porque en realidad no son más que piezas agregadas para que disimulen, con su propio valor en sí y exterior al relato, la total ausencia de una “segunda historia” que parta de la propia de la puesta en escena de la película.
El triunfo del cinismo A lo largo de toda su carrera -y más allá de tropiezos estrepitosos como Perdita Durango o Los Crímenes de Oxford- Álex de la Iglesia se ha mostrado como un director talentoso y conocedor del oficio, capaz de manejar la puesta en escena y los tiempos del relato para generar suspenso y humor (elementos centrales en sus obras) de manera muy efectiva. Pero este manejo formal nunca fue acompañado por una visión o punto de vista que termine de completar ese círculo al que todo film debe aspirar. La Chispa de la Vida vuelve a poner de manifiesto -y de manera muy clara- estas características. Por un lado, tenemos un manejo impecable de la puesta en escena en su aspecto superficial. Difícil resulta cuestionar la puesta de cámara o algún travelling. Es más, mucho de ellos son muy elogiables (por ejemplo, hacia el final, cuando se decide la suerte del protagonista, De la Iglesia emplea un travelling elegante que evita el golpe bajo y el exceso de sentimentalismo). Sin embargo, hay algo que falta. O que sobra, mejor dicho: cinismo. Aquí es donde está el problema de La Chispa de la Vida y de la filmografía del director vasco en general. Su visión no es la de un pesimista, sino más bien la de un cínico. Y para peor, la de un cínico profesional...
La intrascendencia desnuda Lo primero que habría que decir es que En el Camino, de Jack Kerouac, es una novela sobrevalorada, y si bien no carece de momentos interesantes, estos apenas aparecen como destellos en sus páginas, mientras que la mayoría del relato es un compendio de situaciones tediosas, repetitivas en su sentido superficial y -yendo a lo fundamental- carentes de una posición o mirada más compleja que las aglutine y les dé un sentido último más profundo o trascendente. Es seguramente una novela que refleja un momento de la cultura y que, como suele repetirse, ha sido influyente. Sin embargo, esas características no la convierten por sí solas en una gran novela. Pero estas carencias, a la hora de pensar una posible adaptación cinematográfica, tal vez puedan ser entendidas como una ventaja, ya que justamente aquello que falta -esa mirada, ese punto de vista, ese centro- puede ser aportado por el responsable de la adaptación al hacer una relectura de la novela y tomar algunos de sus elementos y ponerlos en escena bajo otra luz. Porque una adaptación puede ser un riesgo, pero también una esperanza. Claro que, como en el fútbol, en el cine casi siempre todo depende de los nombres propios, y así, para desgracia de todos, el nombre sobre el que cayó la tarea de filmar la novela de Kerouac es el vidrierista internacionalizado Walter Salles, por lo que toda posible esperanza se ve abortada. Resulta imposible imaginar una película de Salles que escape de la mediocridad, del preciosismo fotográfico vacío, de la superficialidad, de la intrascendencia en definitiva. De sus intentos fílmicos ni siquiera puede decirse que sean entretenidos o superficialmente bellos, y su versión de En el Camino es una confirmación de todo esto. Durante algo más de dos horas nos presenta una serie de personajes en sus viajes por las carreteras de los Estados Unidos hacia fines de los cuarenta, en sus reuniones y fiestas, en algún bar escuchando jazz, o consumiendo drogas y explorando la sexualidad en una aparente forma libertina (además de supuestas reflexiones sobre literatura y otras cuestiones existenciales muy difíciles de clasificar…). El problema es que se trata de una serie de secuencias intercambiables entre sí, carentes de valor y que poco dicen, que nada representan, y que tampoco logran transmitir tensión, incomodidad o erotismo. ¡Ni hablar de algo cercano al humor! Ya no se trata de que la puesta en escena no funciona en su nivel más importante, el simbólico (alguien como Salles jamás logrará moverse en ese plano), sino que tampoco logra ser atractiva en su aspecto más elemental: en el de ser una ilustración atractiva de la novela.
SIN HÉROE NI LEYENDA La figura histórica de Hoover, compleja y siempre polémica, se convierte en un punto de partida ideal para que el incansable Clint Eastwood reflexione sobre algunos de sus temas recurrentes y exponga, una vez más, la complejidad de su mirada impar. 1) Para el autor de esta crítica, Eastwood no ha sido un cineasta más. Más bien todo lo contrario: ha sido, durante un buen tiempo, EL director, el autor ejemplar del cine norteamericano contemporáneo, el verdadero heredero de la tradición clásica de Hollywood. Pero diferentes cuestiones han hecho que esas apreciaciones hayan caído en una revisión que aún se encuentra en pleno proceso. Cuestiones de formación y desarrollo del propio pensamiento han influido. Pero también el particular despliegue de la obra del director, con algunas películas que en varios aspectos parecen contradecir aquello que otrora podía afirmarse de él. En este sentido, son ejemplares las inconsistentes El sustituto (Changeling) y Más allá de la vida (Hereafter), en las que, más que la mano de ese director clásico que hemos admirado, aparecen las huellas de un “director mensajista”. Así, a partir de estas cuestiones, y de algunas más, quien esto escribe ha decidido repensar toda la obra eastwoodiana, intentando dejar de lado cierta devoción por una figura que se había vuelto tal vez demasiado grande, y a la que –también tal vez- le había endilgado cualidades que estaban de más (algo normal, después de todo, ya que Eastwood fue para este crítico algo así como la figura rectora y el compañero con el que ingresó al mundo de la cinefilia y el pensamiento sobre el cine). Ajustar las cuentas es necesario; revisar, rever, repensar debe ser una tarea constante para aquellos que intentan dedicarse a la crítica. Y, vale aclarar, revisar a un director no debe entenderse necesariamente como una operación de descrédito. 2) Esta introducción, a lo mejor algo extensa, incluso gratuita para algunos, es necesaria ya que J. Edgar se estrena justo en medio de ese período de revisión antes mencionado, y porque las propias características del film lo vuelven precisamente un objeto estético lleno de ambigüedades (¿o de contradicciones?). Eastwood, hoy día, me despierta muchas dudas. Y esta película en particular lo hace con énfasis. Dudas respecto al tan mentado clasicismo del director, quien, en neta contradicción con esa supuesta característica propia, opta aquí por un registro actoral en general demasiado afectado (con Di Caprio a la cabeza), una fotografía que se siente muy pesada por momentos, y algunas escenas por demás explícitas, como aquella en la que Hoover decide probarse algunas prendas de su madre luego de verla morir. Y ni hablar de los maquillajes, burdos, groseros, que generan distancia. Todo esto remite a una sensación de falsedad absoluta. Sin embargo, la pericia narrativa del director, la fluidez con la que va desarrollando la historia (con constantes idas y vueltas temporales) equipara la balanza para lograr que, pese a todo lo antes mencionado, podamos ingresar en la historia de una personalidad ya de por sí difícil. Así, acompañando toda la carrera profesional de Hoover, y también aquello que podemos ver de su vida personal, empezamos a entender cuáles son los temas que a Eastwood le importan, más allá de la figura biográfica en sí. En primer lugar, la relación del hombre frente a la Historia. Para Eastwood, la Historia es lo de menos. Es eso que va de la mano con la política, que se ve en las caravanas que festejan la elección de un nuevo presidente, es ese hipócrita discurso televisivo de Nixon sobre la muerte de Hoover. Es una cosa de arribistas y frívolos, como los Kennedy. Lo importante, para Eastwood, está en el barro, en el día a día, en el combate con el mal cotidiano (y también en los melodramas personales). Es allí donde se juega la verdad, y de donde se puede extraer algo valioso para la reflexión sobre la condición humana. Y ese es el lugar que ha elegido Hoover, ya sea para enfrentar a terroristas comunistas o delincuentes como Dilinger. Por eso, Eastwood muestra a Hoover dos veces solo en su ventana, viendo desde lejos, y apartado, el paso de la Historia: allá los nuevos presidentes y la muchedumbre; y acá, en su lugar de trabajo, Hoover haciendo lo suyo. Eastwood muestra y resalta el desprecio que su protagonista tiene sobre los políticos. Algo que queda claro cuando le ofrecen ser el director del FBI y pide, como condición innegociable, independencia total del poder político. Y esto será reafirmado cuando se dedique a espiar a los propios presidentes para chantajearlos en caso de que se quieran meter con sus tareas. Hoover parece y, sobre todo, cree encarnar algo fundamental, incluso primigenio, unos valores esenciales de su país que, para él, nadie más puede representar, empezando por los presidentes. Pero, ¿cuáles son esos valores? Más allá de algunas frases, de algunos slogans que dice con fruición, y de lo que la madre le inculca, es difícil saber cuál es ese principio fundamental que Hoover dice defender. La gran pregunta entonces es: ¿qué representa Hoover? No hay respuesta enJ. Edgar. Eastwood no la encuentra, no la ve, y así lo expone. Hay un vacío absoluto en ese aspecto. En todo caso, lo que hay es la figura de un hombre convencido de lo que hace pero lleno de taras personales que lo llevan al borde de la locura, y que muchas veces lo hacen actuar en el vacío, como en ese momento en el que le dicta una carta a su secretaria para tratar de intimidar a Martin Luther King. Es tanto el nivel de absurdo de lo que dice, que su secretaria no toma nota. La escena es muy significativa, y deja en claro el nivel de locura del personaje, que ha ido muy lejos, o mejor dicho, ha caído muy bajo. En definitiva, Eastwood cuenta la historia de un fracaso. El fracaso de J. Edgar Hoover en su intento de automistificación como héroe. La leyenda que el personaje intenta narrar será desmentida por la persona más cercana que tuvo –su ayudante Clyde Tolson- y tal vez la única que lo amó, más allá de su madre. Una vez más, Eastwood se mete con el tema de la leyenda, la verdad y la posibilidad, o no, de ser un héroe. Eastwood no imprime la leyenda que Hoover hubiera querido. Pero tampoco la leyenda negra que los detractores del personaje y los facilistas ideológicos hubieran querido. Eastwood imprime su película, en la que muestra las oscuridades de su amado país, y en la que reflexiona, una vez más, sobre la dolorosa existencia del hombre. Mientras, en la Historia de su país parece no haber héroes, de ningún tipo. 3) Algo más. Este desconfiado crítico ha señalado más arriba una “cierta sensación de falsedad” en la película. Y ahora, llegando al final, se pregunta si en realidad todo eso que vio como aspectos negativos no ha sido usado de manera absolutamente consiente por Eastwood, ya que justamente todo lo que vemos es la pura representación que el personaje quiere hacer creer: su propia versión de la leyenda. No es una lectura descabellada, y estaría demostrando, una vez más, la pericia de un autor decidido a no abandonarme.